¿Seguridad y desarrollo? Una historia sobre los pequeños crímenes, el pequeño Estado y sus pequeñas leyes


En este artículo discutimos las promesas y los límites del discurso de “Seguridad y Desarrollo”. Usando Cali (Colombia) como nuestro estudio de caso, mostramos cómo las iniciativas asociadas con este discurso terminan produciendo un conjunto de arreglos institucionales y humanos precarios, en vez de ayudar a los Estados a superar la inseguridad, la exclusión y los bajos niveles de desarrollo. En este artículo caracterizamos esta precariedad en términos de “pequeñez”: una caracterización que para nosotros sugiere la limitación de los tipos marginales de soluciones que en última instancia forman el núcleo de la Seguridad y el Desarrollo, así como de la fragilidad que han marcado los arreglos institucionales y humanos que él mismo construye. El resultado final es una permanente liminalidad del Estado y una continuación de la inseguridad.


Abstract

In this article we engage with the promises and limits of the “Security and Development” discourse. Using Cali (Colombia) as our case study, we show how initiatives associated with this discourse, instead of helping States move beyond insecurity, exclusion and low levels of development by strengthening social relations, official institutions and legal frameworks, end up producing, instead, a particular set of precarious institutional and human arrangements. We characterise this precarity as moving in the realm of “pettiness:” a characterisation that for us suggests both the marginal kinds of solutions that ultimately form the core of Security and Development, and the flimsiness that has come to mark those institutional and human arrangements resulting from it. The result is a resilient liminality across the board and the continuation of insecurity.


Neste artigo, discutimos as promessas e os limites do discurso de “Segurança e Desenvolvimento”. Usando a cidade de Cali (Colômbia) como nosso estudo de caso, mostramos como as iniciativas associadas a esse discurso acabam produzindo um conjunto de acordos institucionais e humanos precários, em vez de ajudar os Estados a superarem a insegurança, a exclusão e os baixos níveis de desenvolvimento. Neste artigo, caracterizamos essa precariedade em termos de “pequenez”: uma caracterização que, para nós, sugere a limitação dos tipos marginais de soluções que, em última instância, formam o núcleo da Segurança e do Desenvolvimento, assim como da fragilidade que vem marcando os acordos institucionais e humanos que ele constrói. O resultado final é uma permanente limitação do Estado e uma continuidade da insegurança.


Nuestra época es, después de todo, si no la primera, sin duda sí la más reciente en la que promulgar leyes, violarlas y hacerlas cumplir son registros especialmente críticos donde las sociedades construyen, refutan y confrontan verdades sobre sí mismas.2

Comaroff y Comaroff (2016, xiii)

Introducción

En este artículo, exploramos los dramas que se apuntalan y desencadenan a partir de la congruencia actual entre la “seguridad” y el “desarrollo” en el Sur global; un encuentro que se ha conceptualizado bajo la rúbrica de “Seguridad y Desarrollo”. Hoy, esta rúbrica cubre un conjunto de discursos y prácticas poderosos y de rápida expansión que, basándose en décadas de interpenetración entre las preocupaciones de seguridad y el proyecto internacional de desarrollo durante la Guerra Fría, y más adelante durante las intervenciones humanitarias de la década de 1990, ha llegado a ocupar un lugar crucial en debates en torno al diseño de políticas públicas en nuestra era de guerra, aparentemente interminable, contra el terror. Como lo expresó el expresidente del Banco Mundial, Robert Zoellick (2007-2012), en su prólogo al Informe sobre el Desarrollo Mundial del 2011: Conflicto, Seguridad y Desarrollo, el objetivo es “aunar la seguridad y el desarrollo, a fin de sentar bases suficientemente profundas para romper los ciclos de fragilidad y conflicto” en países como Afganistán, Bosnia, Haití, Sudán del Sur, y muchos “otros territorios en conflicto o estados desintegrados” (Zoellick 2011, xi). De acuerdo con Zoellick, “ciclos recurrentes de gestión de gobierno deficiente, pobreza y violencia” han “azotado estos territorios”. En este contexto, las discusiones y políticas de Seguridad y Desarrollo han buscado reemplazar “la fragilidad y el conflicto” con instituciones estatales más fuertes, inclusión social duradera y resultados económicos a largo plazo para “superar las situaciones de conflicto y fragilidad y garantizar el desarrollo”.3

En este artículo, nos ocupamos de las tensiones que han acompañado a este proyecto y mostramos cómo, en lugar de “superar” la inseguridad, la exclusión y los bajos niveles de desarrollo, mediante el fortalecimiento de las relaciones sociales, las instituciones oficiales y los marcos jurídicos, las discusiones sobre Seguridad y Desarrollo, y sus tecnologías asociadas, producen un conjunto particular de acuerdos institucionales y humanos precarios. Caracterizamos esta precariedad como algo que se mueve en la esfera de lo “pequeño”, en términos de ser insignificante, mínimo o intrascendente, más que en el sentido de ser trivial o nimio. Esta pequeñez o insignificancia hace referencia tanto a la marginalidad de las soluciones que, en últimas, constituyen el núcleo de la Seguridad y Desarrollo como a la fragilidad que ha llegado a caracterizar los acuerdos institucionales y humanos que se han derivado de este. En otras palabras, la insignificancia o intrascendencia a la que aquí nos referimos señala la manera en que la idea de Seguridad y Desarrollo ha terminado apoyando soluciones de segunda categoría, que producen individuos de segunda categoría, y visiones de segunda categoría sobre el estado4 y sus leyes. Lo que esta idea no provee son soluciones estructurales a problemas relacionados con la inestabilidad humana e institucional como se expresan hoy a través del planeta, por ejemplo, en la violencia urbana. A nosotros nos preocupan estos acuerdos intrascendentes porque su lugar de implementación son contextos que ya han sufrido incontables intervenciones de desarrollo fallidas, lugares que han sido sujetos a políticas de “subdesarrollado”, para usar el lenguaje de André Gunder Frank (1966) y Walter Rodney (1972). Estos acuerdos también expanden hoy un mundo organizado en torno a la gestión liberal tardía de la vulnerabilidad. Como lo ha dicho Povinelli, hoy en día la vulnerabilidad no se ve como algo que necesariamente deba resolverse, sino como algo que debe administrarse. En este contexto, las tensiones sociales se apaciguan mediante ejercicios de inclusión, sin que se aseguren adecuadamente los derechos de las personas y las comunidades, y la vida social se asegura sin una verdadera provisión de seguridad. En este proceso se crea un mundo particular, un mundo marcado por formas orquestadas de abandono (Povinelli 2011).

Esta situación se evidencia en la atención que hoy se les presta a los pequeños delitos (o delitos menores, o “petty crime”, en inglés) y a los delincuentes involucrados en estas actividades (“petty criminals”), como parte de la llegada de la agenda de Seguridad y Desarrollo a las ciudades del Sur global (la última frontera cuando se trata de “romper los ciclos de fragilidad y conflicto” mencionados por Zoellick). Para comprender a fondo las implicaciones de este fenómeno y sus resultados —lo que aquí denominamos “pequeños individuos”, “pequeños estados” y “pequeñas leyes”—, debemos involucrarnos en la mecánica a nivel de suelo de las propuestas de Seguridad y Desarrollo. Para conseguirlo, en este artículo invitamos al lector a que nos acompañe en una visita etnográfica a Cali, una ciudad de unos 2,5 millones de habitantes, ubicada en el suroeste de Colombia. Allí, como en muchas otras ciudades del Sur global hoy, lo que Jean y John Comaroff llamarían “promulgar la ley, violarla y hacerla cumplir”, se ha convertido en indicadores que evidencian el tipo de mundo que resulta de la actual obsesión internacional con la seguridad y el desarrollo (Comaroff y Comaroff 2016, xii).5

Con el fin de estructurar este análisis, en las siguientes secciones presentamos Cali y nuestro problema principal con mayor detalle. Luego describimos cómo las ciudades y sus residentes se han convertido en espacios clave dentro del discurso de Seguridad y Desarrollo. Después, examinamos uno de los muchos programas que actualmente existen en Cali, enfocado en pequeños delincuentes y en jóvenes en riesgo de participar en este tipo de crímenes. El programa que aquí revisamos comparte tres características básicas con muchos ejercicios similares que se están desarrollando en la ciudad y en otros lugares del Sur global: 1) se basa en la idea de inclusión, mediante lo que definimos como “tecnologías punitivas neodesarrollistas”, que combinan servicios condicionales y estrategias psicosociales para incluir a los jóvenes involucrados en actos criminales, o en riesgo de estarlo, en la vida oficial de la ciudad; 2) recurre a asociaciones público-privadas y marcos legales mixtos para potenciar y aunar esfuerzos en la lucha contra el crimen; 3) sus soluciones, que operan en un contexto neoliberal de continuas restricciones presupuestales y aspiraciones capitalistas tardías, están inclinadas hacia la “sanación” individual, más que hacia resolver problemas colectivos o estructurales.

Gracias a estas características, programas como el que aquí examinamos abren un escenario amplio de intervención, que termina saturado con la presencia del estado y sus leyes tanto en la vida de los jóvenes que son sus “clientes” como en la de los “proveedores” mismos. Sin embargo, como veremos, el estado que nace y se constituye mediante estos programas es una entidad que, sin importar su buena voluntad o ideas, siempre está limitada, siempre es insignificante. Así que lo que resulta es un estado y, por supuesto, un conjunto de leyes, que, aun cuando siempre parece estar presente, nunca es lo suficientemente robusto como para resolver los problemas que enfrenta. Las intervenciones de Seguridad y Desarrollo reproducen, así, acuerdos que, a pesar de ser de segunda categoría, tienen gran influencia a la hora de formar un tipo particular de orden social. Los pequeños delincuentes, el estado (pequeño) y sus (pequeñas) leyes se crean y recrean mutuamente, sin nunca erradicar de modo definitivo su liminaridad, ni las inseguridades que los unen, punto que desarrollamos en la última sección.

El análisis que aquí presentamos no nos lleva a sugerir que una mayor “robustez”, por ejemplo, o algún nuevo tipo de enfoque puedan hacer que el discurso de Seguridad y Desarrollo sea más efectivo. Estas opciones a menudo no están disponibles en el contexto actual. Y peor aún, quizás podrían acelerar la violencia que usualmente acompaña al estado y al mundo que emerge con y a través de él.6 En su lugar, invitamos al lector a apreciar las profundas restricciones que hoy caracterizan la vida en el Sur. Estas restricciones, y los sufrimientos desencadenados por ellas, constituyen precisamente el dilema constante de las múltiples periferias que hoy existen en el planeta. Estas son realidades que nos obligan a preguntarnos cómo se producen, en primer lugar, esa “inseguridad” y ese “subdesarrollo” que continúan marcando nuestro presente.

Nuestra ciudad, nuestro problema

Al igual que otras ciudades del Sur global que se están globalizando rápidamente, y a pesar de grandes avances en los últimos años, Cali sigue siendo una de las urbes con más altas tasas de criminalidad en Colombia y en el mundo. De acuerdo con un informe reciente del Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal (2017), Cali ocupa el puesto 28 entre las ciudades más violentas del mundo en términos de homicidios per cápita; incluso después de haber pasado de 80 homicidios por cada 100.000 habitantes en 2012, a 51 en 2017.7 Las pandillas juveniles, las cifras altas de muertes de adolescentes y la proliferación de las llamadas “oficinas” (organizaciones criminales estructuradas en barrios) siguen siendo el elemento común de la imagen que Cali les presenta a Colombia y al mundo. Sin embargo, visiones diferentes y positivas de la ciudad también han llegado a definirla. Historias de éxito económico, la erradicación de la violencia extrema y del crimen organizado asociados con el narcotráfico, su multiplicidad étnica, una administración local dinámica, un ethos filantrópico arraigado en las empresas locales, una población joven y numerosa, y un catálogo muy amplio de oferta cultural,8 hoy contrarrestan las historias de violencia y desorden en Cali.

El resultado de esta combinación de elementos positivos y negativos es una ciudad llena de energía, aspiraciones e intensas contradicciones; tres elementos que caracterizan a sus jóvenes y que los ubican en el centro de la atención pública. Los jóvenes de Cali son su presente y su futuro, pero también generan los problemas que la ciudad aún no ha podido superar. Esta situación es comparable con la de muchas otras urbes latinoamericanas y del mundo, en las cuales los jóvenes involucrados en actividades criminales, o en riesgo de estarlo, se han convertido en los protagonistas de un drama urbano asociado con la inseguridad.9 Es un drama que habla sobre los efectos de la modernidad capitalista tardía en el Sur global, particularmente en países como Colombia, que, a pesar de declararse en paz o en posconflicto, siempre parece estar estancado en ciclos de volatilidad económica, desempleo e inestabilidad social y política.

La relación de los jóvenes caleños con este drama de la inseguridad también está marcada, como en muchos otros lugares, por un fuerte factor racial. La ciudad se encuentra a dos horas de la empobrecida región del Pacífico colombiano, lo que ha incentivado la migración masiva —principalmente de personas con ascendencia africana— desde esa área hacia Cali. Cerca del 26,5% de la población urbana se identifica como negra, y de todas las ciudades de Colombia, Cali tiene la mayor proporción de habitantes afrocolombianos, 25% de los cuales se encuentran en situación de extrema exclusión espacial y económica (Rodríguez, Alfonso y Cavelier 2009). Lo mismo ocurre con el desempleo, cuyos niveles más altos se presentan entre la población afrocolombiana y en sus territorios (Uribe-Castro, Holguín y Ayala 2016). Esto es evidente en Aguablanca, un distrito de gran tamaño ubicado en el oriente de la ciudad que se estableció en la década de 1970 como resultado del desplazamiento interno causado por el conflicto armado (Urrea 1997). Aguablanca abarca, según la distribución administrativa de la ciudad, las comunas 13, 14, 15 y 21, y es hogar de la mayoría de afrocolombianos desplazados en el país. La mitad de los homicidios de Cali se cometen en esta área, y la mayor parte involucra a varones entre los 14 y 21 años (Cali Cómo Vamos 2015).

Sin embargo, como ya mencionamos, hoy Cali no se percibe como un lugar donde se concentra el crimen organizado. La ciudad solía ser la sede principal de uno de los carteles más grandes de drogas que operaron en Colombia durante las décadas de 1980 y 1990. Fue entonces cuando se catapultó al imaginario global, junto con Medellín, como uno de los polos principales de la mafia colombiana. Esta imagen continúa siendo reciclada, de manera bastante lucrativa, en series de televisión como Narcos de Netflix. La Cali de hoy en día es muy diferente. A medida que el posconflicto se consolida en Colombia, Cali ha llegado a percibirse como una ciudad en camino hacia el “desarrollo”, solo si pudiera resolver los problemas de su inseguridad de bajo nivel, que, si bien no es tan destructiva, continúa siendo endémica, racializada y difícil de controlar. De acuerdo con esta narrativa, ahora Cali está afectada por lo que tradicionalmente se conoce en los círculos criminológicos como delitos menores o pequeños crímenes, que incluyen el robo de teléfonos celulares, el microtráfico de drogas ilegales, la microextorsión y los homicidios ocasionales (ver la figura 1).10

Figura 1.

Ladrón de celulares capturado por la policía local en Cali

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En este contexto, Cali se ha convertido en un lugar privilegiado para poner a prueba la nueva oferta de discursos y prácticas de desarrollo asociados con la seguridad, que empezamos a describir en la introducción. Conocidos bajo la etiqueta general de Seguridad y Desarrollo, estas nuevas prácticas y estos nuevos discursos son parte de un “saber cómo” recientemente formado y un nuevo capítulo de la gobernanza global que busca alcanzar la “seguridad pública”, o lo que también se conoce como “seguridad ciudadana”.11 Ahora bien, es importante señalar que en Cali, como veremos, la decisión de los órganos administrativos de adoptar la agenda de Seguridad y Desarrollo no ha ido acompañada de la expansión de una política de “mano firme”, la cual usualmente se asocia con las respuestas de las autoridades ante la criminalidad.12 Si bien aún está presente, como se evidencia en la cantidad de recursos que la ciudad sigue dedicando a los salarios de la policía local y al mejoramiento de la infraestructura policial, se ha empezado a considerar que este enfoque no solo es muy costoso política y económicamente, sino que además no es suficiente para enfrentar el problema de la inseguridad.13 Lo que ha surgido en los últimos años son una serie de nuevas tecnologías de monitoreo y vigilancia y, quizás más importante para nuestro análisis, una variedad de prácticas de desarrollo que buscan crear una presencia estatal más robusta en la ciudad mediante políticas y normas más reactivas, eficientes económicamente y flexibles. Estas nuevas políticas y normas se han convertido en la plataforma para implementar medidas de intervención social que buscan “incluir” a los jóvenes —involucrados en crímenes o en riesgo de estarlo— en la dinámica oficial de la ciudad. Al intentar usar los siempre insuficientes recursos públicos en su máxima capacidad, estas prácticas de desarrollo más económicas tratan de generar seguridad y desarrollo al incluir a los individuos de la periferia en la vida oficial, creando esa sensación de seguridad que las instituciones internacionales, los inversionistas locales y extranjeros y los residentes —tanto adinerados como pobres— exigen a la administración local (ver la figura 2).14

Figura 2.

El alcalde de Cali, Maurice Armitage, felicita a un beneficiario del programa Jóvenes sin Fronteras

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Estas nuevas prácticas de Seguridad y Desarrollo se basan en lo que llamamos “tecnologías punitivas neodesarrollistas”, que a menudo combinan servicios condicionales con atención psicosocial ofrecida a los jóvenes vulnerables como herramienta para disuadirlos de la conducta criminal y para generar inclusión social. Los servicios condicionales se materializan en empleo, deportes, educación y servicios asistenciales prestados por instituciones públicas y privadas y por oficiales de policía comunitaria, con la condición de un cambio de comportamiento por parte de los jóvenes beneficiados. Dichos servicios representan un intento muy valiente por parte de la administración local, que sugieren un regreso a épocas anteriores al neoliberalismo, en las cuales el bienestar, en particular el empleo estable —o por lo menos la aspiración de generarlo—, constituía la fuerza detrás de la acción estatal y la construcción de ciudadanía (Esping-Andersen 1999). Sin embargo, estos beneficios y opciones de empleo ahora no solo son condicionales, sino también bastante limitados. Esto se debe a las restricciones financieras de los gobiernos locales y nacionales y, de manera más general, a las restricciones impuestas —por un orden global creador de inequidad— a cualquier iniciativa seria de inclusión social15.

En este contexto, los discursos, ideas e intervenciones “psicosociales” han venido a dominar estos programas de inclusión social. Partiendo de la noción de que los individuos deben considerarse tanto resultados como hacedores de sus sociedades, el componente psicosocial se incorpora a estos programas para ayudar a los jóvenes a superar lo que se percibe como una carencia de sociabilidad y autoestima, y a asimilar los valores comunitarios requeridos por la vida urbana (formal y legal).16 Implementado en ocasiones por profesionales, pero con mayor frecuencia funcionando como la racionalidad subyacente de estos programas, este enfoque ha llegado a considerarse no solo como una ruta más eficiente para llegar a los jóvenes, sino también como el mejor camino para ayudarlos a reconstruir su vida desde sus circunstancias psicológicas individuales y sus propios contextos familiares. En el contexto precario que caracteriza a Cali, y en el entorno neoliberal más amplio en el que existe la ciudad, este enfoque psicosocial a menudo termina ocupando buena parte de estas tecnologías punitivas neodesarrollistas, enfatizando así soluciones basadas en aspectos emocionales individuales, más que en cambios estructurales. Al hacer esto, en Cali se han replicado problemas que ya han sido identificados como resultado de este “giro psicosocial” en políticas sociales hacia la individualización, la subjetivación, lo psicológico y lo terapéutico.17 De acuerdo con Stenner y Taylor, por ejemplo, este enfoque excesivo en lo individual ha llegado a confundir “lo que podría ser distintivo de lo psíquico y lo social”, creando una incapacidad para “abordar los problemas de redistribución, equidad y desigualdad, justicia e injusticia, que se derivan de estructuras y procesos de nivel social” (Stenner y Taylor 2008, 423).

Y es con este escenario como telón de fondo donde hoy los pequeños criminales, y los jóvenes en riesgo de participar en este tipo de delitos, se han venido a re-entender a través de estas nuevas tecnologías punitivas neodesarrollistas. Al mismo tiempo, respondiendo ante la realidad de estos pequeños delincuentes, el estado —en su obsesión por controlarlos y ayudarlos mediante estos nuevos métodos— se está reconstruyendo a sí mismo para acoplarse a este periodo de modernidad capitalista tardía.18 Estas tecnologías responden y crean a los individuos, al estado y las leyes, dejando a todos marcados por una “marginalidad”, “insignificancia” y “segunda categoría” perennes. Para nosotros, esta pequeñez o intrascendencia demuestra cómo, en contextos precarios de experimentación desarrollista, y de cara a imperativos económicos, lo que termina reproduciéndose perpetuamente son cuerpos evanescentes y disciplinados; cuerpos en los cuales las batallas por la seguridad y el desarrollo —que son en realidad batallas en torno a delitos menores perpetrados por jóvenes vulnerables, desescolarizados, desempleados y pobres— generan formas transicionales de existencia. Estas formas oscilan constantemente entre la macrovisibilidad y la ausencia, entre la satisfacción ocasional de las necesidades y el hambre, entre periodos de paz relativa y violencia. Esta liminaridad, o esta forma particular de “abandono”, para seguir usando el repertorio conceptual que hemos empezado a construir aquí, habla una vez más de una socialidad en la que la falta de soluciones estructurales es sustituida repetidamente por beneficios esporádicos y, sobre todo, por discursos recurrentes sobre afecto que no cuentan con la fuerza material para satisfacer necesidades apremiantes. Todo esto alimenta una realidad llena de drama, en la que los jóvenes son objeto de políticas públicas, aun cuando continúan declarando, mediante un logo de Adidas rasurado en su cabeza, por ejemplo, que solo el consumo y el mercado los incluyen de manera efectiva (ver la figura 3). Esta es una realidad en la que funcionarios y actores comunitarios dedican su vida a crear instituciones estatales, pero que los deja derramando lágrimas cada vez que reflexionan sobre la insuficiencia perenne del estado (ver la figura 4). Esta también es una realidad en la cual miembros de la clase media, respondiendo a la imagen de Cali como una ciudad insegura, claman por un estado fuerte mientras ponen en operación nuevos y más sofisticados dispositivos de seguridad privada que los confinan cada vez más a vivir en “conjuntos cerrados” (ver la figura 5).19

Figura 3.

Joven caleño con el logo de Adidas rasurado en su cabello

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Figura 4.

Entrega de productos básicos, parte de un programa de intervención temprana para prevenir los delitos menores en Cali

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Figura 5.

“Conjuntos cerrados” y seguridad privada en Cali

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Una agenda global

Antes de explorar en mayor detalle las complejidades de los delitos menores, y su manejo en Cali, queremos profundizar en el rol que desempeñan las ciudades en la agenda de Seguridad y Desarrollo. El punto de partida de esta historia tiene que ver con los esfuerzos de construcción de estado que subyacen de manera constante en los intentos por resolver la precariedad aceptada del mundo postcolonial. Esta situación se caracterizó al comienzo por el establecimiento de estados centralizados y el interés de las élites locales por controlar, tanto como fuera posible, los mercados internos y los procesos de industrialización interna. Este centralismo fue una expresión clara de los programas de desarrollo que acompañaron la formación de los estados en el Sur, empezando por las guerras de independencia en la primera mitad del siglo XIX en Latinoamérica y el periodo de descolonización que se dio en África, Asia y el Pacífico después del final de la Segunda Guerra Mundial hasta mediados de la década de 1970 (Eslava 2019). Con la llegada del neoliberalismo en los ochenta y los noventa, la idea de descentralizar los estados del Sur surgió como una nueva lógica para pensar la construcción del estado y el desarrollo. Las ciudades empezaron, así, a posicionarse como los nuevos centros de acción, control y administración.

El llamado a descentralizar los estados —que empezaron a entenderse como “estados frágiles” durante esta época— desencadenó una relectura de las ciudades como los nuevos centros de acumulación de capital y como nodos más flexibles y dinámicos de un nuevo modelo de gobernanza; como los sitios más indicados para generar intercambios entre lo local y lo global. En este proceso de debilitamiento del estado, las ciudades surgieron en políticas y en normas internacionales y nacionales como las jurisdicciones ideales en las cuales lograr que tanto el orden nacional como el orden global se hicieran más presentes, íntimos, cercanos, inteligentes y económicamente más competentes y estables (Eslava 2015).

Cali es un lugar privilegiado para apreciar la operación y los límites de esta reorganización del proyecto de desarrollo, en particular en cuanto al tema de la seguridad.20 En Cali, la llegada de la descentralización ha estado enmarcada por múltiples logros, pero también por un crecimiento económico desigual y por una población drásticamente fragmentada en términos de raza, de oportunidades de empleo, de ubicación geográfica y de gozo de la infraestructura urbana. En este contexto, la pequeña delincuencia, atada a la comisión de delitos menores, ha surgido como una forma de vida para jóvenes marginados, lo que la convierte en una de las preocupaciones centrales de la agenda local de desarrollo. Para la administración de la ciudad, sin embargo, los jóvenes involucrados en este tipo de actividades son individuos difíciles de manejar, escurridizos, atrapados por la pobreza, su color, su dialecto, el desempleo crónico, la deserción escolar, el embarazo adolescente, las adicciones y, muy a menudo, antecedentes penales desde una edad muy temprana (Cisalva 2017). No obstante, para regularlos y ayudarlos, Cali —una ciudad atrapada en un mundo neoliberal, como hemos sugerido— solo cuenta con recursos limitados, o, mejor aún, el gobierno local apenas si puede movilizar políticamente una fracción pequeña de su presupuesto para estos asuntos. El resultado es que la administración local no puede hacer mucho por resolver de manera sustancial el problema de la delincuencia menor, pero, debido a los fuertes reclamos provenientes del discurso de Seguridad y Desarrollo, tampoco puede ignorarlo. Por lo tanto, lo que ha sucedido en los últimos años es que el gobierno de la ciudad ha experimentado constantemente con programas limitados financieramente. Estos deben respetar el presupuesto local e intentar, al mismo tiempo, negociar las realidades complejas de los jóvenes involucrados en delitos; individuos a los que de modo continuo se los desliza a la red de servicios ofrecidos por la administración pública, la cual sigue insistiendo en llegar a ellos y controlarlos.21

Esta realidad refleja procesos más amplios relacionados con los esfuerzos internacionales por garantizar la seguridad en el Sur global. Se trata de un espacio caracterizado por una gran segregación socioespacial y económica, economías frágiles y una clase media en pánico por la posibilidad de que sus bienes —su único baluarte— puedan ser robados, o de que ellos mismos puedan resultar heridos o asesinados por alguna confusión durante un atraco (Santillán y Varea 2014; Winton 2005). Por esta razón, la delincuencia urbana y la seguridad se han convertido en razones poderosas para promover nuevos modelos de gobernanza que combinan formas de control social “duras” y formas cada vez más “blandas” —en el sentido de ser asequibles y, por tanto, experimentales— en las ciudades del Sur global. Como siempre, el desarrollo, esta vez a nivel local, justifica que la preocupación por la seguridad y la aplicación de estas nuevas políticas públicas sean un asunto apremiante.

Hay todo un cuerpo enorme de evidencia sobre esta nueva cara de la gobernanza global basada en la conexión entre la (in)seguridad y el desarrollo, y en la importancia de actuar de manera creativa frente a este fenómeno desde la esfera local. Por ejemplo, en el contexto internacional, en el 2011 el Banco Mundial publicó su informe Violencia en la ciudad: comprender y apoyar las respuestas comunitarias ante la violencia urbana, que propone que la violencia urbana debe atacarse con urgencia combinando estrategias públicas y comunitarias de prevención del crimen en programas de desarrollo.22 Esta preocupación y la necesidad de acciones locales de desarrollo se han reflejado, en el caso de Colombia, en una transformación de todo el aparato jurídico penal durante la última década. Esta transformación ha estado encaminada a acelerar los procesos penales y a hacerlos más reactivos a las condiciones locales, redireccionando al mismo tiempo más recursos al tema de la seguridad local (Corporación Excelencia en la Justicia y Embajada Británica 2011). En el 2013, por ejemplo, la “seguridad ciudadana” se convirtió en el foco principal del gasto nacional por primera vez en la historia del país (Urna de Cristal 2013). Este compromiso presupuestal reflejó, a su vez, una expansión del tema de la “seguridad” dentro del país. En el 2011, la Alta Consejería Presidencial para la Convivencia y Seguridad Ciudadana señaló este cambio al emitir la Política Nacional de Convivencia y Seguridad Ciudadana, que tenía como objetivo alcanzar la paz en el contexto urbano (Alta Consejería Presidencial para la Convivencia y Seguridad Ciudadana 2011).

El giro hacia la ciudad como lugar para lograr la “seguridad ciudadana” en Colombia y en otros lugares ha estado acompañado de una transformación adicional muy importante. La “ciudadanía”, en lugar de la “nación”, se ha convertido en el centro de la protección gubernamental. Sin embargo, esta “ciudadanía”, o “sociedad” en el sentido de Foucault, está lejos de ser una entidad abstracta. Por el contrario, se concibe fundamentalmente como un colectivo de propietarios, preparados para contribuir al desarrollo de sus ciudades, de sus naciones y del mundo, pero paralizados por los peligros en sus calles. Esta lectura de la ciudadanía está mezclada, por supuesto, con imágenes e imaginarios de la clase media sobre por qué las ciudades son violentas, quién es violento y cómo resolver el drama de la inseguridad urbana (Santillán y Varea 2014). Para resolver esta situación, y en particular para responder a las preocupaciones que experimenta esta ciudadanía urbana, se han introducido nuevas políticas de seguridad, que combinan prácticas punitivas con programas sociales de intervención que aspiran a promover la seguridad y ese desarrollo que siempre ha sido tan elusivo en el Sur (Medan 2014; Raggio y Sabarots 2012).

Cali, como una de las ciudades más complicadas en términos de violencia urbana, ha estado en el centro de las iniciativas de Seguridad y Desarrollo promovidas por el Banco Mundial y otras organizaciones internacionales y el Gobierno colombiano (OEA 2009; CCSPJP 2017; Banco Mundial 2011). En junio del 2013, por ejemplo, el gobierno local celebró una reunión regional de alto nivel, coordinada por el Banco Mundial, en la cual alcaldes de toda Latinoamérica compartieron sus experiencias respecto a programas implementados para contrarrestar el fenómeno de la inseguridad urbana. El Banco Mundial reportó los resultados de la reunión de la siguiente manera:

Hace 20 años, Cali era uno de los frentes de guerra más peligrosos del mundo. Un grupo de narcotraficantes de esta ciudad se enfrentaba a muerte con sus enemigos de Medellín […] Esta semana Cali acoge alrededor de 450 invitados de todo el continente, que debaten sobre cómo hacer frente a los problemas de crimen y violencia que asolaron esta ciudad y que ahora afectan a toda la región, desde los suburbios de Chicago, hasta las carreteras de Centroamérica […]. Para todos [en la reunión] parece estar claro que el problema de la inseguridad ciudadana tiene muchas aristas y no se puede abordar únicamente desde el orden público. Es decir, no se resuelve únicamente con “mano dura”. (Banco Mundial 2013, n. p.)

Como podemos ver, la reunión confirmó que los enfoques tradicionales de “mano dura” para abordar el crimen se deberían complementar con estrategias más inteligentes; más adaptadas a las necesidades y a los recursos locales. Este distanciamiento de la “dureza” para abordar el crimen y para promover la seguridad habla sobre la manera en la que los discursos internacionales en torno al derecho —en particular, el imperio de la ley (en inglés, rule of law)— y su aplicación han sido modulados por imperativos desarrollistas y su enfoque más flexible hacia la administración social. Este fenómeno puede ser evidenciado en la inclusión reciente de la “justicia” como un bien medible de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (Naciones Unidas 2015).23

Sin embargo, la posibilidad de que estos nuevos enfoques de seguridad tengan éxito es muy pequeña. Una razón son las cifras macroeconómicas de países como Colombia y sus ciudades, incluida Cali. En cuanto a pobreza, desempleo y desigualdad, los números no son alentadores. Según la Cámara de Comercio de Cali (CCC), por ejemplo, los datos socioeconómicos de la ciudad mejoraron rápidamente a comienzos de la década del 2000, pero entre el 2010 y el 2016, la desigualdad y el desempleo se incrementaron casi en un 20% (CCC 2017). Entretanto, Cali continúa siendo, como se mencionó en la introducción, una de las ciudades más inseguras del planeta, según los homicidios per cápita; una cifra que The Economist recientemente convirtió en noticia mundial (“The World´s Most” 2017). La pobreza, el desempleo, la desigualdad y la inseguridad van de la mano. Al enfrentar esta realidad, la administración local ha continuado experimentando y fortaleciendo sus compromisos con la seguridad ciudadana.

Siguiendo de cerca la sugerencia del Banco Mundial de implementar enfoques más flexibles, las nuevas políticas que Cali ha implantado no se organizan en torno a la rigidez usual de la ley, sino en ejercicios de integración flexibles y efectivos en términos financieros. Este enfoque social como estrategia de seguridad ha tenido efectos concretos en la construcción de las relaciones entre el estado y la sociedad. Como veremos en la siguiente sección, ha implicado una lógica económica y política contraintuitiva: hacer más gastando menos. Al estado se lo presenta en este contexto como una entidad capaz de hacer más de lo que siempre ha hecho, pero con menos recursos. Sin embargo, esta contradicción solo se puede resolver si se delega una gran parte de la función pública a terceros o a las comunidades y los individuos que sus planes buscan beneficiar.

Esta delegación de funciones se hace mediante un sistema complejo de incentivos y mecanismos de externalización que toman la forma, por ejemplo, de filantropía social, marcos de corresponsabilidad y, como hemos sugerido, la instrucción individual.24 El efecto neto es un estado involucrado de manera profunda en la vida de la ciudad, en particular en aquellos sectores vulnerables. Sin embargo, este involucramiento proviene de funcionarios locales o de actores comunitarios, que sirven (en muchas ocasiones sin la experiencia o la formación necesaria) como puente para prestar servicios o proporcionan ellos mismos cuidado emocional. Pero, independientemente del rol crítico que ellos desempeñan, los servicios que estos actores pueden ofrecer a sus “clientes” no pueden resolver de raíz las causas de los problemas que ellos enfrentan. Para los jóvenes que se encuentran en el centro de estos programas, el estado termina siempre estando allí, en su vida, en sus vecindarios y hogares, pero con una presencia siempre marcada por un espíritu de experimentación y, lo más importante, por restricciones financieras. Las frustraciones, los “proyectos de vida” a medias y el atrincheramiento en modos de vida desafiantes son las respuestas de estos jóvenes a un estado que promete más con menos.

Un programa punitivo neodesarrollista

El programa Jóvenes sin Fronteras (en adelante, el Programa) es un buen ejemplo de las iniciativas que se han implementado en Cali para incluir a los jóvenes en riesgo de involucrarse en redes de delitos menores, o que ya lo están, e integrarlos en la vida oficial de la ciudad.25 Como mostraremos en esta sección, el Programa materializa el tipo de expansionismo, saturación y carencia de robustez que, en nuestra opinión, han acompañado la co-constitución de los “pequeños delincuentes”, un “pequeño estado” y “pequeñas leyes” en Cali en años recientes, bajo la bandera de Seguridad y Desarrollo.

Jóvenes sin Fronteras fue una de las iniciativas del alcalde Maurice Armitage durante su mandato (2016-2019). Armitage, un empresario reconocido de la región, y con una larga trayectoria de participación filantrópica en proyectos sociales, se involucró en la actividad política oficial tarde en su vida. En su plan de gobierno como alcalde de Cali, Armitage se comprometió con la promoción de un modelo de “desarrollo humano”, entendido en términos del incremento de la productividad local y la disminución del desempleo, la desigualdad, la pobreza y (lo que es clave para nuestra discusión) la inseguridad (Armitage 2016).26 En sus palabras, una de sus principales prioridades como alcalde era romper lo que él identificaba como “el círculo vicioso de la pobreza, la violencia y la desigualdad” que existe en la ciudad (Armitage 2016, 4). Para poder enfrentar el problema de la inseguridad, en particular las actividades criminales que involucran a la juventud, propuso un enfoque basado en la combinación de la modernización de la policía local con la inclusión social, económica y afectiva de esta población, a través de actores comunitarios y privados. Este enfoque hacia la seguridad local fue descrito bajo la idea de “Propuestas para una Cali Segura, Pacífica y Reconciliada” (Armitage 2016, 23-26).

Siguiendo el giro hacia la Seguridad y el Desarrollo, Armitage generó una serie de programas durante sus tres años de gobierno que combinaban las preocupaciones clásicas relacionadas con empleo, recreación, educación y cuidado con ejercicios condicionales y pedagógicos orientados a generar lo que se llamó la “reintegración socio-productiva” de los delincuentes menores (Armitage 2016, 24). El objetivo era, en el lenguaje de su plan de gobierno:

Frenar el relevo de los cabecillas delincuenciales desarticulados por jóvenes que están en la fila de espera, brindándole[s] oportunidades de reconstruir su proyecto de vida a partir de la generación legal de ingresos y el des-aprendizaje de la violencia, la sanación emocional y restauración de lazos familiares, vecinales y comunitarios. (Armitage 2016, 24)

Bajo estos parámetros, la administración local creó Jóvenes sin Fronteras, nombre que hace referencia a las “fronteras invisibles” establecidas por las bandas criminales en los vecindarios para marcar sus territorios. El Programa es administrado por Cisalva, un centro de investigación ganador de múltiples premios, dedicado al estudio de la delincuencia y violencia urbanas, y adscrito a la Universidad del Valle (la institución de educación superior más importante de la ciudad). El Programa se desarrolla, además, en asocio con el programa de Tratamiento Integral de Pandillas, que depende de la Unidad de Prevención de la Policía Metropolitana de Cali (Policía Metropolitana de Cali 2016).

Jóvenes sin Fronteras funciona con el apoyo tanto de “educadores” como de “enlaces” que viven en vecindarios identificados a partir de su perfil criminal. A través de estos educadores, que a menudo son trabajadores sociales con formación profesional, y estos enlaces, antiguos miembros de bandas o pandillas de estas áreas, la administración local buscar entrar en contacto con jóvenes vulnerables. Esto con el fin de proporcionar oportunidades condicionadas de educación, deporte y trabajo, así como ayuda psicosocial. La idea detrás de trabajar con educadores y enlaces que viven e interactúan directamente con los jóvenes de manera continua en su territorio es establecer la compenetración necesaria para poder transformar sus patrones de vida, con base en las habilidades profesionales de los educadores o en el pasado de los enlaces (entrevista con un funcionario, 19/04/2017). De acuerdo con la descripción oficial de Cisalva, esta es una estrategia de “intervención social” que permite a los jóvenes “tener un nuevo horizonte de vida”. De esta manera, “es un proyecto para poner en marcha la restitución de derechos que involucra atención psicosocial y en salud, vinculación al sistema educativo formal, oferta laboral, educación para el trabajo, ciudadanía y una variada oferta cultural y deportiva” (Cisalva 2016, 1).

Con este objetivo como marco general, lo que hacen cada educador y cada enlace diariamente es trabajar de cerca con un grupo de entre diez y veinticinco jóvenes del área donde están ubicados, supervisando su desarrollo individual y colectivo y ayudándolos al mismo tiempo a acceder a las oportunidades de educación, deporte y empleo ofrecidas por el Programa. Los educadores y enlaces también tratan de garantizar que los jóvenes bajo su supervisión estén inscritos en el sistema público de salud y que sus documentos oficiales estén en regla; por ejemplo, que tengan una tarjeta de identificación o cédula de ciudadanía, que en Colombia se requiere para todo tipo de transacciones, incluido solicitar un empleo.

Las opciones educativas ofrecidas a través del Programa están orientadas a ayudar a los jóvenes a terminar su formación primaria y secundaria, y, luego, acceder a capacitación técnica. Las alternativas deportivas están enfocadas en ayudar a aquellos con talento a ingresar a uno de los centros de entrenamiento deportivo profesional manejados por la administración local. En cuanto a oportunidades de empleo, el Programa trabaja de manera un poco diferente. Bajo el control directo de la alcaldía, la ciudad creó 1.500 empleos exclusivamente dedicados a este y otros programas relacionados con seguridad. Para acceder a uno de estos empleos, los jóvenes deben completar una capacitación básica y luego concursar por una vacante.27 Hasta ahora, estos trabajos han sido principalmente manuales (por ejemplo, trabajar en proyectos de reciclaje o de manejo de residuos sólidos, o erradicar especies invasivas como caracoles africanos y hormigas cortadoras); o de organización de las filas en las estaciones del sistema público de transporte de la ciudad (conocido como MIO). Como compensación, los jóvenes reciben un salario aproximado de 250 dólares al mes. Ofrecer trabajos reales como parte del Programa responde a un consenso emergente dentro de la administración local sobre las limitaciones de solo ofrecerles a los jóvenes “instrucciones” abstractas sobre cómo reconstruir sus vidas, así como a un mensaje claro que los mismos jóvenes le han transmitido a la administración: “lo que necesitamos es trabajo”.28

Sin embargo, las oportunidades de educación, deporte y trabajo no son el único medio para encaminar a los jóvenes hacia un nuevo estilo de vida. Como deja claro la descripción anterior, estos mecanismos para incluir a los jóvenes en la dinámica oficial de la ciudad siempre están acompañados de un apoyo psicosocial. Este apoyo toma la forma de talleres dictados por profesionales (psicólogos y consejeros) vinculados con el Programa y que usan, por ejemplo, trabajo artesanal para ayudar a los jóvenes a resolver sus brechas emocionales, en particular como resultado de la carencia de modelos positivos, de apoyo familiar o de soporte por pares. Al mismo tiempo, un enfoque psicosocial apuntala de manera más general las acciones de todos los actores que prestan servicios a los jóvenes, buscando su reconstrucción de adentro hacia afuera.

Esta combinación en el Programa de servicios condicionales con un enfoque psicosocial es personificada por el capitán Gómez, el comandante de policía responsable del esquema antipandillas y, por tanto, de violencia juvenil en la ciudad. Gómez coordina Jóvenes sin Fronteras del lado de la Policía Metropolitana. Como coordinador, está encargado de asignar, por medio de los educadores y enlaces, y tras discusiones en un comité interdepartamental de seguridad dirigido por la alcaldía, los empleos creados por la administración local para el Programa. Esta faceta del rol de Gómez como administrador de estos trabajos condicionales y todo lo relacionado con asignar, no asignar o retirar estos empleos —dependiendo del comportamiento de los jóvenes— está vinculada con su personalidad y forma de aproximarse a los jóvenes y sus comunidades. Al entrevistarlo y acompañar en salidas de campo a él y a algunos oficiales de policía bajo su mando, nos quedó claro cómo este hombre, comprometido y carismático, conocía los pormenores de la ciudad e irradiaba admiración y compasión; así, invitaba a los jóvenes a cambiar sus patrones de vida. En respuesta, los jóvenes de los vecindarios de clase obrera en Cali lo admiraban y confiaban en él, y muchos lo llamaban “papá”. Gómez, en este sentido, es un modelo de vigilancia comunitaria: recursivo, cercano a la población, conocedor de las luchas de la gente y siempre preparado para crear caminos, a fin de que las comunidades vivan dentro de los límites de la ley, independientemente de las adversidades que abundan en su diario vivir y en sus territorios. Esta combinación de factores y sentimientos marca todas las interacciones que ocurren bajo el Programa.

En el contexto descrito, los oficiales de policía, los educadores, los enlaces y los jóvenes bajo su supervisión alcanzan tal grado de cercanía dentro de los espacios creados por Jóvenes sin Fronteras que sus interacciones y conversaciones fácilmente trascienden los objetivos principales del programa, tocando muchos otros aspectos de sus vidas. Por ejemplo, todo el mundo sabe quién está involucrado en delitos menores; quién consume drogas, cuáles, cuándo y dónde; qué hacen los jóvenes en las tardes o los fines de semana; cuál es la historia familiar de estos jóvenes (a menudo, una historia de violencia intensa); quién no ha comido ese día; quién está enamorado de quién; quién tiene un problema de salud mental; quién está embarazada, ha estado embarazada, o quién ha embarazado a alguien; quién tiene una sentencia de muerte sobre su cabeza; cuáles son los sueños de cada joven; y lo que deben hacer o decir los jóvenes para obtener cosas (un almuerzo para compartir o una de esas oportunidades de educación, deporte o trabajo ofrecidas por la administración local).

Dentro de este entorno íntimo, y mediante el proceso de combinar intercambios condicionales con educación afectiva, el estado se expande y termina cubriendo, incluso saturando, la vida de los jóvenes.29 De acuerdo con la alcaldía y sus funcionarios, esta expansión —este ingreso del estado a la vida de los jóvenes— es un efecto positivo del Programa, que se evidencia en la reducción de delitos cometidos por quienes están vinculados a este. Como lo constataron funcionarios de la alcaldía, Jóvenes sin Fronteras muestra que trabajar con grupos pequeños de jóvenes y enfocarse en cambiar su dinámica colectiva y el sentido de sí mismos tienen un evidente impacto positivo. Según uno de los administradores del Programa, este enfoque “cara a cara”, acompañado de un componente psicosocial fuerte, permite a la administración comunicar otros patrones éticos a los jóvenes.30

Jóvenes sin Fronteras habla claramente del sincretismo entre los servicios condicionales y los enfoques psicosociales que empezamos a analizar en las secciones previas. El Programa opera por medio de una pluralidad de actores que prestan servicios y entregan provisiones a cambio de que los jóvenes se alejen de actividades criminales, todo acompañado de intervenciones constantes a nivel afectivo. Como acabamos de mostrar, esta última estrategia es reforzada por la estrecha proximidad y el rol positivo que asumen los enlaces, educadores y demás personas involucradas. Estos actores son concebidos y se presentan ellos mismos como modelos para los jóvenes, ofreciendo con esto una narrativa conjunta sobre los beneficios de asumir un nuevo futuro a partir de las emociones personales y aprovechando los servicios de educación, trabajo y deporte que provee la administración local.

Con intenciones holísticas y con un alcance discursivo muy amplio, esta mezcla de servicios condicionales y enfoque psicosocial funciona, sin embargo, dentro de un contexto determinado profundamente por restricciones financieras. Las diferentes personas que trabajan para el Programa lo hacen, al mismo tiempo, mediante acuerdos laborales interadministrativos, a menudo temporales y bastante tenues. Y aun cuando operan bajo asignaciones presupuestales más generosas, en comparación con épocas anteriores, los recursos a su disposición son todavía muy exiguos y a corto plazo, en relación con los problemas que deben resolver.

En una de nuestras entrevistas con un enlace, diez de los jóvenes bajo su supervisión y tres oficiales de policía que monitoreaban su trabajo, por ejemplo, se hizo evidente el grado casi increíble de intimidad y apoyo transversal tanto dentro del grupo como entre ellos, el enlace y los oficiales de policía. También era claro el respeto que el grupo tenía por “su” enlace, su relación libre de confrontación, e incluso amigable, con los oficiales de policía, y la manera en la que se regocijaban ante la posibilidad de asegurar un trabajo o de aprovechar alguna de las oportunidades educativas o deportivas a las que ahora tenían acceso. Todo esto era un logro notable, si se tiene en cuenta que este enlace y su grupo estaban ubicados y habían crecido en uno de los barrios más violentos de Cali. Estos logros los pudimos apreciar durante una entrevista en la sala de la casa del enlace: una construcción humilde, de piso destapado y paredes sin revoque y casi nada de muebles, excepto unas sillas de plástico, pero que servía todos los días como el lugar de reunión y esparcimiento de los jóvenes. El enlace y el grupo, sin embargo, habían tenido ese día problemas para conseguir algo para el almuerzo. Esto se resolvió cuando los oficiales de policía presentes decidieron comprar un pollo asado para que todos compartieran. El enlace completó el almuerzo cocinando algo de arroz que había conseguido como donación, unas semanas antes, de una organización no gubernamental.

Durante nuestra conversación con este grupo, poco a poco también se aclaró que, aunque pueden acceder a alguno de los 1.500 trabajos que la administración local había creado para los programas de seguridad, todos estos son cargos a corto plazo, insuficientes para cumplir con la demanda existente, además de que cada oportunidad es muy limitada. Como se mencionó, los trabajos consisten en labores manuales de algún tipo o en ayudar en el funcionamiento del sistema de transporte público de la ciudad.31 Muchos jóvenes involucrados en el Programa no pueden acceder a estos trabajos o renuncian a ellos rápidamente, debido a adicciones o problemas de comportamiento, y lo mismo ocurre con las opciones educativas y deportivas. Por último, aprendimos en nuestra conversación con el grupo que, si bien el Programa es muy ambicioso y mucho mejor articulado con otros programas locales, en comparación con iniciativas previas —y que en efecto ha alcanzado a jóvenes delincuentes y a aquellos que se encuentran en riesgo de caer en la criminalidad en sus propios barrios—, lo que ofrece no necesariamente se corresponde con las necesidades complejas de los jóvenes. Por ejemplo, no cubre de un modo directo la salud sexual y reproductiva o la educación sobre estos temas, ni los servicios de salud mental, ni el acceso al sistema oficial de transporte ni, lo que es más importante, cuestiones básicas como comidas diarias y vivienda. Este último problema en particular, la falta de vivienda, era tan serio que el enlace a quien entrevistamos había recibido en su propia casa a uno de los jóvenes bajo su supervisión, con el fin de protegerlo de la violencia que vivía en las calles y en la casa de su familia.

Por tanto, Jóvenes sin Fronteras incorpora varias características del giro hacia prácticas punitivas neodesarrollistas que han acompañado las discusiones sobre Seguridad y Desarrollo. El Programa funciona mediante combinaciones administrativas y obligaciones legales flexibles que tienen la capacidad de ampliar el alcance del estado y, por tanto, dar la sensación de omnipresencia. No obstante, este proceso ha implicado el desplazamiento de la lucha contra el crimen desde los tribunales y oficinas públicas hacia los espacios mismos en los que viven los delincuentes, y hacia los mismos delincuentes o potenciales delincuentes y las personas que trabajan con ellos. Este reordenamiento sutil pero significativo del mapa de seguridad ha traído la dispersión del estado y sus intereses y lógicas a todo el cuerpo social. Sin embargo, también ha generado un tipo particular de saturación de estos espacios y de la vida de las personas, en el cual la esencia del estado y sus leyes, así como las formaciones subjetivas que provienen de él, están marcadas por altas expectativas que se ven frustradas por los límites materiales que han venido a caracterizar el Sur global.

La dimensión psicosocial de este y otros Programas profundiza estos problemas. Jóvenes sin Fronteras aspira a crear “buenas personas” que conozcan el valor de estudiar para un día ser ciudadanos bien instruidos, que practican deportes para generar autoestima y orgullo colectivo, y que adoptan la disciplina del trabajo para garantizarse una estabilidad económica. El poder seductor de esta visión hace que este y programas similares sean vehículos ideales para promover el estado y sus ideas de seguridad en espacios urbanos violentos. El problema es que su alcance, en términos de lo que en realidad cubren, es limitado. Estos programas tienden a enfocarse más en diseminar la idea de que los jóvenes deben desarrollar “proyectos de vida” con el fin de tener éxito, que en prestar los servicios necesarios para cumplir esta promesa; por ejemplo, en cuanto a ofrecer oportunidades de empleo estables, vivienda adecuada o una redistribución radical del poder y la riqueza.

Esta combinación de factores reproduce jóvenes que a menudo se encuentran cada vez más frustrados, en espera de su turno para recibir el apoyo que necesitan, a fin de materializar los beneficios de vivir dentro de los límites de lo oficial. La idea de “proyectos de vida” es seductora y, como confirmamos durante nuestras entrevistas, las personas la adoptan y se aferran a ella. Sin embargo, los “proyectos de vida” generan una “proyección” del yo que es difícil de lograr. Operan, por tanto, como objetivos en movimiento: cuanto más los individuos se comprometen con ellos, más frustrados están. El resultado son jóvenes familiarizados con el lenguaje de estos programas y las aspiraciones ofrecidas por estos, pero que se atrincheran en lo que ya está disponible para ellos. Pensemos, por ejemplo, en una estética mafiosa y modales desafiantes que se materializan, como lo observamos en nuestras entrevistas, en orejas con varias perforaciones, piezas grandes de joyería, cejas decoloradas o cabello teñido de colores vivos; este último como signo de que todavía están “en la guerra”, es decir, participan en la violencia entre pandillas. Estas elecciones en cuanto a moda, y esta atención excesiva al cuerpo y a “la percha” —es decir, a su vestimenta—, ofrecen a estos jóvenes, al igual que en muchas subculturas juveniles contemporáneas, un grado de control sobre sí mismos y una conexión con sus pares y con la ciudad que las narrativas oficiales y otros objetivos definidos de manera más formal no pueden lograr (Sweetman 2001). Por tanto, estos jóvenes son individuos que, si bien están “incluidos” dentro del circuito de discursos oficiales, siguen existiendo en un espacio liminar entre las promesas de lo que “debería” resultar de su inclusión y la violencia que continúa marcando su vida. Ellos son construcciones endebles caracterizadas por una pequeñez, que hablan de un estado precario, con leyes intrascendentes, que promete, pero no cumple. Individuos que siguen siendo vulnerables; personas cuyo abandono ahora se maneja mediante una matriz bien intencionada, pero nunca suficiente, de servicios y discursos relacionados con la “seguridad” y el “desarrollo” de la ciudad.

La problemática de las periferias: hacia una conclusión

La precariedad característica de los jóvenes que acabamos de describir también la comparten los educadores y los enlaces que trabajan para el Programa, los cuales tienden a ser empleados, como ya lo dijimos, a través de contratos temporales e inestables con la ciudad y sus socios. Estos contratos de prestación de servicios implican una relación laboral que empieza y termina dentro de un periodo de tiempo definido y que no involucra ningún otro costo para la administración local, excepto aquellos establecidos de manera explícita. Sin embargo, este no es el único aspecto de su relación con la ciudad y el estado que hace que su situación sea precaria. Como representantes de la administración de la ciudad y del estado, y como testigos directos de las limitaciones del Programa que ayudan a implementar, los educadores y enlaces también sufren continuamente, junto con los jóvenes que se encuentran bajo su supervisión.

Durante nuestras observaciones y entrevistas, a menudo vimos a los enlaces y educadores, así como a los funcionarios y actores privados involucrados en la implementación de programas similares, romper en llanto cuando describían la brecha entre las necesidades de los jóvenes y lo que el estado promete —pero no cumple—.32 En este acto de llorar, y en sus relaciones laborales difusas con la administración local y el estado en general, los educadores y enlaces evidencian aún más ese tipo particular de pequeñez —de insignificancia y marginalidad— que se ha convertido en una característica de ese mundo desatado en Cali por el discurso de Seguridad y Desarrollo. Sus lágrimas y su precariedad laboral, al igual que los peinados, las joyas y otros artículos de moda de los jóvenes con los que ellos trabajan, también denuncian un mundo en el que el estado, sus leyes y sus individuos no se pueden definir mediante la lógica de la modernidad europea, la rigidez gubernamental, ni una racionalidad sin emociones. Lo que tenemos en su lugar, en este escenario del Sur global, es un mundo en el cual el estado, sus leyes y sus individuos son definidos por formas parciales de abandono, vestimentas o accesorios desafiantes, y lágrimas que corren por los rostros de los burócratas. Es importante resaltar que esta “fragilidad” que podemos ver aquí acompañando al estado no es una anomalía y no es externa al estado mismo, como el Banco Mundial, por ejemplo, sugiere en el Informe sobre el Desarrollo Mundial de 2011 que discutimos en la introducción. Por el contrario, esta fragilidad, intrascendencia o pequeñez —como la llamamos aquí— forma parte de la esencia misma del estado en el Sur global: una unidad que se ha ajustado estructuralmente de una manera en la cual las soluciones de segunda categoría se han convertido en su esencia y ethos operativo.

Nuestra lectura de Jóvenes sin Fronteras y, en general, del discurso de Seguridad y Desarrollo contradice, así, las teorías tradicionales eurocéntricas sobre la formación y el funcionamiento del estado. De acuerdo con estas teorías, los estados deben tener ciertas características, con el fin de confirmar su existencia y presencia en todo su territorio y entre la población; deben controlar la violencia, centralizar los aparatos gubernamentales, prestar servicios y construir estructuras institucionales y humanas duraderas (Weber 1978; Tilly 1990). Estos, en efecto, son objetivos presentes en las agendas internacionales dirigidas al Sur global, las cuales son adoptadas constantemente por sus gobiernos. Tanto es así que el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) ideó un nombre para la aspiración de lograr que el estado esté constante y uniformemente presente en todo su territorio y población: la búsqueda de “densidad estatal” (PNUD 2005 y 2009). De acuerdo con el PNUD, este concepto puede ayudar a quienes formulan políticas nacionales e internacionales a definir si los “estados” están o no presentes en toda su geografía y sus sociedades, y si los gobiernos están haciendo un buen trabajo o no al respecto. La suposición normativa que apuntala esta iniciativa y otras similares es que, a mayor presencia del estado, este tiene mayor legitimidad y fomenta más la “seguridad” y el “desarrollo”. Sin embargo, de acuerdo con el análisis que acá presentamos, incluso cuando el estado se hace presente en el Sur, incluso si se expande y llega a saturar la vida de sus individuos y territorios con la mejor de las intenciones, termina siendo una realidad frágil y de bajo calibre.

Nuestro análisis cuestiona, así, los supuestos weberianos sobre el estado, concebido como una estructura sólida y racional, organizado de acuerdo a una lógica universal clara, comprensiva e infalible. En el contexto de operación del discurso de Seguridad y Desarrollo en Cali hoy en día, sin embargo, el estado busca a jóvenes vulnerables y a delincuentes menores con el fin de incluirlos; pero, una vez “incluidos”, sus expectativas y necesidades siguen sin ser escuchadas, o, lo que es peor, se descubre que es imposible satisfacerlas. En respuesta, estos pequeños delincuentes y quienes se encuentran en riesgo de caer en redes criminales se atrincheran en maniobras afectivas vinculadas con el consumo y con narrativas criminales que ya están a su disposición. Se aferran a esa individualidad que, como la aproximación psicosocial ha confirmado, es su espacio vital; quizás lo único que tienen. Destruidos emocionalmente por las realidades de los jóvenes con los que trabajan, empleados de manera precaria por instituciones públicas y privadas, y siempre bajo la escasez de recursos para implementar los programas a su cargo, los representantes directos del estado que acompañan a estos jóvenes lloran de desesperación como respuesta a un conjunto de realidades estructurales que no pueden desafiar ni cambiar. En todos estos actos, los jóvenes, los educadores y los enlaces encarnan un estado que se expande y satura, pero que sigue siendo frágil.

Este regreso a los afectos y las emociones individuales es importante, si tenemos en cuenta el tipo de servicios prestados por los programas de Seguridad y Desarrollo. Estos servicios siempre tienen un elemento —a menudo fundamental— enfocado en apoyo y servicios emocionales: es importante escuchar, entender, amar y apoyar la visualización de los jóvenes de sus “proyectos de vida” para superar la inseguridad en la ciudad y promover el desarrollo. De esta manera, la racionalidad de la acción pública se orienta hacia cuestiones afectivas, sin prestar suficiente atención a procesos sociales más amplios. En esta coyuntura, como Parker ha argumentado, la cuestión de “la superación personal toma el lugar de la transformación social, y la psicologización de la vida social […] termina alentando a las personas a pensar que el único cambio que pueden realizar es en su forma de vestir y presentarse ante los demás” (2007, 2).

Por estas razones, el estado que nace en este contexto no es una entidad racional, interesada únicamente en resolver problemas y conseguir logros. Por el contrario, es una caja de resonancia afectiva, la cual es restringida por la lógica del mercado, y, por lo tanto, es incapaz de asegurar formas de afiliación política a largo plazo (Chatterjee 2004). La banalización de la política que ocurre en este contexto omite la densidad y cohesión requeridas para la transformación social, y los servicios y provisiones que solían conectar a las personas con el estado (Marshall 1992). La insignificancia, la marginalidad y la fragilidad no crean un terreno adecuado para construir el presente ni otros posibles futuros. A medida que estos sufrimientos se expanden hacia el (Sur del) Norte y la desigualdad global golpea aun con mayor fuerza en el (Sur del) Sur, esta marginalidad y fragilidad se han convertido en problemáticas centrales en las periferias del mundo.

Es por esto mismo que las oportunidades laborales, como las ofrecidas por el programa Jóvenes sin Fronteras, son muy importantes. Son una forma de reconectar a las personas con el “mundo”, para cambiar su vida de manera fundamental. Sin embargo, tristemente, los trabajos ofrecidos por Jóvenes sin Fronteras no son solo limitados y dependen de la existencia de estos programas, sino que además el trabajo como tal está desapareciendo a una tasa sorprendente (Ferguson 2015). Por otro lado, la atención afectiva es una estrategia inteligente en términos financieros y desempeña una función importante para asegurar que los jóvenes aprendan a valorarse. También ayuda a quienes trabajan con ellos —por ejemplo, a los educadores y enlaces— a establecer la compenetración necesaria para entrar en contacto con los jóvenes. Sin embargo, de ciertas maneras también despolitiza a todos estos actores. Los jóvenes con quienes hablamos en Cali, en particular aquellos que siguen aguardando una de las oportunidades laborales de Jóvenes sin Fronteras, pasan los días a la espera de que el estado finalmente les ofrezca soluciones reales a sus necesidades. Pasan el tiempo en las esquinas de sus barrios, desconectados en las instalaciones deportivas, aburridos en las sesiones de entrenamiento, quizás todavía involucrados en actividades criminales o pensando en hacerlo. El pequeño delincuente y los jóvenes en riesgo de caer en círculos criminales involucrados en los programas de Seguridad y Desarrollo se pueden ver, en este sentido, como pos-ciudadanos de cierto tipo: individuos que hay que cuidar, pero cuyas necesidades no se pueden tener en cuenta plenamente (Lefranc 2017, 140-144). Entre tanto, los educadores y enlaces sufren por la situación de los jóvenes bajo su supervisión, y los habitantes de la ciudad continúan en pánico por la inseguridad constante. Todo esto ocurre, por supuesto, a medida que la vida se securitiza de manera más intensa a través de los recursos que las compañías, los ciudadanos y la administración local continúan invirtiendo en nuevas tecnologías de vigilancia, y en salarios e infraestructura policial. En esta compleja interacción entre pequeños individuos, el pequeño estado y sus pequeñas leyes, la vulnerabilidad se maneja de forma tal que el abandono se vuelve sostenible.

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Notes

[2] Todos los textos publicados originalmente en inglés fueron traducidos por los autores.

[3] Para profundizar sobre la convergencia entre seguridad y desarrollo, véase Duffield (2014).

[4] En este artículo usamos la palabra estado en minúsculas. Este cambio, pese a que va en contravía de las normas de la Real Academia de la Lengua, marca una postura teórica determinada que pretende desmitificar los estudios sobre esta categoría en las ciencias sociales. Véase, al respecto, Abrams (1988).

[5] Nuestro enfoque en este artículo se basa en un rico y diverso cuerpo de literatura sobre la antropología del estado, la ley y el orden global, que ahora se intersectan con la cuestión de la seguridad. Véanse, por ejemplo, Goldstein (2010), Pottage y Mundy (2004), Sharma y Gupta (2006).

[6] Sobre el carácter limitado de las políticas asociadas con Seguridad y Desarrollo, véase especialmente Chandler (2007 y 2015).

[7] El Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal (CCSPJP) es una organización no gubernamental, creada en México en el 2002, dedicada al monitoreo del conflicto en el mundo.

[8] Estos incluyen el Festival Mundial de Salsa, el Festival de Música Petronio Álvarez y Ajazzgo, entre muchos otros.

[9] Existen muchos estudios sobre la asociación entre seguridad y violencia juvenil en Latinoamérica. Véanse, en el caso de Argentina, Medan (2012 y 2014) y Raggio y Sabarots (2012), y en el caso de Brasil, Cough y Franch (2006) y Ursin (2012).

[10] De acuerdo con el Observatorio del Bienestar de la Niñez del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF 2012), el porcentaje de jóvenes que ingresan al sistema penal se ha incrementado en una tasa anual del 10% desde 2010. Se han promulgado varias leyes y políticas públicas en respuesta a esta situación, incluidos el Documento CONPES 173 (2014) y la Ley 1622 (2013). Estas leyes definen como “joven” a cualquier persona entre los 14 y 28 años de edad.

[11] De acuerdo con la Política Nacional de Seguridad Ciudadana y Convivencia, la seguridad ciudadana se entiende como “la protección universal a los ciudadanos frente a aquellos delitos y contravenciones que afecten su dignidad, su seguridad personal y la de sus bienes, y frente al temor a la inseguridad. La convivencia, por su parte, comprende la promoción del apego y la adhesión de los ciudadanos a una cultura ciudadana basada en el respeto a la ley, a los demás y a unas normas básicas de comportamiento y de convivencia social” (DNP 2011, 1).

[12] El gasto de seguridad en Cali ha descendido del 60% al 20% del presupuesto local en los últimos veinte años. Uno de nuestros informantes nos explicó este cambio de la siguiente manera: “En los noventas todo se gastaba en la ‘tomba’ [la ‘policía’]” (entrevista con un funcionario, alcaldía, 09/03/2018).

[13] En diciembre del 2017, Cali tenía 6.500 oficiales de policía. Con un presupuesto anual cercano a los 3 mil millones de pesos colombianos (mil millones de dólares), la ciudad invierte en su fuerza policial 21.000 millones de pesos (7,3 millones de dólares). Si bien son mucho más pequeños en términos de inversión, los programas de apoyo a los jóvenes que analizamos aquí empezaron a recibir recursos significativos en los últimos años. En el 2017, recibieron 5.000 millones de pesos (más de 1,7 millones de dólares); esta suma se redujo en un 30% en el 2018 (entrevista con un funcionario, alcaldía, 09/03/2018).

[14] Sobre el tema del clamor por la “seguridad” por parte de adinerados y pobres, y la relación de este fenómeno con el giro neoliberal más amplio en el Sur y el surgimiento de un nuevo “derecho a la seguridad”, véase especialmente Goldstein (2011). Sobre el tema de garantizar las relaciones sociales, véase Neocleous (2014).

[15] La literatura sobre las dificultades de promulgar modelos alternativos de desarrollo y de poner en práctica programas significativos de inclusión social es amplia. Tres contribuciones que delinean los contornos de este problema y sus efectos tanto en el Norte como en el Sur, especialmente en términos de los límites estructurales impuestos a las periferias del mundo, los patrones de crecimiento del desempleo y el crecimiento de la desigualdad material, son las de Fischer (2015), Li (2013) y Johnson (2015).

[16] Sobre los supuestos y objetivos de los enfoques psicosociales, véase Frosh (2003).

[17] Estas críticas a la individualización y subjetivación se remontan a Foucault, a través de la dada a su trabajo por Rose (1989) y Beck (1992). Sobre el giro hacia la individualización, la subjetivación y las soluciones y los enfoques basados en el comportamiento, véanse Parker (2007) y Madsen (2014). Respecto al contexto del desarrollo, véase especialmente Klein (2017).

[18] Con respecto al estado como relación social, véase, por ejemplo, Jessop (2016).

[19] Véase Focas y Rincón (2016).

[20] Sobre el cambio de la agenda de seguridad del nivel nacional al urbano, véase Pontes Nogueira (2017).

[21] Para entender el experimentalismo y el nuevo estado desarrollista, en particular para el caso de Latinoamérica, véanse Alviar (2013), Trubek (2013) y Eslava (2019).

[22] Un documento clave que precede a este informe es Youth Violence in Latin America and the Caribbean: Costs, Causes, and Interventions, publicado en 1999 por el Banco Mundial (Moser y Van Bronkhorst 1999). Véanse, también, Chioda (2017) y Banco Mundial (2005 y 2014).

[23] Acerca del imperio de la ley (rule of law) y el desarrollo, véanse Kennedy (2006) y Trubek (2006).

[24] Para un análisis sobre la corresponsabilidad público-privada en programas de seguridad, y el vínculo entre desarrollo y ejercicios psicológicos/psicosociales, véanse Akhtar (2015), Haapasalo (2000), Siennick (2011) y Tufró (2010).

[25] Revisamos siete programas en profundidad y decidimos enfocarnos en Jóvenes sin Fronteras porque muestra, con nitidez, algunas de las características clave de las iniciativas de Seguridad y Desarrollo respecto a los jóvenes. La abundancia de estos programas se puede tomar como una evidencia más en favor de nuestro argumento.

[26] El plan de gobierno de Armitage se convirtió en el Plan de Desarrollo Local de Cali (Cali Progresa Contigo – Acuerdo 0396/2016).

[27] El grupo al que Jóvenes sin Fronteras quiere alcanzar son jóvenes entre 12 y 28 años de edad. Cuando los beneficiarios tienen menos de 16 años, la administración local permite que un miembro de su familia tome las opciones de empleo ofrecidas a través del Programa.

[28] Beneficiario del programa 1, 30/05/2017.

[29] Entrevista con un funcionario, alcaldía, 09/03/2018.

[30] Entrevista con un funcionario, 19/04/2017.

[31] Entrevista con un funcionario, alcaldía, 09/03/2018.

[32] Diario de campo, 18/05/2017.