Introducción
En cuanto modelo de gestión de las diferencias constitutivas de la nación, el multiculturalismo emerge en la segunda mitad del siglo XX en los países del norte global (Alemania, Francia, Inglaterra, Canadá, Estados Unidos) y en torno a distintas temáticas (etnicidad, migraciones, religiones, identidades regionales) (Bauman 2001; Bello 2004). En términos generales, el multiculturalismo de Estado puede definirse como “una forma de administrar las diferencias culturales en el marco de los Estados nacionales o dentro de regiones o microrregiones específicas. Su propósito sería la superación de las desigualdades que se generan en la sociedad como resultado de las diferencias culturales” (Bello 2004, 190).
En América Latina, la resistencia indígena a las políticas asimilacionistas,1 los procesos de retorno a la democracia desde fines de los ochenta, la implementación masiva de reformas neoliberales, el desarrollo de una jurisprudencia internacional en torno a los derechos indígenas, sumados a una serie de reformas constitucionales,2 serán algunos de los factores claves que marcarán la instalación del modelo multicultural, con un énfasis en la cuestión étnica (Bengoa 2000; Sieder 2002; Stavenhagen 2000; Van Cott 2000; Yashar 2005).
La internacionalización del reconocimiento a los pueblos indígenas se ha concretado en documentos públicos de derecho internacional (OIT 1989; ONU 2007) que proponen una puesta en valor de la etnicidad, entendida en términos de “diversidad cultural”. Uno de los mensajes reiterativos de estos documentos consiste en instar a los gobiernos a respetar “la espiritualidad” de los pueblos indígenas, traducida fundamentalmente en “tradiciones”, “ceremonias”, “valores y prácticas”, “relación con las tierras, territorios, aguas, mares costeros y otros recursos que tradicionalmente han poseído” (OIT 1989; ONU 2007).
En los últimos años —tanto a nivel global como latinoamericano— se han desplegado críticas al modelo multicultural, focalizadas en su carácter neoliberal (Hale 2004; Žižek 1998). Así también, investigaciones feministas han problematizado los efectos de la reivindicación de las tradiciones culturales bajo este modelo. El presente texto se enmarca en esta segunda línea de análisis, con el objeto de desarrollar un acercamiento teórico a la problemática de la violencia de género dentro de las comunidades mapuche en Chile.
El artículo se divide en tres partes. En la primera contextualizaré la cuestión del multiculturalismo latinoamericano e identificaré algunos de los debates sobre la interseccionalidad género/raza-etnia que emergen a partir de las reivindicaciones contemporáneas de la tradición. En la segunda parte presentaré brevemente el trabajo clave de Rita Segato (2011) en torno al cruce de sistemas patriarcales en los casos de violencia de género dentro de las comunidades indígenas. En el tercer apartado desarrollaré un análisis de discurso a partir de un caso específico ocurrido en Chile: la polémica del 2013 desde la apelación al derecho consuetudinario defendido por el Código 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), con el objeto de exculpar a varones mapuche en casos de violencia intrafamiliar. A través de este análisis identificaré y problematizaré el discurso de la tradición a partir de la representación del “Mapuche eco-espiritual”. Finalmente, a modo de conclusión, fundamentaré la necesidad de examinar esta representación si se trata de abordar las tensiones género/raza-etnia involucradas en casos de violencia de género.
El multiculturalismo neoliberal desde una perspectiva interseccional género/raza-etnia
En las últimas décadas, autores como Hale (2004) y Žižek (1998) han analizado la dimensión ideológica del modelo multicultural en el contexto neoliberal. Específicamente, su crítica apunta a la comprensión esencialista, plana o abstracta de las diferencias que —en la práctica— habrían caracterizado a las políticas multiculturales a nivel global. En palabras de Žižek: “se excusa al Otro folclórico, privado de su sustancia […] pero se denuncia a cualquier Otro ‘real’ por su ‘fundamentalismo’” (Žižek 1998, 157).
Por su parte, y desde una reflexión contextualizada en América Latina, Hale (2004) sostiene que la principal paradoja del multiculturalismo neoliberal apunta a la tensión entre derechos culturales y político-económicos. Si bien los derechos indígenas abren nuevos espacios de participación, el multiculturalismo neoliberal también impone límites tajantes a cambios económicos transformadores, fundamentalmente, la redistribución de la tierra.
La crítica al modelo multicultural hegemónico en la que profundizaré proviene de las reflexiones feministas que se han focalizado en la tensión entre los derechos de las comunidades étnicas y los derechos de las mujeres.
En un texto ya clásico, Moller Okin (1999) se preguntaba por la tensión entre la defensa de las tradiciones culturales y religiosas de las minorías étnicas y los derechos de las mujeres, cuestión que podría ilustrarse a partir de la eventual legitimación de prácticas como la mutilación genital o los matrimonios forzados. La autora concluía que las mujeres que pertenecen a estas minorías “quizá estén mejor si la cultura en la que nacieron se extingue (al integrarse sus miembros a la cultura nacional menos sexista)” (Okin, en Hernández 2003, 14).
Frente a diagnósticos como el anterior, las feministas post- y decoloniales3 han desarrollado una mirada compleja. En el caso latinoamericano, y siguiendo la tesis de Mohanty (1991), señalarán que la incapacidad de ciertos feminismos occidentales para comprender que las mujeres indígenas tienden a vincular sus demandas de género a las demandas de autodeterminación de sus pueblos podría llevar al feminismo urbano y académico latinoamericano a reproducir un colonialismo discursivo a partir de la representación de “las mujeres del tercer mundo” como meras víctimas del patriarcado, es decir, circunscritas al espacio doméstico, pobres, ignorantes y atadas a la tradición (Gargallo 2014; Mohanty 1991; Segato 2011).
Sin embargo, la tensión género-etnia resulta —en la práctica— insoslayable: las imágenes esencialistas que el multiculturalismo neoliberal promueve, y que son muchas veces reproducidas por las mismas comunidades indígenas, despliegan “representaciones ahistóricas de las culturas como entidades homogéneas de valores y costumbres compartidas, al margen de las relaciones de poder, [cuestión que da pie] a fundamentalismos culturales que ven en cualquier intento de las mujeres por transformar prácticas que afectan sus vidas, una amenaza para la identidad colectiva del grupo” (Hernández 2003, 27). Así, el desafío actual consistiría en encontrar formas de “repensar la autonomía indígena desde una perspectiva dinámica de la cultura”, transformando aquellos “elementos de la tradición que [las mujeres indígenas] consideran opresivos y excluyentes” (Hernández 2003, 17).
Radcliffe (2008) añade otro elemento: desde los años noventa, en América Latina, las políticas étnicas y las de género se han caracterizado por una
[…] gobernalibilidad biopolítica establecida mediante rutas paralelas de administración y discurso (una para género, otra para etnicidad) —rutas que raras veces son mutuamente comprensibles— […] la gobernabilidad de género tiende a reforzar la marginalización de las mujeres de “minorías étnicas”. (Radcliffe 2008, 108-109)
Así, también es posible, desde un enfoque interseccional, identificar una llamativa coincidencia: en diferentes localizaciones geopolíticas, la denuncia o no denuncia de la violencia de género ha devenido sistemáticamente una cuestión problemática para las mujeres que son parte de comunidades racializadas o estigmatizadas en términos culturales.
El mismo concepto de interseccionalidad4 emerge en Estados Unidos a fines de los años ochenta, a partir del trabajo de Kimberlé Crenshaw (2005) con mujeres negras que vivían violencia de género dentro de sus comunidades y que se veían simultáneamente interpeladas a no denunciar (por parte de los líderes del movimiento negro) y a denunciar (por parte de las feministas)5 para demostrar su lealtad a las respectivas causas políticas. Constatando la debilidad para recoger esas experiencias tanto por parte de la política feminista como de la política antirracista, Crenshaw señalará que aquellas experiencias sólo serían audibles desde la intersección y coexistencia de distintas situaciones de dominación: “los hombres de color y las mujeres blancas son raramente confrontados a esta dimensión interseccional particular de la desposesión que obliga al individuo a separar su energía política entre dos proyectos a veces antagonistas” (Crenshaw 2005, 61).6
Una paradoja política afín ha sido descrita con lucidez por Deena Mohamed, una estudiante egipcia que, en el contexto de “la Primavera Árabe”, denunciaba el problema al que se vieron enfrentadas las mujeres de su país, una vez puestas la mirada y la condena internacional en las violaciones y los abusos vividos cotidianamente en la plaza Tahrir, que esta vez afectaban a las periodistas europeas que cubrían los acontecimientos, durante el 2011-2012. Concretamente, los medios de comunicación reutilizaron las representaciones colonialistas del hombre-bestia desacreditando la movilización política. Para Mohamed, no se trataba, evidentemente, de ocultar la violencia de género, sino de ilustrar la situación paradojal en la que se encontraron luego las egipcias, chantajeadas para que no denunciaran, en la medida en que se vehiculizaba con ello el estereotipo del animal-árabe, “traicionando”, por ese mismo gesto, la revolución. Mohamed decide entonces crear un cómic para denunciar simultáneamente al patriarcado árabe y a la islamofobia internacional. Este será protagonizado por Qahera, una superheroína que utiliza el velo islámico y que defiende sable en mano a las mujeres en la plaza Tahrir (Mohamed 2013).7
Es desde estas claves de lectura que las investigadoras feministas se han propuesto problematizar los efectos paradójicos de ciertas reivindicaciones de “la tradición cultural” en el contexto multicultural.
Diversas investigaciones enmarcadas en la teoría feminista postcolonial (Achin y Dorlin 2007; McClintock 1993; Stoler 2013; Varikas 1998) han demostrado cómo las mujeres han sido incluidas como cuerpos alegóricos en el relato de pueblos y naciones. Concebidas como marcadores prepolíticos (de la naturaleza, del territorio), estos cuerpos proveen imágenes a partir de las cuales la comunidad nacional se presenta unificada, pura y legítima. De manera más específica, investigaciones sobre Latinoamérica muestran la dimensión históricamente generizada del imaginario de “la tradición”, a partir del cual las mujeres indígenas han sido concebidas como reproductoras biológicas y simbólicas de la cultura: encarnando la tradición (lengua, vestimenta, religión, costumbres, comunicación con la naturaleza), las mujeres aparecerían como “más auténticamente indígenas” que los varones (Yuval-Davis y Anthias 1989; De la Cadena 1991; Pequeño 2007).
A partir de lo anterior, me interesa identificar el doble carácter político de las reivindicaciones de “la tradición” en el contexto del multiculturalismo neoliberal latinoamericano. Por una parte, tales reivindicaciones abren a las mujeres una posibilidad estratégica de agenciamiento en cuanto “sujetos clave en la politización de la identidad étnica” (Radcliffe 2008, 103). Por otra parte, sin embargo, ciertos usos del discurso de la tradición también refuerzan normas de género dentro y fuera de las comunidades indígenas. Esto último se manifestaría, concretamente, en falta de participación política de las mujeres, obstáculos en torno a los derechos sexuales y reproductivos, y violencia de género (Donato et al. 2007; Hernández 2003; Radcliffe 2008; Segato 2011; Wade 2008).
“Patriarcados de baja intensidad”: en torno a la violencia a mujeres en comunidades indígenas
En un texto clave con respecto a la problemática, Segato (2011) sostiene que tanto el infanticidio como la violencia a las mujeres en comunidades indígenas han constituido casos estratégicos, sistemáticamente “elegidos para afirmar la superioridad moral y el derecho a la misión civilizadora del colonizador” (Segato 2011, 23). Específicamente, en relación con la violencia hacia mujeres indígenas, la autora identifica el lugar paradójico de las leyes que se proponen proteger sus derechos: “El Estado entrega aquí con una mano lo que ya retiró con la otra: entrega una ley que defiende a las mujeres de la violencia a que están expuestas porque ya rompió las instituciones tradicionales y la trama comunitaria que las protegía” (Segato 2011, 22-23).
El trabajo etnográfico8 de la autora ha demostrado la existencia de nomenclaturas de género y de lo que Segato hace referencia concreta a los Warao de Venezuela, los Cuna de Panamá, los Guayaquís de Paraguay, los Trio de denomina un “patriarcado de baja intensidad” (Segato 2011, 32) en sociedades tribales indígenas y afroamericanas. Si bien en estas sociedades sería posible distinguir “jerarquías claras de prestigio entre masculinidad y femineidad, representadas por figuras que pueden ser entendidas como hombres y mujeres”, también son identificables de manera más frecuente “prácticas transgenéricas estabilizadas, casamientos entre personas que occidente entiende como siendo del mismo sexo, y otras transitividades de género bloqueadas por el sistema de género absolutamente enyesado de la colonial/modernidad” (Segato 2011, 33).
Considerando lo anterior, y desde una reflexión decolonial que insiste en la necesidad de volver al pasado para pensar el presente, la autora sostiene que para comprender la violencia contemporánea dirigida hacia las mujeres indígenas en sus comunidades es necesario atender al cruce entre dos sistemas patriarcales, cuyo efecto más problemático sería la despolitización del espacio doméstico, debido a “la injerencia y colonización por el espacio público republicano” (Segato 2011, 35). “Secuestrada” la política por el espacio público, lo doméstico deviene un espacio residual, no incluido en la deliberación sobre el bien común:
Un idioma que era jerárquico, en contacto con el discurso igualitario de la modernidad, se transforma en un orden super-jerárquico, debido a dos factores […] la superinflación de los hombres, en su papel de intermediarios con el mundo exterior del blanco; y la superinflación de la esfera pública, habitada ancestralmente por los hombres, con el derrumbe y privatización de la esfera doméstica […] Lo que ocurre, en general, pero muy especialmente en áreas donde la vida considerada “tradicional” se encuentra supuestamente más preservada y donde hay más consciencia del valor de la autonomía frente al Estado […] es que los caciques y los hombres se hacen presentes e interponen el argumento de que no existe nada que el Estado deba hablar con sus mujeres. Sustentan este argumento en que “siempre fue así” […] Arlette Gautier llama a esta miopía histórica “el invento del derecho consuetudinario”. (Segato 2011, 34-35)
Según Segato (2011), este cruce de sistemas patriarcales implicará la transformación de las relaciones de género en las comunidades indígenas. Por una parte, la ruptura de la trama social y de las alianzas que protegían a las mujeres, cuestiones que “fueron literalmente fatales para su seguridad, pues se hicieron progresivamente más vulnerables a la violencia masculina […] Se desmorona entonces la autoridad, el valor y el prestigio de las mujeres y de su esfera de acción” (Segato 2011, 38-44). La transformación de las relaciones de género también se expresaría en la desvirilización de los hombres indígenas:
Junto a esta hiperinflación de la posición masculina en la aldea, ocurre también la emasculación de esos mismos hombres en el frente blanco, que los somete a estrés y les muestra la relatividad de su posición masculina al sujetarlos a dominio soberano del colonizador. Este proceso es violentogenético, pues oprime aquí y empodera en la aldea, obligando a reproducir y a exhibir la capacidad de control inherente a la posición de sujeto masculina en el único mundo ahora posible, para restaurar la virilidad perjudicada en el frente externo. (Segato 2011, 37-38)
Y, finalmente, la mutación de las relaciones de género se traduciría en la cooptación de los hombres indígenas por parte de las agencias de las administraciones coloniales, primero, y por la gestión estatal, después:
Los hombres retornan a la aldea sustentando ser lo que siempre han sido, pero ocultando que se encuentran ya operando en una nueva clave […] estamos frente al elenco de género representando otro drama; a su léxico, capturado por otra gramática […] La falta de claridad sobre los cambios ocurridos hace que las mujeres se sometan sin saber cómo contestar la reiterada frase de los hombres del “siempre fuimos así”, y a su reivindicación de la manutención de una costumbre que suponen o afirman tradicional […] De allí deriva un chantaje permanente a las mujeres que las amenaza con el supuesto de que, de tocar y modificar este orden, la identidad, como capital político, y la cultura, como capital simbólico y referencia en las luchas por la continuidad como pueblo, se verían perjudicadas, debilitando así las demandas por territorios, recursos, y derechos […] El efecto de profundidad histórica es una ilusión de óptica […] nos encontramos aquí frente a un culturalismo perverso. (Segato 2011, 37-46)
En el siguiente apartado, dialogaremos con la reflexión de Segato (2011) a partir del análisis de un caso concreto de violencia hacia mujeres mapuche en Chile.
“Mapuche eco-espiritual”: el discurso de la tradición en las polémicas de violencia a mujeres mapuche
Para pensar el fenómeno de la violencia hacia las mujeres en las comunidades mapuche en Chile, considero fundamental problematizar los términos a partir de los cuales la etnogubernamentalidad (Boccara 2007; Boccara y Bolados 2010) produce y representa “lo étnico”.9 Mis últimos trabajos se han propuesto —justamente— interrogar las formas que toman las reivindicaciones contemporáneas de “la tradición cultural” a partir de la representación del “Mapuche eco-espiritual”, que entiendo como una coproducción entre las políticas multiculturales del Estado y el discurso etnoculturalista mapuche.10 Se trataría de la representación de una eco-espiritualidad incorpórea, genérica y trasnacional que vincula elementos heterogéneos como la tradición, la cosmovisión, la ancestralidad, el comunitarismo y una cierta “bondad” etnicizada, anclada en una específica relación de cuidado del ecosistema. La coproducción de este régimen representacional11 informaría de un racismo de carácter ambivalente a partir del cual las marcas de otredad étnica ya no serían sinónimo de inferioridad sino de autenticidad (Vera 2017).
Considerando tanto las claves teóricas hasta aquí expuestas como la problematización en torno a la figura del “Mapuche eco-espiritual”, en esta sección propongo un análisis de discurso12 de carácter preliminar, focalizado en las voces de distintos actores que de una u otra manera se sintieron convocados a pronunciarse en torno a un caso específico de violencia hacia mujeres mapuche.
El 11 de marzo de 2013, en el Diario Austral de Temuco,el Servicio Nacional de la Mujer (SERNAM) alertó a la opinión pública sobre unos casos polémicos de violencia intrafamiliar: entre el 2011 y el 2012, diecisiete mapuche —de entre los cuales diez eran varones que ejercieron violencia contra mujeres— fueron exculpados a partir de la invocación de la costumbre ancestral resguardada por los artículos 8, 9 y 10 del Convenio 169 de la OIT.13 Concretamente, la Defensoría Mapuche de Temuco (Defensa Penal Pública) argumentó que no era el Estado chileno, sino el sistema jurídico mapuche o Az Mapu, el que debía dirimir este tipo de conflictos. Como resultado, se propusieron acuerdos reparatorios, consistentes fundamentalmente en disculpas públicas de los agresores y, finalmente, en el cierre de la causa (Corporación de Mujeres Mapuche Aukiñko Zomo 2015; Painemal 2013).
Según sostenía el argumento de la Defensoría ratificado por los Tribunales Superiores de Justicia, “es un hecho público y notorio en esta Región, que las personas de la etnia mapuche, históricamente han resuelto sus conflictos, incluso algunos de mayor gravedad que los que motivan esta causa, mediante la negociación, por cuanto es propio de su cultura resolver de esta manera los conflictos, razón por la cual resulta plenamente aplicable el Convenio169” (en Palma y Sandrini 2014, 153).
En concreto, la instancia alternativa de resolución de conflictos a la que hacía referencia este argumento es el Az Mapu: código de ética, derecho propio o sistema jurídico-sancionatorio mapuche.14 El núcleo común del argumento consiste en afirmar que existe una cosmovisión mapuche a partir de la cual concebir las causas y las formas de enfrentar la violencia contra las mujeres (Palma y Sandrini 2014).
En este argumento, la reivindicación del Az Mapu permite visibilizar y legitimar un sistema ancestral de comprensión de la violencia e impartición de la justicia distinto al del Estado-nación chileno, informando con ello de una relación pasado-presente que evidencia la ruptura con una vivencia del territorio, la autonomía y la cosmovisión mapuche. En este sentido, la estrategia del argumento podría traducirse en autoafirmación étnica y denuncia de las relaciones de poder neocoloniales en el presente.
Sin embargo, también es interesante consignar la declaración del Partido Político Mapuche Wallmapuwen,15 opuesta a esta línea argumentativa y en la cual se denunció “la intencionalidad política de mal utilizar un instrumento jurídico tan relevante para el pueblo mapuche como es el Convenio 169” y una “campaña de desprestigio” basada en la “naturalización de la violencia hacia la mujer mapuche” por parte de los tribunales chilenos: “tales fallos son vergonzosos y antiéticos y atentan contra los derechos que la mujer mapuche ha adquirido […] ¿existe mala fe en los magistrados? o ¿no están a la altura de administrar justicia para una sociedad plurinacional?” (“Mapuche cuestionan interpretación del Convenio 169” 2013).
Esta declaración puede ser leída desde el concepto interseccionalidad, evidenciando el mutuo modelamiento entre racismo y sexismo en el argumento de la Defensoría. Si, tal como señala Villegas (2014), el Az Mapu subsiste como sistema sancionatorio a partir de la transmisión oral y en un marco de criminalización del pueblo mapuche, cuya consecuencia directa es la desconfianza frente a la justicia estatal, resulta interesante destacar que —identificando la reproducción de estereotipos racistas en torno a los varones mapuche— Wallmapuwen rechace el argumento de la autonomía cultural que parecería promover la reivindicación del Az Mapu en la voz de la Defensoría penal. Dicho de otra forma, no cualquier reivindicación de autonomía cultural sería per se antirracista. Junto con ello, Wallmapuwen también muestra el efecto sexista del argumento de la Defensoría, en la medida en que se elude la justicia hacia sujetos mapuche que son, simultáneamente, mujeres.
Otro ejemplo que muestra el mutuo modelamiento entre racismo y sexismo es identificable en el trabajo de Menard y Tizzoni (2016) sobre el caso de Moisés Maliqueo, quien, en el marco de la polémica señalada, fue sentenciado a diez años de cárcel por el asesinato de su esposa, Rosario Sandoval, en la comuna de Padre Las Casas. Los autores problematizaron el rol clave del mediador intercultural, encargado de “traducir la cultura” del acusado con el objeto de exculparlo de las penas asociadas al femicidio, argumentando un delito culturalmente motivado.16
Efectivamente, la invocación del Código 169 dependía de una cuestión vital: confirmar la “autenticidad étnica” de los acusados. Los apellidos, el hablar mapudungun y las prácticas religiosas devinieron indicadores de aquello (Menard y Tizzoni 2016). Así, por ejemplo, la defensa sostuvo que “mi cliente habla Mapudungun…, sigue la religión y ceremonias Mapuche, reza en su lengua […] participa en nguillatunes […] es también el asistente de una machi” (en Menard y Tizzoni 2016). Asimismo, la defensa llamó como testigo al machi Víctor Caniullán con el objeto de atestiguar el padecimiento de dos tipos de enfermedades en Maliqueo: rekutxan (“enfermedad y nada más”) y mapu kutxan (“enfermedad de la tierra”, “enfermedad del planeta”, “enfermedad mapuche”). Maliqueo, por su parte, afirmó padecer de un tercer mal —wesa kutxan (“brujería”)—, el cual habría sido, en resumidas cuentas, la causa directa de su crimen. El machi no sólo destacará el carácter cultural sino también el energético y medioambiental de mapu kutxan, subrayando que “finalmente, sólo el sistema de salud mapuche es capaz de comprender el significado de mapu kutxan, debido a la visión religiosa que tenemos del entorno, del medioambiente” (en Menard y Tizzoni 2016, s/p).
Los autores concluyen, así, que en este tipo de juicios las creencias religiosas operan como un marcador de identidad mapuche que apela a una “intraducibilidad cultural” de efectos políticos problemáticos: “la única forma de afirmar el estatus indígena del individuo es recurrir al argumento legal de la responsabilidad atenuada invocando fuerzas fuera de su voluntad, en otras palabras, eliminando la agencia individual”. Finalmente, los autores consignan la perversión o locura “colonial, multicultural o antropológica” de “asignar a cada gesto y a cada pensamiento del sujeto la obligación de representar a un colectivo, de ser auténtico” (Menard y Tizzoni 2016, s/p).
Los argumentos desplegados en estas escenas de justicia intercultural sugieren la coproducción del régimen representacional del “Mapuche eco-espiritual” a la que hemos hecho referencia. Por una parte, este régimen define los términos de la relación de poder etnogubernamental y del racismo ambivalente que la acompaña: la demanda de autenticidad étnica y su producción de subjetividades, discursos y estrategias de “diferencia mapuche”. Por otra parte, y si bien la reivindicación del Az Mapu y del imaginario ancestral y espiritual que le sigue podría ser entendida como defensa de la autonomía cultural y de la utopía de un pasado en el que se fue libre, estas reivindicaciones del derecho consuetudinario y de su diferencia originaria intraducible evidencian el reforzamiento entre dos sistemas patriarcales al que hace referencia Segato (2011): una alianza expresada justamente a partir del uso que se le dio al Código 169 en el argumento de la Defensoría Mapuche también aceptado por los varones agresores.
La jurisprudencia internacional en torno a los derechos humanos de las mujeres ha identificado los riesgos de las conceptualizaciones esencialistas de la cultura, de las cuales el “Mapuche eco-espiritual” podría ser un buen ejemplo. Así lo sostiene el Informe del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas redactado por Ertürk (2007), según el cual, en el contexto contemporáneo suelen utilizarse “interpretaciones esencialistas de la cultura para justificar la violación de los derechos de la mujer o para condenar […] culturas ‘de otros’ por ser intrínsecamente primitivas y violentas hacia las mujeres” (en Palma y Sandrini 2014, 155). De forma que la violencia contra las mujeres es reconocida internacionalmente como “una violación de derechos humanos, aunque se intente justificar en prácticas culturales o religiosas” (Palma y Sandrini 2014, 155).
En la polémica mencionada, el SERNAM17 y el Instituto de Derechos Humanos (INDH) siguieron este razonamiento insistiendo en que la línea argumentativa de la Defensoría Mapuche era inconsistente con la Ley de Violencia Intrafamiliar y con la suscripción del Estado de Chile a la Convención do Belém do Pará contra la Violencia a la Mujer, redactada por la Organización de los Estados Americanos (OEA) (Fries 2012; Palma y Sandrini 2014). Dicho de otra forma, estas instituciones cuestionaron la jerarquía legal de la categoría “mapuche” por sobre la categoría “mujer”. Además, a nivel nacional, el artículo 19 de la Ley VIF prohíbe los acuerdos reparatorios,18 “puesto que el consentimiento para la celebración de un acuerdo reparatorio no puede ser prestado libremente por la persona que ha sido víctima de delitos precedidos de violencia intrafamiliar, ya que esta se encuentra normalmente muy disminuida en su autoestima y no está en condiciones de negociar en igualdad de condiciones” (Palma y Sandrini 2014, 152).
Sin embargo, la política de género del Estado también muestra su carácter paradojal, asunto que genera una serie de desconfianzas entre las mujeres mapuche. Para contextualizar lo anterior, un primer elemento por señalar es la dificultad de hablar sobre la violencia vivida por las mujeres dentro de las comunidades mapuche en Chile (López 2012; Mattus 2009; Painemal 2013; Richards y Painemal 2006; Vera 2014). En un texto anterior, he identificado algunas de las voces de mujeres mapuche en las cuales aparecen enunciados a grandes rasgos varios de los tópicos a los que hemos hecho alusión: el chantaje de “los caciques”, la representación del “feminismo separatista”, la desvirilización del hombre indígena, etcétera (Vera 2014). Pero es sobre cómo toma forma el enunciado de Segato (2011), “las leyes del Estado dan con una mano lo que ya retiraron con la otra”, en la voz de las propias mujeres mapuche, en lo que quisiera detenerme.
En términos generales, las organizaciones de mujeres mapuche han criticado el doble discurso del SERNAM: la institución hablaría en nombre de las afectadas en estos casos, pero guardaría silencio frente a la violencia policial y estatal experimentada por las mismas mujeres que se supone defiende. Así, las organizaciones insisten en que la violencia de género dentro de las comunidades sería expresión de una violencia mayor de carácter neocolonial que es necesario visibilizar en su amplio espectro (Asociación de Mujeres Mapuche Rayen Voygue y Asociación Nacional de Mujeres Rurales e Indígenas 2016; Corporación de Mujeres Mapuche Aukiñko Zomo 2015; Richards y Painemal 2006; Vera 2014).
En esa línea, los tribunales éticos organizados por la Asociación Nacional de Mujeres Rurales e Indígenas (ANAMURI) han indicado en diversas oportunidades que “las violencias en contra de la biodiversidad y de nuestra Madre Tierra, son también violencia capitalista y patriarcal en contra de las mujeres” (ANAMURI 2016). Por su parte, la Red de Mujeres Mapuche ha criticado la aplicación de la ley antiterrorista y el encarcelamiento de las machis, “guías espirituales de nuestro pueblo”, denunciando directamente el “silencio del Servicio Nacional de la Mujer frente a estos graves hechos de violencia” (Red de Mujeres Mapuche 2013). La investigación de Aukiñko Zomo (2015) también muestra que las mapuche identifican “la discriminación que recibimos por parte del SERNAM”. Asimismo, su ineficacia o negligencia: “yo siempre he escuchado que yo voy a ir a una institución, podríamos decir SERNAM o carabineros […] pero mi caso va a quedar en la nada, o voy a ir pero al final me van a dejar peor, o voy a ir y después lo van a difundir” (Corporación de Mujeres Mapuche Aukiñko Zomo 2015, 16). O su enfoque etnocéntrico en la comprensión del fenómeno: “[es necesario que] no sólo se aborde la lógica universalista de SERNAM como ve y trata a las mujeres como iguales y dejando de lado la violencia que ejerce el Estado y sus instituciones” (Corporación de Mujeres Mapuche Aukiñko Zomo 2015, 20).
Interpelando la inconsistencia política del SERNAM, lo que las organizaciones de mujeres mapuche denuncian es la norma racializada de la femineidad en Chile (Vera 2016a).19 Dicho de otra manera, la versión femenina del “Mapuche eco-espiritual” mantendrá su capital político como encarnación de la ancestralidad y la “bondad mapuche”, en la medida en que los cuerpos de estas mujeres permanezcan alegóricos (Vera 2016b). Cuando esa misma ancestralidad muestra su materialidad a partir del vínculo con el territorio (un cementerio, unos árboles sagrados, un terreno en el que crecen ciertas yerbas, un paisaje y unas formas de vivir) y, por lo tanto, con la violencia del Estado policial y las empresas forestales, la femineidad indígena alegórica es reemplazada por los cuerpos concretos de Macarena Valdés, Lorenza Cayuhan o Francisca Linconao.20 Es en cuanto víctimas de varones racializados que el SERNAM reconoce a las indígenas como mujeres. Pero pareciera ser que en cuanto sujetos con agencia que dan una lucha política, económica y cultural por la tierra (lucha cuya consecuencia directa es la violencia de Estado), la calidad de “mujer” de las indígenas es puesta en duda.
Una última reivindicación problemática de la ancestralidad que quisiera analizar en relación con esta problemática corresponde al argumento de la complementariedad. En la misma línea de lo que planteara Segato (2011) —que el sistema patriarcal colonial creó las condiciones para el reforzamiento de la violencia contra las mujeres dentro de las comunidades indígenas—, algunas organizaciones de mujeres mapuche también reivindican un orden de género originario caracterizado por la complementariedad (ANAMURI 2013; Corporación de Mujeres Mapuche Aukiñko Zomo 2015; Richards y Painemal 2006). A partir de un análisis preliminar de entrevistas y declaraciones públicas en relación con este tópico, identifico al menos tres formas en las que emerge este argumento: la reapropiación nostálgica del pasado, la reapropiación estratégica y la sospecha.
La reapropiación nostálgica de la complementariedad pareciera trabajar en pro de la autonomía cultural del mapuche tradicional y auténtico, contaminado por la política de género del Estado: “El enfoque de género es una contradicción en la cultura mapuche, porque justamente hay un equilibrio natural entre el hombre y la mujer” (Andrea Reuca, en Mattus 2009, 19). El objetivo sería entonces “volver a un equilibrio entre hombres, mujeres y naturaleza” (María Isabel Curihuentro, en Mattus 2009, 23).
En un segundo uso, y tal como lo ha señalado Mattus (2009), la resignificación estratégica del argumento por parte de las mujeres constituiría “una manera [tanto] de exigir cambios frente al hombre mapuche como de afirmar su cultura original” (2009, 23). Es esta estrategia discursiva la que permite visibilizar la inconsistencia política del Estado:
Nos hemos reunido para debatir sobre el marco histórico de nuestros pueblos, analizar la dualidad y complementariedad ancestral […] Responsabilizamos al Estado por el actual estado de violencia que sufrimos las mujeres indígenas, por tener carácter patriarcal y neoliberal. En consecuencia exigimos al Estado a que se haga parte de capacitaciones para prevención de la violencia intrafamiliar con pertinencia cultural. (ANAMURI 2013)
Finalmente, las sospechas en torno al argumento de la complementariedad ya han sido tematizadas por las mujeres indígenas a nivel latinoamericano. Así, por ejemplo, Aura Cumes afirma:
La complementariedad de género, como utopía de la sociedad tiene una función importante, pero cuando se busca como una vivencia actual no soporta la evidencia de la realidad […] Hay gente que piensa que no es estratégicamente útil cuestionar a los movimientos cuando estos tienen una vida frágil en un sistema de dominación mayor. Por el contrario, mi posición es que [. ] los pueblos indígenas —las mujeres y los hombres— no somos piezas de museo, somos seres contemporáneos […] no es la repetición de un pasado lo que hace a un Pueblo, sino la deliberación constante de lo que se quiere ser. (Cumes 2012, 15)
Entre las mujeres mapuche, estas sospechas se verbalizan ya sea como inconsistencia “entre el discurso y la práctica” de los varones (Cuminao 2009, 117) o consignando cómo el “esencialismo étnico” trabaja contra el feminismo (Rangiñtulewfü Kolectivo Mapuche Feminista 2016), reforzando el patriarcado mapuche:
[…] la falsa idealización del mito del “buen ecológico indígena”, “la complementariedad” y otras figuras creadas igual por hombres para explicar o justificar la subordinación y las relaciones desiguales. Las mujeres muchas veces ocultan su subordinación para evitar el debilitamiento de los movimientos indígenas. (Calfio y Velasco 2005, 5)
A modo de conclusión
Me propuse desarrollar una reflexión teórica en torno al régimen representacional de “lo étnico” en el contexto multicultural actual en Chile. Esto, a partir del análisis de una problemática específica: la violencia contra mujeres mapuche. Ahondando en los debates teóricos sobre las tensiones género-etnia en el contexto mencionado, analizamos un uso polémico reciente del Código 169 de la OIT en la defensa de varones mapuche agresores en Chile. Identificando diversas voces involucradas en esta polémica (Tribunales y Defensoría Mapuche, mediadores interculturales, organismos nacionales e internacionales de defensa de los derechos humanos de las mujeres y organizaciones mapuche), pudimos identificar ciertas reivindicaciones problemáticas de la tradición o la ancestralidad. Si bien estas podrían trabajar en pro de las demandas de reconocimiento de un pueblo, también pueden vehiculizar representaciones esencialistas como las del “Mapuche eco-espiritual”. Siguiendo a Segato (2011), la tesis de este trabajo fue que lo anterior constituye una de las formas en las que el léxico del pasado es capturado por la gramática de un culturalismo perverso en el presente.
La finalidad de este análisis no fue dirimir o separar “lo verdadero” de “lo falso” de las identidades o identificaciones basadas en la cosmovisión ancestral, las tradiciones y la espiritualidad mapuche, sino mostrar y cuestionar la normatividad de la autenticidad implícita en el régimen representacional del “Mapuche eco-espiritual”. Dicho de otra manera, un primer objetivo fue mostrar las relaciones de poder que definen los estrechos términos a partir de los cuales se construye la identidad mapuche legítima en Chile. Este problema es relevante, toda vez que la normatividad del “buen y auténtico mapuche”, alegoría de la cosmovisión ancestral, está destinada a producir “malos mapuche”: los ilegítimos, los impuros, los inauténticos.
En segundo lugar, el análisis sugiere la pertinencia de la reflexión anterior en el momento de problematizar los casos de violencia contra mujeres mapuche. Esto, en la medida en que pudimos apreciar allí cómo ciertas categorías de lo que he denominado el régimen representacional del “Mapuche eco-espiritual” (como cosmovisión, tradición, ancestralidad o complementariedad) devienen categorías racializadas y generizadas. En esa línea, y desde un enfoque interseccional, pudimos mostrar el mutuo modelamiento entre racismo y sexismo allí involucrados.
Todo lo anterior ubica a las mujeres mapuche en una paradoja política. Efectivamente, en la medida en que el cuerpo femenino indígena ofrece un alto rendimiento en relación con la demanda de autenticidad del discurso multicultural, las mujeres son portadoras de un capital político-simbólico que, sin embargo, no se correlaciona con la materialidad de la violencia en sus vidas. Confrontadas al cruce entre el patriarcado de Estado y el patriarcado indígena, las organizaciones de mujeres mapuche han denunciado con claridad la norma racializada de la femineidad implícita en el accionar de organismos del Estado como el SERNAM.
Sin embargo, si, tal como sostiene Dorlin (2005), la interseccionalidad es una estructura de dominación en sí misma que debilita las tentativas de resistencia, cabe preguntarse por las posibilidades e imposibilidades en relación con la visibilización del patriarcado mapuche en el Chile multicultural: en la medida en que la estrategia de las organizaciones de mujeres mapuche ha sido denunciar la violencia de género sólo si se denuncia simultáneamente la violencia de Estado, cabría interrogar la normatividad implícita allí involucrada. Es decir: ¿quiénes y de qué manera están definiendo hoy los términos a partir de los cuales se puede o no hablar de violencia hacia las mujeres mapuche? ¿En qué términos pueden —o no— hablar “las inauténticas” (feministas, lesbianas, champurrias21)?
En este sentido, es posible que instalando preguntas que perturben la representación homogénea y abstracta del “Mapuche eco-espiritual”, las subjetividades impuras constituyan un capital político por desplegar.