Introducción
A la hora de publicar este número especial, la salud pública domina la agenda global y la de América Latina. Sin embargo, a pesar de que la virulencia del COVID-19 parece haber subyugado cualquier otro tema, no conviene perder la perspectiva de otros problemas que afectan al mundo y a la región.
Este número especial aporta elementos para pensar un problema histórico de la región latinoamericana, que precede la pandemia y que podrá verse agravado cuando esta pase: la violencia en sus múltiples manifestaciones. Como lo muestra la figura 1, con una tasa promedio de 17,2 homicidios anuales por cada 100.000 habitantes, las Américas son la región más violenta del mundo. Para América Latina y el Caribe, el promedio de los últimos diez años disponibles (2007-2017) es una tasa aún mayor, de 21,6, situación que se ve agravada en América Central y Suramérica, con tasas de 25,9 y 24,2, respectivamente (UNODC 2019a). En 2017, la tasa promedio para América Latina fue 19,5. Según cálculos de Muggah y Aguirre Tobón (2018, 3), más de tres millones de personas fueron asesinadas entre 2000 y 2018. Países como El Salvador (62,1), Venezuela (56,8), Honduras (41,7) y Brasil (30,5), y ciudades como Tegucigalpa, San Pedro Sula, Cali y Caracas, se destacan por su elevado nivel de homicidios (UNODC 2019a).
Figura 1.
Tasas de homicidios (víctimas de homicidios intencionales por cada 100.000 habitantes) por región, 2017

No sólo se trata de la región más violenta, sino que, mientras que la tasa ha descendido en todas las demás regiones del mundo, América Latina es la única región donde la tasa ha ido en aumento desde los años noventa. A lo largo de la década entre 2006 y 2016, la tasa regional latinoamericana ha aumentado 3,7% al año, tasa que triplica la de crecimiento poblacional, que fue de 1,1% (Muggah y Aguirre Tobón 2018). La situación de la región contrasta con la tasa mundial de alrededor de 6, que se ha mantenido constante a través del tiempo. En ese sentido, la tasa regional de homicidios latinoamericana es más de tres veces el promedio global. A pesar de que Latinoamérica tiene el 8% de la población mundial, presenta el 33,2% de los homicidios del mundo (UNODC 2019a).
El objetivo de este número especial es describir cómo se ve y se vive la violencia en América Latina hoy. El número busca contribuir a una reflexión más amplia sobre ¿cuáles son sus principales manifestaciones?, ¿qué las causa? y ¿qué impactos acarrean en diferentes grupos sociales, en las economías de los países, en la convivencia ciudadana y en las instituciones? ¿Cómo inciden en la violencia de Latinoamérica la cultura, las políticas públicas y los mercados lícitos e ilícitos? En la selección de las contribuciones a este número se privilegiaron estudios comparados entre países o regiones del subcontinente, así como estudios con distintas orientaciones metodológicas y disciplinares, con cobertura amplia y con profundidad histórica.
En las siguientes secciones se brindará un panorama de las formas, los protagonistas y los impactos de la violencia en América Latina, en el contexto global. Luego, se presentarán brevemente los trabajos incluidos en el número, para relacionarlos con este contexto. Este documento finaliza con una breve discusión de la actual crisis de salud pública respecto a algunos de los indicadores y fenómenos que componen este número especial. El propósito de este número es brindar un contexto y un balance, así como identificar cuáles son los hechos más notorios que académicos y gobernantes deberán tomar en cuenta en el estudio de los fenómenos y en la elaboración de políticas públicas.
Las formas de la violencia
Aunque la magnitud de la violencia homicida de América Latina se destaca a nivel global, y es sobre estos hechos que existen mejores datos, y más comparables, la violencia latinoamericana es heterogénea. Abarca fenómenos como los conflictos armados que han azotado a países como Colombia, El Salvador, Guatemala y Perú; las guerras entre carteles de las drogas ilícitas en la región Andina y en Centroamérica; otras manifestaciones de crimen organizado y violencia organizada que se expanden por toda la región; la delincuencia común, la violencia sexual, la violencia intrafamiliar, el pandillismo, las desapariciones, la justicia por mano propia, la represión de líderes de Derechos Humanos y los conflictos ambientales. Cada uno de estos fenómenos ha dejado huellas materiales, emocionales e institucionales que han sido estudiadas por los autores que contribuyen a este número. A continuación, se resumen algunas de las manifestaciones y los rasgos más visibles de la violencia latinoamericana.
Varios conflictos armados, marcados por el enfrentamiento entre organizaciones guerrilleras y los respectivos estados, han afectado a América Latina en las últimas décadas. El conflicto de El Salvador (1979-1992) dejó aproximadamente 70.000 víctimas mortales (“Radiografía de El Salvador” 2004). Colombia vio el fin del conflicto armado con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en 2016, pero sigue activo el conflicto con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) (Rettberg 2019). Según datos del Centro de Memoria Histórica, alrededor de 200.000 personas han muerto en el curso del conflicto colombiano, a lo que se suman millones de desplazados forzados y miles de secuestrados y desaparecidos (CNMH 2013). El conflicto armado en Guatemala duró de 1960 a 1996 y cobró alrededor de 200.000 vidas, en su mayoría indígenas (De Pablo y Zurita 2013). Según la Comisión de Verdad y Reconciliación peruana (CVR 2003), el conflicto de ese país duró de 1980 a 2000 y dejó alrededor de 70.000 víctimas mortales. La revolución en Nicaragua se prolongó de 1978 a 1990 y ocasionó un estimado de 65.000 muertes (Lacina y Gleditsch 2005). Si bien en los años noventa quedaban seis conflictos activos en la región, hoy sólo queda uno activo en Colombia (Pettersson y Wallensteen 2015).
A pesar de la alta incidencia y letalidad de conflictos armados en la región, que tienden a desarrollarse en contextos rurales, la mayoría de las muertes en América Latina se ha producido en contextos urbanos, marcados por el crimen organizado en torno a economías ilícitas e informales (Arias 2017; Durán Martínez 2018; Goldstein 2016; Hilgers y Macdonald 2017; Moncada 2016; UNODC 2012). Según la Oficina de las Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito (UNODC, por su sigla en inglés), América Latina es la región que aporta la mayor proporción de drogas como cocaína y marihuana al mercado global (medido por confiscaciones, UNODC 2020). Los países involucrados van desde México hasta Argentina (Trejo y Ley 2019; Tokatlian 2017). Las organizaciones criminales que lideran estos negocios ilícitos construyen órdenes sociales y lo que algunos autores han denominado una “gobernanza criminal” (Ley y Vázquez del Mercado 2020; Trejo y Ley 2019), caracterizada por sus métodos violentos.1 Beittel (2015), por ejemplo, calcula que en México, país en el que se ha afianzado el narcotráfico en los últimos años, la guerra entre carteles ha causado alrededor de 150.000 muertes.
Las elevadas tasas de homicidio de muchas ciudades latinoamericanas reflejan esta realidad. La figura 2 muestra que el 52% de las ciudades con una población superior a los 250.000 habitantes registra tasas de homicidio por encima del promedio regional (21,5 por cada 100.000) (Muggah y Aguirre Tobón 2018, 5).
El crimen organizado es un fenómeno en el que los hombres desempeñan roles más activos. Por consiguiente, son estos los que más mueren, en comparación con las mujeres (ver la figura 3). Además, la violencia latinoamericana cobra la vida, principalmente, de los jóvenes. En efecto, la mitad de las víctimas de asesinato en Latinoamérica tiene entre 15 y 29 años (ver la figura 4) (Muggah y Aguirre Tobón 2018; UNODC 2019c). Según Zuluaga Gordillo, Sánchez Torres y Chegwin Dugand, “la violencia es la principal causa de muerte entre los jóvenes latinoamericanos” (2018, 4). La región tiene los cinco países con las tasas de homicidio juvenil más altas del mundo, lo que “crea círculos viciosos y barreras para la movilidad y ascensión social” (Zuluaga Gordillo, Sánchez Torres y Chegwin Dugand 2018, 4). Las pandillas (o maras) constituyen un cordón de transmisión clave entre la violencia urbana y las muertes de jóvenes. Santacruz Giralt y Concha-Eastman (2001) y Jütersonke, Muggah y Rodgers (2009) estudiaron este fenómeno en El Salvador, donde la edad promedio de los jóvenes vinculados a las pandillas es de 20 años, y la edad promedio de entrada es de 15 años. En Nicaragua, los miembros de las pandillas tienen entre 7 y 23 años, y en Guatemala y Honduras, el rango de edades varía entre 12 y 30 años (Zuluaga Gordillo, Sánchez Torres y Chegwin Dugand 2018).
Como lo muestra la figura 5, en las Américas prevalecen las armas de fuego como instrumento para los homicidios. Esto demuestra, de nuevo, las capacidades y técnicas del crimen organizado, así como, probablemente, los legados de las armas puestas en circulación durante los conflictos armados.
Si bien mueren violentamente menos mujeres que hombres, el feminicidio es un fenómeno que recibe creciente atención en los países de América Latina (ver la figura 6). Además, las mujeres son las más recurrentes víctimas de la violencia sexual, perpetrada, en un tercio de los casos, por sus parejas íntimas (UNODC 2019b). Por ejemplo, en 2017, según Bott et al. (2019), 30% de las mujeres peruanas reportaron haber sido víctimas de violencia por parte de sus parejas íntimas. Perú es el país en el que esta cifra es más alta, junto con Colombia (ver las figuras 7A y 7B). La violencia sexual muchas veces se dirige también contra la población LGBTI (CIDH 2014).
Figura 7A.
Porcentaje de mujeres que reportaron violencia física por parte de sus parejas íntimas, por país

Figura 7B.
Porcentaje de mujeres que reportaron violencia sexual por parte de sus parejas íntimas, por país

Por otro lado, la violencia latinoamericana tiene rasgos sobresalientes como el secuestro (ver la figura 8). Llama la atención la situación de México, que se destaca de los demás países en cuanto a la incidencia de este fenómeno, mientras que en países como Colombia y Perú, donde el fenómeno era rampante en el contexto de los respectivos conflictos armados, ha ido en descenso (UNODC 2018).
Más allá de delitos graves, como los homicidios y los secuestros, la victimización (entendida como afirmar que se ha sido víctima de un delito en el último año; LAPOP 2008) puede ser alta en muchos países (ver la figura 9). Según Díaz y Meller, basados en el Barómetro de las Américas, “países considerados como seguros, presentan problemáticas de delitos menos violentos, pero de alto impacto social” (2012, 29), como Panamá o Paraguay. Notablemente, la incidencia de violencia no se compadece con la percepción de gravedad de la violencia en el entorno. Así, países donde los homicidios son más frecuentes (como Venezuela y los países centroamericanos) no son los países donde la gente se siente más insegura (como Argentina, Chile y Uruguay) (Muggah y Aguirre Tobón 2018, 33), lo que sugiere una disyuntiva entre el crimen reportado y el percibido. Según datos de Latinobarómetro (ver las figuras 10A y 10B), los países donde un mayor porcentaje de la población reporta haber sido (o alguien en su familia) asaltado, agredido o víctima de un delito en los últimos doce meses son Venezuela (48%), México (41%), República Dominicana (41%) y Argentina (41%). El país donde un mayor porcentaje dice no tener temor de ser víctima del delito es Honduras (28%), y el país donde un menor porcentaje reporta no tener temor es Chile (7%). De manera notable, estos resultados son exactamente inversos al número de delitos y homicidios de cada país (Corporación Latinobarómetro 2018, 56).
Figura 9.
Victimización y homicidios en América Latina (comparación entre número absoluto de homicidios y tasa de homicidios, 2016 o 2017)

Otro de los fenómenos donde se destaca América Latina son los linchamientos y las múltiples manifestaciones de justicia por mano propia. A pesar de la falta de datos sistemáticos y el probable subreporte u ocultamiento en datos no contextualizados de homicidios, la literatura académica ha señalado que los países con la incidencia históricamente más alta de linchamientos son Brasil (país con el mayor número de linchamientos en la región y en el mundo), Bolivia, Guatemala, Venezuela y, recientemente, México (Guillén 2012), donde en 2018 se registraron 174 casos, lo que representó un aumento de 190% (Vilas 2001 y 2005).
Por último, América Latina es la región con el número más alto de conflictos ambientales, definidos como movilizaciones y reivindicaciones de comunidades locales y movimientos sociales, que pueden contar con el apoyo de redes nacionales o internacionales, dirigidas contra determinadas actividades económicas, la construcción de infraestructuras o la eliminación de desechos/contaminación donde los impactos ambientales son un elemento clave. En parte, este elevado número se relaciona con el aumento, a lo largo de la última década, de las operaciones extractivas en la región, como se aprecia en la figura 11 (Andrews et al. 2017; Bebbington et al. 2018).
Según el Atlas de Justicia Ambiental (EJAtlas [2020], por su sigla en inglés), en Latinoamérica se concentran cuatro de los diez conflictos ambientales más violentos del mundo (en Brasil, Honduras y Guatemala). Más específicamente, Latinoamérica es la región con mayor concentración de conflictos ambientales relacionados con extracción de minerales y materiales de construcción en la última década, con el 48% de los casos registrados a nivel mundial, y 49,5% de los casos mundiales en el último siglo. El mapa 1 muestra la ubicación de los conflictos por minerales y materiales de construcción a nivel mundial. El mapa 2 muestra que las regiones con la mayoría de los conflictos ambientales coinciden con las regiones de mayor actividad minera.
Mapa 1.
Conflictos ambientales relacionados con extracción de minerales y materiales de construcción, 2010-2020

Los conflictos ambientales pueden estar íntimamente vinculados con el crimen organizado. Según Farah y Babineau (2019), el oro extraído ilegalmente en toda América Latina no sólo genera efectos ambientales devastadores, sino que se constituye como un producto básico de los grupos regionales de crimen organizado transnacional, como fuente de ingresos (para 2010 o 2011, el producto de la extracción ilegal de oro ya había superado al del narcotráfico) y como vehículo para el lavado de activos. En ese sentido, resaltan los casos de Brasil, Perú, Bolivia y Colombia (Rettberg y Ortiz-Riomalo 2016).
Dada la alta conflictividad ambiental, América Latina es también uno de los lugares más peligrosos para líderes y defensores ambientales. Según datos de la organización Global Witness (2019), en Latinoamérica se concentra la mayor cantidad de asesinatos de defensores ambientales del mundo. Se destaca la Amazonia, en la que Brasil (donde han sido asesinados 145 defensores ambientales desde 2015) y Colombia son los países con más asesinatos registrados; aunque Honduras tiene el mayor número de asesinatos per cápita. Las actividades económicas con la mayor cantidad asociada de presuntas muertes son aquellas relacionadas con la agroindustria y la minería, lo cual plantea también una relación problemática entre la violencia y la deforestación.
Más allá del medio ambiente, América Latina es una región donde, en general, los defensores de Derechos Humanos enfrentan múltiples amenazas (Front Line Defenders 2020), como lo muestran las figuras 12A y 12B.
El impacto y los costos de la violencia
Además del costo en vidas humanas truncadas, algunos académicos han calculado los costos materiales de la violencia. Como permite apreciar la figura 13, los costos como porcentaje del PIB2 estimados pueden llegar a más del 6% en los casos de El Salvador y Honduras, 3% en Colombia y cerca de 2% en el caso de México (Jaitman et al. 2017).
Figura 13.
Costos relacionados con el crimen como porcentaje del PIB, por países, en América Latina y Centroamérica, 2014

Estos datos contrastan, de nuevo, con los datos internacionales. Como se aprecia en la figura 14, el promedio de costos del crimen en América Latina es del 3,55, mientras que en Estados Unidos es de 2,75 y en Alemania es de 1,34.
Estos datos sugieren la enorme carga económica que representa la violencia para el subcontinente. A fin de hacer aún más visibles estos costos, Jaitman et al. (2017) encuentran que un aumento del PIB reduce la tasa de homicidios (un aumento del 1% del PIB está correlacionado con 0,24% menos homicidios por cada 100.000 habitantes). Encuentran, además, que el aumento de 1% del desempleo juvenil está conectado con un aumento de homicidios de 0,34% por cada 100.000 habitantes. Inversamente, existe una correlación entre el desempleo juvenil y la vinculación de los hombres jóvenes a pandillas (Zuluaga Gordillo Sánchez Torres y Chegwin Dugand 2018). Por último, un aumento en las tasas de embarazo adolescente es asociado con un aumento del 0,5% de la tasa de homicidios. Como resultado, los países latinoamericanos han diseñado estrategias de prevención y reducción de la violencia juvenil que buscan desincentivar la violencia a través de la creación de empleo y oportunidades económicas (Zuluaga Gordillo Sánchez Torres y Chegwin Dugand 2018, 2).
La respuesta institucional
El impacto de las múltiples violencias latinoamericanas no es sólo económico, sino también institucional y social. Es notable, por ejemplo, la considerable desconfianza que expresan los ciudadanos de los países latinoamericanos hacia las instituciones formales (ver la tabla 1), desconfianza que expresan también hacia sus conciudadanos (LAPOP 2008).
Butt et al. (2019) atribuyen esa desconfianza a los elevados niveles de impunidad (el reducido número de investigaciones y de condenas), a la debilidad del Estado de derecho para brindar justicia y servicios, y a la corrupción rampante. En efecto, según datos de la ONU, las Américas son la región del mundo con el menor porcentaje de casos de homicidios aclarados por la policía (43%, en contraste con Europa —92%— y Asia —72%—; UNODC 2019a). En el mismo sentido, a pesar de que los homicidios en la región han ido en aumento, el porcentaje de personas convictas por estos casos se ha mantenido constante, sugiriendo un deterioro en la capacidad judicial (ver las figuras 15 y 16).
Figura 16.
Comparación entre tasa de homicidios y tasa de personas convictas por homicidios, global y en América, 2007-2016

Algunos autores han atribuido a esta baja respuesta institucional y a la baja legitimidad de la autoridad el elevado número de linchamientos e incidentes de justicia por mano propia en la región y en el mundo (Snodgrass-Godoy 2006). Guillén (2012), por ejemplo, sugiere una correlación para México entre el número de linchamientos y la percepción de corrupción, y el nivel de confianza en las instituciones (ver también Vilas 2001 y 2005).
Pareciera haber una relación cíclica entre la confianza en las instituciones y la inseguridad, como lo ilustra la figura 17.
Figura 17.
Relación entre confianza e inseguridad en los países de América Latina, en comparación con el resto del mundo

Notablemente, la desconfianza y la impunidad no parecen ser resultado de una falta de legislación acerca de prevención y atención a la violencia. La tabla 2 muestra el estatus global de las políticas públicas de prevención de violencia. De acuerdo con esta información, América Latina lidera a todas las regiones del mundo en términos de planes de acción contra casi todas las formas de violencia.
Los artículos de este número
Las secciones anteriores ofrecen un contexto general, sin duda incompleto, que permite apreciar la complejidad de las múltiples formas de violencia en América Latina y algunos de sus impactos. Aún más importante para los propósitos de este número, los datos de las secciones anteriores abren múltiples oportunidades para indagar acerca de las condiciones en las que se genera y reproduce la violencia. Así, ofrecen pistas para estudiar los nexos y legados entre violencias del pasado y del presente, las distinciones entre las manifestaciones rurales y urbanas de la violencia, los grupos o sectores protagonistas de la violencia (por ejemplo, los jóvenes, las mujeres, los combatientes desmovilizados y los defensores de los Derechos Humanos), algunos de los temas en disputa (economías ilícitas, tierra, minería, memoria, etcétera), los instrumentos de la violencia (las armas y las organizaciones), los impactos de la violencia (en las instituciones, en las opiniones de las personas, en la confianza y en la convivencia, en la economía, etcétera) y las respuestas que han dado estados y gobiernos. Así, los datos presentados invitan a miradas estructurales, epidemiológicas, económicas, antropológicas, culturales, psicológicas y politológicas, e incluyen desde miradas comparadas regionales hasta microcasos de estudio.
Los artículos incluidos en este número responden a la necesidad de abordar algunos de estos aspectos desde miradas disciplinares tan diversas como las causas de la violencia en las sociedades. Por razones que deben quedar claras tras apreciar la prevalencia de la violencia urbana y su relación con el crimen organizado, el número inicia con dos textos sobre este tema. Victoria M. S. Santos, en “Untangling Violent Legacies: Contemporary Organized Violence in Latin America and the Narrative of the ‘Failed Transition’”, ofrece una mirada comparada entre México y Brasil para analizar de qué manera la violencia presente se relaciona con trayectorias pasadas, en especial aquellas derivadas de transiciones “fallidas” en términos de justicia transicional. Adrian Bergmann, en “Glass Half Full? The Peril and Potential of Highly Organized Violence”, también analiza el fenómeno del crimen organizado, esta vez desde la perspectiva de las pandillas en El Salvador. En lugar de respuestas inmediatistas, Bergmann propone la necesidad de entender las condiciones organizacionales de estos grupos para identificar las posibilidades de su transformación. Más adelante, Maritza Urteaga Castro Pozo y Hugo César Moreno Hernández apuntan en una dirección similar con su texto sobre “Jóvenes mexicanos: violencias estructurales y criminalización”. En ese documento, los autores proponen una mirada amplia sobre los jóvenes mexicanos, para comprender mejor sus vulnerabilidades, de cara al contexto de criminalización. El número continúa con una mirada a las respuestas policiales en la ciudad de São Paulo (Brasil). En el artículo “Letalidade policial e respaldo institucional: perfil e processamento dos casos de ‘resistência seguida de morte’ na cidade de São Paulo”, Rafael Godoi, Carolina Christoph Grillo, Juliana Tonche, Fábio Mallart, Bruna Ramachiotti y Paula Pagliari de Braud permiten abordar la pregunta sobre la relación entre capacidad judicial y capacidad represiva de las instituciones locales ante la violencia. Elisa Godínez Pérez, por su parte, aporta la mirada sobre los efectos extrainstitucionales de la violencia, con un examen sobre la justicia por mano propia en Ciudad de México, otro de los fenómenos mencionados arriba. En “‘Si realmente ustedes quieren pegarle, no nos llamen, llámenos después que le pegaron y váyanse’. Justicia por mano propia en Ciudad de México”, la autora nutre la discusión sobre la relación mutua entre incapacidad estatal y respuestas sociales a las injusticias e infracciones percibidas. Libardo José Ariza y Fernando León Tamayo Arboleda abordan un tema poco estudiado en América Latina, referido a las cárceles y el sistema penitenciario. En “El cuerpo de los condenados. Cárcel y violencia en América Latina”, los autores conjugan la sociología del derecho con la antropología para mostrar la paradoja entre un discurso jurídico que proscribe los castigos físicos y la realidad de la violencia física que experimentan los reos. Viviana García Pinzón y Erika J. Rojas Ospina, en “La política de seguridad en El Salvador: la construcción del enemigo y sus efectos en la violencia y el orden social”, abordan la dimensión del impacto de la violencia y la criminalidad en el régimen político y el lugar de las pandillas en el orden social. Finalmente, en “Managing Suffering in War-Affected Pluricultural Contexts: Reflections on the Assistance to Victims in Colombia”, Angélica Franco Gamboa y Laura Franco Cian aportan a la discusión sobre los legados de los conflictos armados, con una mirada al proceso de reparación de las víctimas del conflicto armado colombiano.
Si bien con esta composición de artículos se logró una maravillosa variedad de autores, así como enfoques disciplinares y geográficos en torno a una preocupación común, evidentemente los contenidos se quedan cortos para captar la complejidad de la violencia latinoamericana en la actualidad. Por ejemplo, faltan aquí discusiones sobre Venezuela, el Cono Sur, y sobre temas como la violencia sexual y de género. Sin embargo, la aproximación lograda le permitirá al/a la lector/a formarse una visión panorámica satisfactoria de las principales realidades y discusiones sobre la violencia latinoamericana hoy.
La relación de la violencia con la crisis del COVID-19
Quedaría incompleta esta presentación sin una alusión a la crisis de salud pública en medio de la cual se publica este número, y su impacto sobre la violencia del subcontinente. Gobiernos en todo el mundo adoptaron medidas inimaginables hace pocos meses, como el confinamiento de la población y el cierre de fronteras. La desaceleración o parálisis resultante de una gran parte de la actividad productiva tendrá efectos complejos en las sociedades de América Latina. Un estudio de la CEPAL (2020, 5) augura un descenso del 1,8% en el PIB regional. Esto redundará en una grave afectación de los indicadores sociales, tales como un mayor desempleo y la falta de oportunidades. La CEPAL estima que el índice de pobreza podría llegar al 33,8% este año, tres puntos porcentuales y medio más que en 2019, lo cual equivale a casi 24 millones de personas adicionales en esa condición (CEPAL 2020, 12).
Si bien las medidas de aislamiento adoptadas por los gobiernos han reducido los homicidios, las lesiones personales y el hurto a corto plazo (ver, por ejemplo, las cifras de Colombia, Policía Nacional de Colombia 2020), es posible que algunos de los indicadores señalados en este documento empeoren a mediano y largo plazo. Conviene considerar, por ejemplo, las implicaciones políticas de que los gobiernos ante la crisis tomen atajos institucionales que pueden tener impactos para el debido proceso y las libertades humanas, las oportunidades para el crimen organizado que representan comunidades empobrecidas por el virus y jóvenes desesperanzados por la falta de opciones, y, por último, los riesgos físicos, educativos y laborales para mujeres y niños y niñas en contextos de confinamiento social (ver, por ejemplo, el reporte de ONU Mujeres 2020, que advierte sobre el impacto del COVID-19 en la salud física y el bienestar de las mujeres).
Por consiguiente, no sólo porque la violencia ha sido un fenómeno de larga data en América Latina, sino también porque debemos evitar que se profundice como resultado de la crisis del COVID-19, los análisis incluidos en este número especial son pertinentes para orientar a funcionarios públicos y académicos en la comprensión del contexto y en la búsqueda de estrategias multidimensionales para prevenir y reducir el fenómeno.