Introducción
En los últimos años, en diferentes regiones metropolitanas de Argentina —entre las que se destaca Buenos Aires—, la venta ambulante ha venido siendo objeto creciente de políticas de expulsión y represión directa que, combinadas con iniciativas de privatización del espacio público, intensificaron prácticas de control de larga data sobre esta actividad definida desde el Estado como “informal” e “ilegal”. Este proceso, que podemos caracterizar como “global”, en la medida en que tiene correlato en otros países no sólo de la región sino del mundo,1 ha dado lugar, en el escenario local, al desarrollo de una serie de experiencias de agremiación y organización sindical que buscan lograr el reconocimiento de quienes realizan esta actividad como trabajadores, que incluyen la producción de formas de protección, bienestares y derechos colectivos. Tal es el caso de la Cooperativa Vendedores Unidos del Tren San Martín (en adelante, “la cooperativa”), conformada por quienes comercializan productos variados en una línea de ferrocarril interurbana que conecta la ciudad de Buenos Aires con la zona noroeste del conurbano.2 La cooperativa inició su proceso de formación en el 2015 y hace parte de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), una organización gremial conformada recientemente en Argentina con el objetivo de representar sindicalmente a los trabajadores de la “economía popular”. 3
El proceso de formación de la CTEP debe entenderse a la luz de las transformaciones sociales, económicas y políticas que sucedieron en Argentina en las últimas décadas, y su impacto en la recomposición de la clase trabajadora. De manera sintética, los indicadores sociales y laborales fuertemente deteriorados desde la década de 1970 lograron una significativa recuperación entre 2003 y 2015 como resultado de la implementación de una serie de políticas de promoción del mercado interno, reactivación industrial y redistribución del ingreso.4 Sin embargo, un porcentaje significativo de la clase trabajadora, lejos de ser reabsorbido por el mercado de trabajo a través de un empleo asalariado, pasó a engrosar las filas del denominado sector “informal” de la economía, se insertó en circuitos de tercerización accediendo a empleos precarios, o bien pasó a integrar cooperativas de trabajo impulsadas desde el Estado5 (Beccaria y Groisman 2008; Neffa, Oliveri y Persia 2010; Bertranou y Casanova 2013; Arcidiácono, Kalpschtrej y Bermúdez 2013; Muñoz 2018). La CTEP se conformó en este contexto con el propósito de representar a los trabajadores de la “economía popular”, y, para ello, demandó del Estado su reconocimiento como entidad sindical. Desde entonces, la organización ha tenido un desarrollo significativo y ha alcanzado un protagonismo creciente a partir de la asunción al gobierno de la alianza Cambiemos, que reorientó la política económica y puso en marcha un drástico programa de ajuste que redundó en un notable deterioro de las condiciones de vida de la población que la CTEP representa.6
De manera sintética, la CTEP conceptualiza la economía popular como un sector de la clase trabajadora que, habiendo quedado fuera del mercado de trabajo, tuvo que “reinventarse el trabajo para sobrevivir”, y, lejos de constituir “otra economía”, forma parte de la economía global de mercado, con la que tiene múltiples puntos de conexión. Desde esta conceptualización, la CTEP reúne a una población muy heterogénea, conformada por lo que Michael Denning (2011) ha denominado “vidas sin salario”, y que de forma habitual es definida como “informal”, “precaria” “externalizada” o “de subsistencia”. En consecuencia, “economía popular” define una categoría política reivindicativa que implica procesar colectivamente una amplia diversidad de trayectorias, experiencias, actividades y formas organizativas (Fernández Álvarez 2018). Estas incluyen tanto cooperativas formadas a partir de programas estatales como otras que se derivan de procesos inicialmente autogestionarios, como es el caso de las empresas recuperadas por sus trabajadores y trabajadoras; las experiencias de organización de recuperadores urbanos de residuos, conocidos en Argentina como “cartoneros”; o las obreras y los obreros textiles subcontratados. La categoría “economía popular” incorpora también a artesanos, feriantes, cuidacoches, y aquellos que se definen como “buscas”, una categoría de autoadscripción que utilizan frecuentemente las y los vendedores ambulantes, y que señala la capacidad de arreglárselas para “ganarse la vida”.7
Esta última noción ha sido recuperada en estudios antropológicos recientes que proponen repensar la naturaleza de la vida económica tomando distancia de modelos abstractos desligados de la realidad cotidiana (Narotzky y Besnier 2014; De L’Estoile 2014). Para ello, sugieren situar en el centro del análisis las múltiples y complejas formas en que las personas buscan “producir vidas que valen la pena ser vividas para sí mismas y las generaciones futuras” (Narotzky y Besnier 2014, 5). Con este objetivo, nos invitan a (re)conceptualizar la economía como todos aquellos procesos que permiten “ganarse la vida”, en un sentido amplio del término. Esto implica incluir modalidades de aprovisionamiento o cuidado comúnmente consideradas “no económicas”, “marginales” o incluso “improductivas”, que contribuyen a garantizar la reproducción social e involucran sistemas colectivos para sostener la vida. En esta dirección, algunos autores indican que para conjuntos amplios de poblaciones definidos como “pobres” o “sectores populares”, lejos de constituir una discontinuidad con un pasado estable y protegido, estos modos de ganarse la vida han sido una condición estructural que modela formas de vida, incluidos expectativas y visiones o proyectos de futuro (De l’Estoile 2014).
Inspirándome en esta perspectiva, en este artículo analizo el proceso de organización desarrollado por las y los vendedores del Tren San Martín, en cuanto proceso de experimentación política de producción de lo común. Mi análisis se basa en el trabajo de campo antropológico que desde el 2015 he llevado adelante, en el marco de una investigación más amplia orientada a analizar las prácticas que los denominados “sectores populares” desarrollan para atender a la producción y reproducción de la vida desde experiencias variadas de precariedad. Esta investigación parte de una perspectiva etnográfica como modo de producción de conocimiento que se sostiene en la experiencia social compartida en el campo, lo que nos permite comprender el mundo social que estudiamos a la luz de las preocupaciones, sensaciones e interpretaciones que de él tienen nuestros interlocutores (Rockwell 2009; Guber 2014). Esto implica entender el trabajo de campo como una instancia de producción de conocimiento —más que como espacio de recolección de datos—, a partir de las situaciones vividas con otros (Ingold 2014), donde se participa experiencialmente en el discurrir de la vida social (Goldman 2006) y se focaliza en el carácter vivencial (Quirós 2014). En consecuencia, se promueve una mirada atenta no sólo a la palabra sino sobre todo a la comunicación no verbal y no intencional, a la percepción, a la sensación, al juicio y al afecto (Favret-Saada 1990; Goldman 2006). Esto implica no sólo observar sino participar en las situaciones sociales que estudiamos, transformando la propia experiencia de investigación en un hecho etnográfico, es decir, en un dato construido. A partir de este enfoque, esta investigación sigue una perspectiva colaborativa, esto es, parte de una modalidad de producción de conocimiento en la cual el espacio del trabajo de campo se considera como una instancia de producción teórica conjunta (Rappaport 2007), de larga data en la antropología, de manera específica, en América Latina (Jimeno 2008).8
En este artículo analizo cómo para las vendedoras y los vendedores del Tren San Martín, la producción de “vidas que valen la pena ser vividas” para sí mismos y para las generaciones futuras incluye la creación de espacios de agremiación u organización sindical que tensionan y redefinen fronteras establecidas (tanto desde ámbitos académicos como estatales, técnicos, militantes, etcétera) entre trabajadores asalariados/no asalariados, formales/informales, pobres/obreros, así como también entre movimientos sociales/sindicatos. Sostengo que este proceso organizativo pone en marcha un trabajo de experimentación política y producción de lo común que cobra forma a partir de la creación de “códigos de vida”, esto es, un conjunto de reglas y prácticas colectivas de cuidado elaboradas por las y los vendedores para hacer frente a situaciones de violencia sistemática por parte de fuerzas de seguridad y funcionarios públicos (decomisos, persecuciones, detenciones), a los que han estado expuestos a lo largo de décadas. Valiéndome de los debates actuales en antropología en torno al parentesco, propongo pensar la producción de estos códigos de vida como resultado de la creación de vínculos familiares forjados por “el fierro” —como denominan mis interlocutores al tren— y a través de este. A partir de este análisis exploro la relación entre vínculos de parentesco, familia, corporalidad y afectos en la producción de lo común.
Lo común se enmarca aquí en una reflexión creciente relativa a “los modos de resistencia más diversos al sometimiento de la sociedad, la subjetividad y lo vivo por el capital” y se constituye como un principio político (Laval y Dardot 2015, 155). Antes que a determinados bienes o recursos —sean estos de carácter material o inmaterial—, lo común refiere aquí a una lógica relacional y a un conjunto de prácticas de sostenibilidad de la vida (Caffentzis y Federici 2015; Gutiérrez Aguilar 2017).9 Así, más que pensar lo común como algo dado, este artículo busca contribuir a una perspectiva que se interesa por su producción y se enfoca en las prácticas y relaciones cotidianas que le dan forma (Casas-Cortés, Cobarrubias y Pickles 2014; Caffentzis y Federici 2015; Gago y Mezzadra 2015; Gutiérrez Aguilar 2017; Harvey 2012; Kalb 2014; Susser 2016 y 2017). En diálogo con esta literatura, destaco el modo en que esta producción de lo común incluye formas de protección y derechos (Narotzky 2016), pero también cuerpos, deseos, afectos (Quintana en prensa) y formas de vida, que me propongo desarrollar en este artículo. En efecto, en el caso que analizo, la producción de lo común implica un proceso de apropiación colectiva de espacios y recursos que en las últimas décadas han formado parte de procesos crecientes de privatización (transportes públicos, plazas, calles), y, a la vez, la producción de formas colectivas de cuidado que incluyen la posibilidad de mantener una forma de vida que se transmite a través de generaciones (ganarse la vida como siempre lo hicieron) y la conquista de una serie de derechos colectivos y formas de bienestar asociados al trabajo asalariado, que en Argentina sentaron las bases de la “ciudadanía social” (James 1990), tales como seguro médico, vacaciones pagas, aguinaldo, licencias por enfermedad, y otros de los que han sido históricamente desposeídos.
Con este objetivo, en la primera parte, reconstruyo la centralidad que el proceso de organización de la cooperativa cobra en las relaciones de parentesco y familia teniendo en cuenta vínculos creados por “el fierro” y a través de este. En la segunda parte, analizo el modo en que estos vínculos se proyectan a lo largo de generaciones dando lugar a un trabajo de experimentación política que se sostiene en la posibilidad de proyectar una vida que vale la pena ser vivida para sí mismos y para las generaciones futuras. A partir de este análisis, reflexiono sobre la potencialidad de una perspectiva heurística de lo común que atiende a aquellos procesos de experimentación política que se nos presentan como ambiguos, contradictorios, impuros e imparciales.
“El fierro" como substancia del parentesco
En septiembre de 2017 recibí en mi celular un mensaje de Silvia, vendedora del tren desde los siete años de edad y referente de la cooperativa, en el que, rodeado de emoticones de sonrisas con corazones, banderines con papel picado y brazos torcidos en expresión de triunfo, me transmitía la buena nueva: después de meses de trámites que habían requerido colaboraciones varias —incluida la mía—, el Instituto Nacional de Economía Social (INAES), entidad que regula las cooperativas y mutuales en Argentina, había otorgado la personería jurídica a la cooperativa que habían conformado a finales del 2015.
La colección de caritas felices y demás emoticones—que, por supuesto, respondí con aplausos acompañados de un texto de felicitación— sintetizaba la importancia que tenía este paso tanto para ella como para sus compañeros y compañeras. Contar con este instrumento jurídico era, desde su óptica, una herramienta fundamental para “seguir organizándose” y “lograr su reconocimiento como vendedores de toda la vida”, en un contexto en el que la venta ambulante ha venido siendo objeto, de manera sistemática y creciente, de la intervención del Estado. Como desarrollé en otro texto (Fernández Álvarez 2018), esta cuestión es en especial relevante en el Área Metropolitana de Buenos Aires —aunque también se repite con intensidad variable en diferentes regiones del país—, donde se ha venido desarrollado un proceso creciente de transformación del espacio urbano que afecta particularmente a las y los vendedores ambulantes.10 En este contexto, en los últimos años el gobierno local ha venido implementando una política que define como de “ordenamiento del espacio público”, sintetizada en la idea de “limpieza” (Pacecca, Canelo y Belcic 2017).11 Esta política exacerbó una práctica previa de control policial de la venta ambulante, sobre la que el Estado ha ejercido un modo de gestión que la antropóloga María Pita (2012) denomina, siguiendo a Michel Foucault, “ilegalismos tolerados”, es decir, una administración discrecional que incluye prácticas variadas como multas, detenciones y decomisos, a los que las vendedoras y los vendedores se han tenido que someter desde hace décadas. “Armar la cooperativa” e integrar la CTEP son, en efecto, formas de protegerse frente a posibles acciones de este tipo y frente a desalojos que les pudieran impedir continuar vendiendo en el tren, tal como ha sucedido con otros “buscas” que comercializaban productos en la vía pública,12 y como ha sido parte de sus experiencias en el pasado reciente.
Sin embargo, aun cuando la cooperativa se constituyó formalmente como agrupación en 2014 e inició los trámites para adquirir la personería jurídica un año después, las y los vendedores del tren han tenido, desde hace décadas, una organización bastante estructurada sobre la base de lo que denominan “códigos de vida”. Estos códigos conforman un conjunto de reglas que organizan tanto el espacio como los ritmos, dinámicas y relaciones en el tren. Preceden el proceso de formalización, y desde la creación de la cooperativa tomaron la forma de una regulación escrita que refuerza su existencia y alcance.13 Se trata, en efecto, de un lenguaje social asumido y compartido colectivamente, en el que tienen centralidad las relaciones de parentesco. Son estos vínculos los que organizan desde la posibilidad misma de trabajar hasta la forma de utilizar el espacio y desarrollar la actividad (los productos vendidos o los trayectos que se realizan), así como la circulación de saberes respecto a la venta en sí misma (el aprendizaje de las mejores horas para salir a vender, dónde comprar y guardar la mercadería, la forma de vincularse con los guardas y fuerzas de seguridad, etcétera).
Así, para “entrar” a trabajar en el tren hay que ser hijo o hija de un vendedor o una vendedora. La venta en el tren es, de hecho, una actividad que “se hereda” —incluido el producto que puede ser comercializado—, a tal punto, que un vendedor o vendedora suele transmitir la tranquilidad que siente de saber que sus hijos e hijas tienen asegurado en el futuro, al menos, esta posibilidad de “ganarse la vida”. En mi trabajo de campo ha sido frecuente que en el encuentro con un vendedor o vendedora a quien no conocía, este me fuera presentado como “el hijo o la hija de”, “el hermano o hermana de” o “el nieto o la nieta de”, e, incluso, que en una reunión me fuera señalada esta cadena de filiaciones indicándome las generaciones allí presentes. Vale como ilustración reparar en los apodos utilizados para llamarse entre ellas y ellos, en los que se sigue una cadena de diminutivos que se desprenden de aquel destinado a sus parientes mayores.14 Estos apodos provienen generalmente de los productos con los que se iniciaron como “buscas”, como por ejemplo, “Lima”, para nombrar a un vendedor que comercializaba limas de uñas. A su ingreso, su hermano menor fue llamado “Limita”.
La centralidad que adquieren los vínculos de parentesco se proyecta en la forma en que la idea familia es utilizada para hablar en un sentido amplio de las relaciones que se tejen entre las vendedoras y los vendedores del tren San Martín. “Nosotros somos una familia”, es lo que suelen enfatizar al hablar de sí mismos. Esta afirmación tiene la intención de remarcar las relaciones de parentesco a las que hice referencia antes, y a la vez, “los códigos de vida” que fueron creando para hacer frente a las situaciones de violencia sistemática desarrollando, de ese modo, prácticas de cuidado colectivas que incluyeron la conformación de la cooperativa en sí misma. Así, tener una bandera propia, portar una remera con el logo de la organización y de la CTEP, llevar consigo una identificación, etcétera, constituyen prácticas de cuidado que los protegen frente a situaciones potenciales de violencia. Al mismo tiempo, configuran un clivaje desde donde demandar ser reconocidos por la empresa ferroviaria como trabajadores y trabajadoras que desarrollan un servicio15 y desde donde producir formas de bienestar como la realización de festejos y entregas de regalos en fechas especiales como el Día del Niño, o el reparto de cajas navideñas para las familias de la cooperativa. En los últimos años, estas formas de bienestar se han visto fortalecidas con la integración de dinámicas más amplias de construcción gremial como parte de la CTEP, a través del acceso al Monotributo Social, que les permite contar con un seguro médico mediante la Mutual Senderos, o, más recientemente, el Salario Social Complementario.16
Así, la idea de familia a la que hacen referencia mis interlocutores abarca y sobrepasa vínculos “biológicos” para incluir relaciones de amistad y convivencia forjadas en el tren, y que cobran inteligibilidad a la luz de la idea de “mutualidad del ser”, en los términos propuestos por Marshall Sahlins (2011). Esta noción fue propuesta por el antropólogo estadounidense para destacar el carácter social de las relaciones de parentesco en términos de vínculos transpersonales, como formas de participación mutua en la vida de otros, resaltando que los parientes son, antes que nada, personas que se pertenecen entre sí, que parten uno del otro, y cuyas vidas están ligadas de manera interdependiente. Esta idea ha sido muy fértil para analizar otros procesos de organización de trabajadores en Argentina, como es el caso de los sindicados estatales, para mostrar cómo estas organizaciones se conforman como comunidades políticas (Lazar 2017). En la misma línea, otros trabajos (Wolanski 2015) señalaron la centralidad que cobran los vínculos de parentesco y la noción familia, en el marco de procesos de organizaciones político-gremiales y en la modelación de procesos de lucha, demanda y organización colectivas.17
Ahora bien, en función de comprender cómo operan los vínculos de parentesco y familia en el proceso, es sumamente iluminador detenernos en la manera en que, en diálogo con la noción mutualidad del ser, Janet Carsten (2014) introduce la idea substancia para pensar las relaciones de parentesco. La autora afirma que el término “substance” (en inglés) es productivo para analizar las relaciones de parentesco, en la medida en que esta categoría tiene múltiples significados, dando así flexibilidad a las definiciones antropológicas para destacar la importancia de los procesos corporales en la comprensión de estos vínculos (Carsten 2014, 107). Substancia, siguiendo a la autora, supone flujo e intercambio, y, a la vez, “esencia y contenido”, como “cosas corporales” (sangre, gametos, leche materna, etcétera), pero también otro tipo de “cosas” como la comida, la tierra, las casas, las fotos, las genealogías o los documentos, a los que suman otras substancias menos materiales, como por ejemplo, los espíritus que indican la presencia de parientes. Así, según Janet Carsten, el término substancia integra la ambigüedad que envuelve la noción parentesco.
Esta reflexión se enmarca en una línea más amplia de debate en antropología desarrollada por los denominados “nuevos estudios de parentesco”, dentro de los que se ubican tanto las contribuciones de Carsten como los aportes de Marshall Sahlins, a los que hice referencia antes. Esta perspectiva recupera críticamente la obra de David Schneider (1984), que marcó un giro en los estudios sobre la temática en la disciplina al introducir una de las críticas más radicales a los modelos de parentesco tal como habían sido desarrollados en la disciplina hasta los años setenta. De manera muy sintética, la obra de Schneider cuestionó el modelo genealógico indicando que estos estudios partían de una concepción occidental acerca de la centralidad que tenían los fenómenos biológicos vinculados a la reproducción humana en la creación de vínculos de parentesco. Sobre la base de esta crítica, Schneider puso en discusión la existencia de la idea de parentesco en otras sociedades. La obra de Janet Carsten (2000) buscó ampliar la crítica a las perspectivas biologicistas del parentesco mostrando su carácter construido, para destacar la porosidad de los límites entre “lo biológico” y “lo social”. Para ello, propuso atender a las formas en que la gente concibe la condición de estar emparentado, señalando que esta condición puede derivarse tanto de la procreación como de otros procesos en los que interviene el hecho de vivir o comer juntos (Carsten 2007, 536). Carsten buscó comprender los elementos que remiten a substancias compartidas y crean relaciones que se asocian a vínculos de parentesco, más allá de la sangre o la leche. La idea substancia es, en consecuencia, una categoría central para Carsten, por cuanto permite desmembrar lo que el parentesco envuelve, aquello que queda implicado de manera ambigua a través de la forma en que aparece adherido a diferentes tipos de materiales; lo que supone “pensar en el lugar de las cosas materiales en la mutualidad del ser, la forma en que la esencia de las personas y sus relaciones se adhieren a las cosas, o bien, que pueden estar metafóricamente vinculadas a ellas y cómo esos materiales evocan cualidades temporales, o bien que pueden ser metafóricamente vinculadas a ellas” (Carsten 2014, 115).
Siguiendo la propuesta de Carsten, entiendo que, en el caso de las y los vendedores del tren San Martín, “el fierro” —para usar los términos que mis interlocutores prefieren a la hora de hablar del tren— puede ser pensado como substancia, como espacio relacional que forja, crea y (re)define vínculos de parentesco y familia. Particularmente impactante para mí, en este sentido, fue la forma en que mis interlocutores relataron accidentes en el tren que les dejaron marcas corporales u ocasionaron la muerte de un compañero. En estos relatos describían la manera en que, cuando chicos, se divertían saltando de un tren a otro, hacían apuestas respecto a la capacidad para subir al ferrocarril cuando estaba en movimiento o jugaban a ver quién lograba ingresar más tarde, cuando ya había arrancado de la plataforma. Estas narraciones me invitaron a pensar en el tren, o más bien, en “el fierro”, como materia que se proyecta en los cuerpos mutilados y define un vínculo de continuidad corporizado en la producción de relaciones familiares que tiene presencia en aquellas y aquellos que ya no están, pero que también renueva prácticas de cuidado y organización colectivos. Un vínculo bajo formas más “adultas” pero no menos lúdicas del que he sido testigo al acompañarlos en su recorrido, al saltar el andén mientras el tren está pasando o al cruzar las vías, a pesar de que el tren esté llegando.
Fue, de hecho, en un viaje en el tren que comprendí plenamente la profundidad de ese vínculo con “el fierro” que los produce como personas. Una mañana nos encontramos con Silvia, quien venía de hacer unas compras en “capital” con su tía, en la estación Chacarita, ubicada en el centro de la ciudad de Buenos Aires, para viajar juntas rumbo a la localidad de San Miguel a una reunión con “las mujeres del fierro” a la que me había invitado a sumarme. Nos ubicamos en el furgón, un vagón sin asientos destinado a quienes se trasladan con su bicicleta o llevan grandes bultos, donde eligen viajar las y los vendedores cuando no están trabajando. Al rato de andar, la tía le preguntó a Silvia en qué estación estábamos. Sin dudarlo, la sobrina le dijo que estábamos llegando a la estación El Palomar. “Yo te puedo decir dónde estoy por cómo se mueven los rieles, por el ruido de las piedras, por cómo siento el movimiento en las piernas”, afirmó a continuación. Pasando la mano derecha sobre su brazo izquierdo, agregó: “El fierro está en mi sangre, es parte de mí”. Me atreví entonces a compartir con ella las ideas que venía pensando sobre el tren y su relación con el cuerpo. Sonriendo, y sin decirme nada, Silvia se fundió conmigo en un abrazo. Tiempo después, como parte de una serie de entrevistas para realizar un material audiovisual, en el marco del proyecto de investigación que coordino, la hija mayor de Silvia, recientemente devenida en vendedora, se refirió a su madre enfatizando en el orgullo que sentía por ella, que llevaba “el tren en las venas”.
Carsten indica que los estudios de parentesco han ponderado en los últimos años una aproximación más atenta al nacimiento y la procreación, que a los procesos de muerte y sucesión. Este señalamiento se vincula con la centralidad que tiene para Carsten la cuestión de la temporalidad en el estudio de las relaciones de parentesco. Una temporalidad no sólo para pensar hacia el pasado sino sobre todo hacia el futuro. En cuanto “reino práctico de acción”, el parentesco, afirma Carsten, permite “imaginarse en términos relacionales más allá del presente en la medida que provee un reino imaginativo para pensar no sólo quiénes somos sino quiénes podemos ser a futuro” (Carsten 2014, 113). En el siguiente apartado analizo el papel de la temporalidad del parentesco como reino imaginativo que permite proyectarse hacia el futuro en la producción de lo común, y para ello exploro los vínculos forjados en “el fierro”, a través de las relaciones generacionales.
“El fierro” en y a través del tiempo
Silvia tiene en la actualidad 39 años, y como mencioné al inicio del artículo, comenzó a trabajar como vendedora a los siete años de edad. Desde hace más de diez años milita en el Movimiento Evita, cuando esa organización se definía como un movimiento “de desocupados”, bastante tiempo antes de que se constituyera en una de las organizaciones sociales impulsoras de la CTEP. La larga trayectoria de vida de Silvia en el tren, lejos de ser una excepción, es un rasgo común en las trayectorias de gran parte de las y los vendedores más “viejos”. Vale mencionar que la distinción entre “jóvenes” o “nuevos” y “viejos” o “de toda la vida” define una clasificación sumamente significativa dentro del universo de las vendedoras y los vendedores del tren que se replica en el caso de otras líneas férreas, tal como lo han mostrado otros estudios (Perelman 2017).
Me llevó tiempo comprender que “viejos” y “jóvenes” no respondían necesariamente a una diferencia etaria — sin excluirla—, sino principalmente a una distinción en cuanto a quiénes habían sufrido detenciones, pasado por la cárcel o enfrentado a la policía y las fuerzas de seguridad, y quiénes nunca habían padecido esas experiencias. Así, a sus 38 años, Silvia hace parte de “los viejos”, al igual que su marido o su hermana, personas que, como ella, soportaron períodos de detención y tuvieron que resistirse a las fuerzas de seguridad para permanecer en el tren. Esta diferenciación es muy compleja de procesar colectivamente y descarta una idea de familia como sinónimo de relaciones armónicas, tal como podría ser pensado a priori naturalizando relaciones de jerarquía o producción de relaciones asimétricas. En efecto, que “los jóvenes” o “nuevos” “respeten los códigos” es una preocupación permanente, en la medida en que el respeto a estos códigos —que incluyen cuestiones como las formas de comportamiento en el tren y el modo en que deben cuidar a los pasajeros— es el pilar en el que se sostiene el proceso de demanda por el reconocimiento como trabajadores, donde cobra centralidad la idea “servicio al pasajero”.
En particular, en los intercambios que mantuve durante mi trabajo de campo con las y los vendedores más “viejos” o “de toda la vida”, fue frecuente que reconstruyeran su vida desde experiencias marcadas por una infancia de privaciones materiales que los obligó a salir a trabajar desde edades muy tempranas. Sin embargo, lejos de ser relatos caracterizados por un tono patético o miserable, combinan momentos de sufrimiento y carencia con una narración en la que el tren es descrito como un espacio lúdico y, sobre todo, de gran libertad.
Esta reconstrucción de trayectorias de vida marcadas por condiciones precarias —que mis interlocutores reconocen como estructurales, aunque las nombran de otra forma: “nosotros siempre fuimos pobres”—, también incluye referencias recurrentes a situaciones de violencia sistemática a las que, cuando chicos o muy jóvenes, tuvieron que hacer frente para poder trabajar. En estos casos, suelen enfatizar situaciones de persecución y detenciones durante los años 80, en las que las fuerzas de seguridad les “armaban causas” y los privaban de su libertad durante varios días —que llegaban a extenderse, en ocasiones, a semanas y se repetían de manera sistemática y periódica—. La década del 90 y el proceso de privatización de los ferrocarriles son un período de la vida que suelen relatar como un momento particularmente difícil. Incluso, muchos señalan que fue durante ese período cuando se hizo más difícil resistir para “no desaparecer del tren”, a causa del cambio en el sistema de seguridad.
Se trata, en síntesis, de experiencias y trayectorias de vida en las que es posible reconstruir una profundidad temporal que se remonta, al menos, a dos o tres generaciones atrás. En términos analíticos, es posible hablar de una producción de subjetividades forjadas en esa historia que es la propia y la de sus padres, abuelos, y otros, en la que “el fierro” y ese espacio como substancia —a la vez material y relacional—, los producen como personas. Menos como individuos y más como “parte de”. Este reconocimiento de genealogías del “fierro” —de una forma de vida que se transmite de padres o madres a hijos e hijas y hace parte de las expectativas de futuro, de cómo se ven y proyectan en los que vienen— fue recurrente en los intercambios que mantuve en estos años con las y los vendedores del tren. Una proyección del futuro que se prolonga también hacia el pasado: los padres que abrieron el camino para que hoy puedan seguir estando en el tren, como lo afirmaron trabajadores de otras líneas en las asambleas interferroviarias desarrolladas durante el 2017.
Estos encuentros se realizaron con el propósito de articular acciones entre las agrupaciones que en los últimos años se fueron constituyendo en las diferentes líneas interurbanas para lograr el reconocimiento como “vendedores de toda la vida”, por parte de la empresa que tiene a cargo la gestión. En la primera asamblea interferroviaria, que tuvo lugar en junio de 2017, las y los vendedores dieron inicio al encuentro celebrando el “hecho histórico” de haber logrado reunir a “todas las líneas”. Cargadas de emoción, las intervenciones mostraron la importancia de esa instancia como posibilidad para mejor las condiciones de trabajo y vida de las generaciones futuras. Proyectándose en las propias experiencias y en las de sus padres o abuelos, las acciones que se propusieron afirmaban la importancia de estar unidos para lograr trabajar “más tranquilos” y “sembrar una semilla para las generaciones futuras”. En el cierre de la primera asamblea, un trabajador de otra línea cerró su intervención transmitiendo, entre lágrimas, los saludos de su padre, que seguía la reunión desde la ciudad de Necochea, a orillas del mar, donde se había instalado hacía pocos años luego de trabajar toda la vida en el tren. Enfatizando la importancia de luchar por el reconocimiento como trabajadores del tren y organizarse para pelear por sus derechos, recordó las noches en las que, siendo aún un niño, esperaba a su padre, cuando este era detenido por vender en el tren, y afirmó: “Nosotros no queremos eso para nuestros hijos”.
Lo común como categoría heurística: a modo de conclusión
A diferencia de otras regiones del mundo donde la idea sindicato puede estar asociada a la de trabajo informal —como suele definirse la venta ambulante—, en Argentina la creación de espacios de agremiación y experiencias de sindicalización que agrupen actividades laborales no asalariadas es reciente y encuentra un hito significativo en la formación de la CTEP. Leer este proceso como parte de las reconfiguraciones del capitalismo global en las últimas décadas, y sus efectos a nivel local, es, sin duda, necesario, pero no suficiente. Requiere, en principio, adicionar a esta lectura una explicación que contemple tanto las tradiciones de lucha de la clase trabajadora en este país —dentro de las que el sindicalismo obrero cobró centralidad— como el modo en que las formas de intervención del Estado a nivel local imprimieron tonalidades específicas a los procesos de organización de sectores populares en las últimas décadas. En efecto, la creación de una cooperativa de trabajo y el proceso de organización gremial que llevan adelante las y los vendedores del tren deben comprenderse como parte de una dinámica más amplia de regulación de formas de empleo no asalariadas que en nuestro país se vincularon a la implementación, entre 2013 y 2015, de una serie de políticas de promoción de trabajo asociativo como una manera de generar empleo e inclusión social.
Es posible, sin embargo, proponer una explicación que, sin impugnar las anteriores, abre nuevas claves de lectura al destacar el carácter creativo del proceso de experimentación política que he venido acompañando, a la luz de la interacción entre constricciones estructurales, experiencias de vida y expectativas de futuro (Narotzky y Besnier 2014; De l’Estoile 2014). Desde esta perspectiva, la venta ambulante ha constituido una forma de ganarse la vida que, lejos de establecer una discontinuidad con un pasado estable y protegido, ha sido una condición estructural para la producción de “vidas que valen la pena ser vividas”. Una producción que en los últimos años incluyó la creación de espacios de agremiación u organización sindical orientados a lograr formas de reconocimiento, cuidado y derechos colectivos como trabajadores.
Es en esta clave que propongo leer la experiencia de las y los vendedores del tren, como un proceso de producción de lo común que combina modalidades de apropiación colectiva de espacios y recursos, disputando con políticas de privatización explícitas o implícitas, mediante la producción de formas colectivas de cuidado y derechos para sí mismos y las generaciones futuras, garantizando la posibilidad de seguir siendo. Para ponerlo en términos de mis interlocutores, “nosotros queremos trabajar como toda la vida lo hicimos”, de tal manera que la posibilidad misma de mantenerse como “buscas” constituye el punto de partida de este proceso de organización colectiva, en un contexto donde esta actividad ha devenido objeto creciente de formas expulsivas y represivas que amenazan su existencia. Sobre esta base llevan adelante un proceso de producción de lo común que integra formas de vida de larga data, proyectando al mismo tiempo hacia el futuro formas de bienestar y derechos colectivos históricamente negados. Se trata de una proyección en la que mantener sus “códigos de vida”, estableciendo reglas en un trabajo donde la libertad es un atributo sumamente valorado (libertad en los horarios, relaciones y modos de hacer, pero también en relación con el control de los ingresos), constituye un paso indispensable para garantizar su autonomía. Se trata, en definitiva, de una producción donde lo común implica, antes que nada, la posibilidad de conservar “códigos de vida” elaborados a partir de vínculos de parentesco y familia, construidos en “el fierro” y a través de este, que los produce como personas.
Las reflexiones sobre lo común han cobrado centralidad en los últimos años como un camino para explorar un conjunto de dinámicas, lógicas, prácticas, experiencias y proyectos que interpelan un proceso creciente de acumulación capitalista sobre recursos, derechos, cuerpos, deseos y formas de vida. A mi entender, uno de los principales desafíos en esta dirección es cómo incorporar aquellas experiencias que se nos presentan a priori como menos cristalinas, más impuras y contradictorias, en la medida en que están atravesadas por lógicas mercantiles que las producen y reproducen. Este es, en efecto, el caso de la venta ambulante, una actividad insertada en dinámicas de acumulación del capital a las que los y las vendedores contribuyen, a través de mecanismos de explotación indirecta invisibilizados que se ejercen sobre su labor cotidiana.
Creo que un posible camino frente a este desafío consiste en partir de una aproximación a lo común como categoría heurística que permita incorporar, como parte de esa producción, aquellas formas de experimentación política que, en cuanto tales, son necesariamente parciales, inacabadas, ambiguas; y que, en consecuencia, escapan a las formas más “puras” de producción de lo común. Se trata de una perspectiva afín a las reflexiones de Verónica Gago y Sandro Mezzadra (2015) —en su crítica a los debates actuales sobre extracción y extractivismo— que, como lo indican, exige tomar distancia de una mirada idealizada de lo común, e invita a pensar en su versatilidad. Encuentro que partir de una perspectiva heurística puede ser sumamente fértil para explorar el carácter creativo de esa producción de lo común sin atribuirle un contenido predefinido, dejándonos guiar por aquello que se produce en ese hacer.
Me valgo para ello de las reflexiones a partir de estudios previos sobre otras experiencias de organización de trabajadores, en los que propuse abordar dichos procesos como un “hacer junto(as)”, donde se pondera el continuum de esas prácticas (Fernández Álvarez 2016 y 2017). Esto implica situar en primer plano el transcurrir de ese hacer juntos(as) y dejarnos guiar por lo inesperado, aquello que se produce en ese proceso, cuyo sentido no es previsto de antemano. La etnografía es una herramienta particularmente potente para efectuar esta tarea, en la medida en que permite abordar la naturaleza, a la vez direccionada e indeterminada, proyectada y emergente, de las prácticas políticas que estudiamos en cuanto procesos vivos (Fernández Álvarez, Gaztañaga y Quirós 2017). Así, es posible comprender la centralidad que cobran relaciones y vínculos de parentesco, escasamente considerados como vehículo para la producción de lo común, en la medida en que suelen ser vistos como cuestiones relativas al ámbito de lo privado y de las relaciones íntimas.
Detenernos en el análisis de los vínculos entre parentesco, relaciones generacionales y afectos me permitió, en este caso, explorar el proceso de experimentación política en curso, a la luz de la interacción entre pasado, presente y proyecciones a futuro. Resultó un camino fértil para iluminar cómo en ese proceso “lo común” se reinventa al poner en juego la defensa de una forma de vida producida a través de generaciones, y al mismo tiempo la renueva al disputar y producir derechos y formas de bienestar colectivos en cuanto trabajadoras y trabajadores de la economía popular.