Introducción
Durante las últimas décadas, las tasas de homicidios en América Latina y el Caribe han aumentado, a la vez que la pobreza y la desigualdad de ingresos han disminuido, y la clase media y los productos internos brutos han crecido (Chioda 2017, 7). Sin embargo, esta es la región mundial con la tasa de homicidios más alta en relación con la población, y la única región donde la tasa está aumentando. Al abordar este aparente choque con la sabiduría convencional, la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito determinó que,
En Europa y Asia, los diferentes niveles de desarrollo socioeconómico entre países explican bastante bien sus diferentes tasas de homicidios; por lo tanto, es probable que las políticas de desarrollo en esos países sean beneficiosas en términos de reducción de la violencia. Esto contrasta con los países latinoamericanos que experimentan tasas elevadas de homicidios que no pueden explicarse por su nivel de desarrollo socioeconómico, en sí mismo. En tales casos, la inversión en el desarrollo socioeconómico no sería suficiente para reducir el alto nivel de violencia. (UNODC 2019a, 36-37; traducción propia)
Aun así, aunque abunda la investigación sobre la violencia en América Latina y el Caribe, se ha hecho mucho menos esfuerzo para entender las experiencias de reducción de la violencia (Hoelscher y Nussio 2016, 2399). Buscando comprender mejor las experiencias con la violencia y la reducción de la violencia, aquí me concentro en El Salvador, un país que, entre 2000 y 2017, registró las tasas media (63), mediana (62) y máxima (105) más altas de víctimas de homicidio por cada 100.000 habitantes de 144 países del mundo con más de un millón de habitantes. La figura 1 refleja los países de América Latina y el Caribe en esta muestra y revela a El Salvador como un caso extremo dentro de una región extrema.
Para explicar los niveles desorbitados de homicidios en varias sociedades latinoamericanas y caribeñas, sostengo que es crucial estudiar el grado de organización de la violencia armada, y, una vez más, El Salvador es un caso radical. A diferencia de países como Brasil, Colombia y México, donde los actores armados son numerosos, en El Salvador, la violencia armada es ejercida en gran medida por tres pandillas, la policía y la fuerza armada, que, en conjunto, son responsables de la mayor parte de los 39.060 homicidios registrados entre 2010 y 2019, en un país de 6,5 millones de personas. A partir de 2014, a las guerras entre pandillas se ha sumado la guerra del Gobierno contra las pandillas, que ha servido tanto para escalar la dinámica de la violencia armada en el país como para silenciar las alternativas al uso de la fuerza.
A la hora de desentrañar este caso de estudio, me preocupan no solo las condiciones que, en un primer momento, posibilitan y limitan la violencia armada, sino también la forma en que la violencia armada misma transforma esas condiciones a través del tiempo. Sostengo que esto es fundamental, ya que implica que la violencia armada transforma las condiciones para su propia reducción. En la primera parte del artículo, presento un marco teórico sencillo para analizar la organización y la escalada en los conflictos armados, seguido de un análisis de la creciente organización de la violencia armada en El Salvador, la reciente escalada de violencia entre pandillas, por un lado, y la policía y la fuerza armada, por el otro, y cómo esa evolución ha servido para transformar las condiciones para la reducción de la violencia. En la segunda parte, abordo las dos reducciones más significativas de la violencia armada en El Salvador en la última década —en las que las pandillas asumieron papeles destacados—, antes de analizar las condiciones organizativas que hicieron posible las reducciones, las condiciones políticas que las volvieron insostenibles y las implicaciones para la reducción de la violencia en el futuro. A lo largo del texto, las comparo y contrasto con otros casos en América Latina y el Caribe.
Organización y escalada de la violencia armada
Las revisiones de la literatura revelan una gran cantidad de estudios que abarcan enfoques culturales, económicos, políticos y sociales para explicar la violencia en El Salvador y Centroamérica (Yashar 2018; Zinecker 2017), y aunque cada una de las explicaciones es insuficiente para dar cuenta de la variación de la violencia armada dentro de cada país y entre países, contribuyen y son partes necesarias de una explicación amplia (Rivera 2016). Si bien existe un consenso de que gran parte de la violencia armada en la región es organizada —principalmente por pandillas—, no se han abordado las implicaciones teóricas y prácticas de tal grado de organización para las dinámicas de la violencia, así como para la reducción de la violencia. Aquí, busco abordar esta brecha a través de un enfoque relacional y de procesos.
En primer lugar, al indagar cómo, con el tiempo, la violencia armada transforma las condiciones que la posibilitan y la limitan, me ocupo de los procesos. Siguiendo a Stefan Malthaner (2017, 2-3; traducción propia), “A la vez que las trayectorias de procesos están influenciadas por (y en cierta medida dependen de) las condiciones ambientales y las predisposiciones individuales iniciales, son impulsadas y moldeadas por la dinámica que ellas mismas generan, transformando, así, las condiciones iniciales y generando nuevos objetivos y motivos” (Della Porta 2013; Kalyvas 2006; Neidhardt 1981; Von Trotha 1997; Wood 2003). Si bien los campos de la transformación de conflictos y la construcción de paz tienden a enfatizar las “raíces” de la violencia, también debe considerarse la violencia en sí misma (Pearce 2020). Específicamente, planteo que los procesos de violencia armada a gran escala pueden generar un impulso propio que debe abordarse directamente.
Además, el rastreo de procesos es útil para demostrar que las condiciones actuales son el producto de “una secuencia de acontecimientos, algunos de los cuales cierran ciertas vías de desarrollo y dirigen el resultado en otras direcciones” (George y Bennett 2005, 212; traducción propia). Esta es una de las formas en que la violencia puede funcionar como una variable independiente. A continuación, planteo que la escalada de la violencia armada entre las pandillas salvadoreñas y el Estado salvadoreño ha reducido progresivamente sus repertorios de acción, de manera que se han ido descartando formas de interacción no violentas.
En segundo lugar, centro mi análisis en la relación entre pandillas y gobiernos en El Salvador, y no en un actor u otro. Específicamente, me preocupan los procesos interorganizacionales entre las pandillas y los gobiernos que posibilitan y limitan la violencia armada (Tilly 2003, 20). Esto implica la necesidad de interpretar los comportamientos de los actores. Por un lado, las organizaciones pueden actuar (violentamente) con la intención de generar un efecto dado, lo que Malthaner (2017, 3) llama “interacción estratégica”. Por otro, las organizaciones pueden actuar (violentamente) en respuesta a los actos de otras organizaciones, a modo de “adaptación mutua de tácticas y repertorios de acción” (Malthaner 2017, 3). Por lo general, se supone que los actores armados no estatales ejercen la violencia con intención, ya sea en El Salvador (Cruz y Durán-Martínez 2016; Yashar 2018) o en otros lugares de América Latina y el Caribe (Kalyvas 2015; Koonings y Kruijt 2004; Lessing 2015). En la práctica, es probable que los actos de violencia estén impregnados de una mezcla de intención y respuesta, y esta tensión permea los procesos que abordo a continuación.
Este estudio se basa en mi investigación longitudinal en El Salvador y Centroamérica, que comenzó en 2008, sobre la organización de la violencia armada, las pandillas y las oportunidades para la reducción de la violencia, la transformación de conflictos y la construcción de paz. Me baso en extensas revisiones de prensa, observación participativa e innumerables entrevistas, así como en datos de bases policiales salvadoreños e información pública del Instituto de Medicina Legal.
Organizar la violencia armada
Durante los últimos veinte años, la violencia armada en El Salvador ha aumentado, hasta el punto de que, en 2015, 1 de cada 970 salvadoreñas y salvadoreños fue asesinada o asesinado, la tasa más alta de homicidios por habitante en el siglo XXI de cualquier país del mundo con más de un millón de personas. Este aumento está inextricablemente ligado al alto grado de organización de la violencia armada en el país, sobre todo por tres pandillas, la policía y la fuerza armada. Si bien hay una larga tradición de pandillas en El Salvador (Savenije 2009), las guerras de pandillas de los años 1990 y principios de los 2000 llevaron a una convergencia de docenas de pequeñas pandillas en dos grandes federaciones: el Barrio 18 y la Mara Salvatrucha 13 (MS13). La primera se dividió en dos pandillas rivales en 2005, el Barrio 18 Revolucionarios y el Barrio 18 Sureños (Amaya y Martínez 2015), y apenas unas pocas pandillas más pequeñas persisten hoy en día (Amaya y Martínez 2014).
Como se muestra en la figura 2, este grado de organización conduce no solo a niveles generalmente altos de homicidios a lo largo de los últimos veinte años, sino a una variación extrema, específicamente en el número de mujeres y, en especial, de hombres asesinados por armas de fuego. Por otro lado, el número de homicidios por otros medios se mantiene relativamente estable. Es de suponer que lo primero se debe en gran medida a las guerras entre pandillas y la guerra contra las pandillas, mientras que lo segundo se explica mejor por una gama más amplia de dinámicas (Hume 2009; Zinecker 2017), donde el género tiende a tener un papel importante (Applebaum y Mawby 2018; Hume y Wilding 2015; Rojas Ospina 2020; Walsh y Menjívar 2016; Zulver 2016).
A diferencia de la violencia armada de la guerra de 1980 a 1992, que fue plenamente reconocida como “política”, la violencia armada del período de posguerra tiende a entenderse como “criminal” (Bergmann 2015; Moodie 2010), en consonancia con un cambio de discurso que se ha visto a lo largo de América Latina y el Caribe (Imbusch, Misse y Carrión 2011, 96). En esencia, esta reformulación no solo moldea cómo se entiende la violencia, sino cómo se actúa sobre ella: mientras que la violencia política puede estar sujeta a diálogo, mediación y negociación para construir soluciones políticas, por lo general, la violencia criminal se remite a los sistemas de administración de justicia y seguridad pública.
Como puede preverse, las políticas predominantemente represivas de administración de justicia y seguridad pública que han imperado en El Salvador han sido incapaces de reducir la violencia armada de manera sostenible o fomentar transformaciones sociales urgentes (Holland 2013; Wolf 2017). En cambio, El Salvador se ha convertido en una sociedad de encarcelamiento masivo al pasar de 132 personas privadas de libertad por cada 100.000 habitantes en 2000 a 604 en 2018, superado, a nivel mundial, únicamente por Estados Unidos (Walmsley 2018, 6). Además, este encarcelamiento masivo ha tenido un papel clave en el fortalecimiento organizacional de las pandillas salvadoreñas. A partir del 2 de septiembre de 2004, a medida que la población privada de libertad aumentaba, las autoridades penitenciarias comenzaron a separar a las y los reclusas y reclusos por afiliación a pandillas (Valencia 2014), y aunque esto ayudó a reducir las peleas entre pandillas dentro de los centros penales (Peirce y Fondevila 2020), también reunió a miembros de la misma pandilla de todo el país de una manera que nunca antes había sucedido, y que las pandillas no habrían podido hacer por sí solas. Mediante estudios de casos de California, El Salvador y São Paulo, Benjamin Lessing (2017, 257; traducción propia) muestra cómo esas “políticas de encarcelamiento masivo, a la vez que incapacitan y disuaden a los criminales individuales, también pueden fortalecer las redes criminales colectivas”. En efecto, el encarcelamiento masivo allanó el camino para que las pandillas salvadoreñas desarrollaran organizaciones cohesivas con alcance nacional, tanto en las calles como en el sistema penitenciario.
En innumerables ocasiones, el pueblo salvadoreño ha vivido el desgarrador potencial que conlleva este grado de organización de la violencia armada. La expresión más extrema se produjo en agosto de 2015, cuando 918 personas fueron asesinadas, en contraste con las 470 de julio. Dicho con crudeza, matar a tal ritmo requiere trabajo, así como un grado de logística y suministros, sobre todo de armas de fuego, municiones y personas dispuestas y capaces de usarlas. El derramamiento de sangre de agosto fue presagiado por los asesinatos de once trabajadores de autobuses y la quema de varios de estos vehículos a finales de julio, lo que impulsó un paro de cinco días en los servicios de autobuses, por temor a más ataques, y alteró la vida cotidiana en gran parte del país (Dalton 2015). Campañas de violencia armada como esta no solo han generado tensiones frenéticas, sino que también han dado forma a las ideas que quienes toman las decisiones políticas y el público sostienen sobre cómo se puede y no se puede, se debe y no se debe, tratar con las pandillas de El Salvador. El efecto de lo anterior en las políticas gubernamentales ha sido, fundamentalmente, el de afianzar y radicalizar las estrategias represivas.
Escalada de la violencia armada
A raíz del acuerdo de paz de 1992, una serie de reformas intentaron restringir la violencia estatal en El Salvador (Holden 1996), aspirando, de hecho, a romper un largo legado de dictadura militar y represión generalizada (Stanley 1996). Se redujo la cantidad de militares en servicio activo, se moderó la influencia de la fuerza armada, se reformó el Poder Judicial, y la nueva Policía Nacional Civil sustituyó a las tres fuerzas policiales militares del pasado (Williams y Walter 1997). Sin embargo, el desarrollo de las instituciones y prácticas democráticas fue lento y contradictorio (Call 2003; Wade 2016). Cuando el primer gobierno salvadoreño de izquierda asumió el poder en 2009, bajo el mando del presidente Mauricio Funes, hubo esperanzas y esfuerzos para dar vuelta a la página después de años de políticas de seguridad pública fallidas (Hoppert-Flämig 2013; Van der Borgh y Savenije 2015). Sin embargo, los incipientes intentos de consolidar el Estado de derecho dieron paso a retrocesos significativos durante el segundo mandato de la izquierda, desde 2014 hasta 2019, incluida una expansión masiva de los límites de la violencia estatal. Numerosos incidentes alimentaron esta evolución, pero uno destaca por sus repercusiones a largo plazo.
En las primeras horas del 3 de marzo de 2016, once hombres fueron brutalmente asesinados por miembros del Barrio 18 Revolucionarios en San Juan Opico, a una hora en carro al noroeste de la capital. Algunas de las víctimas habían sufrido torturas prolongadas y la masacre desató una enorme indignación pública y debates sobre la declaración de un estado de excepción. Por último, un paquete de “medidas extraordinarias” fue aprobado el 1 de abril, el cual, más tarde, sería denunciado por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Zeid Ra’ad Al Hussein (2017; traducción propia) por haber “expuesto a miles de personas a detención prolongada y aislamiento bajo condiciones realmente inhumanas, con prolongadas suspensiones de visitas de sus familiares”. Nuevas unidades de fuerzas especiales, compuestas por miles de policías y militares, también fueron creadas y desplegadas en las semanas siguientes (Salazar 2016).
A los pocos días de la masacre, el presidente Salvador Sánchez Cerén —en compañía del ministro de Justicia y Seguridad Pública, Mauricio Ramírez Landaverde, y el director general de la Policía, Howard Cotto— aseveró que, “aunque algunos digan que estamos en una guerra, pero no queda otro camino. No hay espacios para diálogo, no hay espacios para treguas, no hay espacios para entenderse con ellos, son criminales y así como criminales hay que tratarlos” (Rauda Zablah 2016). El vicepresidente Óscar Ortiz siguió la misma línea al declarar que “ahora no nos queda otra opción que confrontar” (Calderón 2016).
Sánchez Cerén, Ortiz, Ramírez Landaverde y Cotto formaron parte del núcleo duro del grupo de exguerrilleros que controló la política de administración de justicia y seguridad pública durante la mayor parte del período presidencial de 2014 a 2019. Para principios de 2016, las voces críticas dentro del Gobierno habían sido marginadas, en gran medida, y los desacuerdos sobre políticas públicas que caracterizaron a la presidencia de Funes fueron sustituidos por una perspectiva compartida, como dejan claro mis entrevistas con Ramírez Landaverde, Cotto y otras personas cercanas a ellos. Como me dijo un alto responsable político, “ahora, [las pandillas] se han pasado”, con la implicación de que un aumento de las medidas represivas era el único camino que les quedaba. A su vez, el uso de la fuerza letal por parte de funcionarias y funcionarios encargadas y encargados de hacer cumplir la ley se convirtió en un motor clave de las dinámicas de la violencia armada en el país (Bergmann 2019).
Como se refleja en la figura 3, durante la presidencia de Sánchez Cerén —desde junio de 2014 hasta mayo de 2019—, 1.819 salvadoreñas y salvadoreños murieron a manos de policías y militares, presuntamente en el cumplimiento de su deber; un tercio de estas muertes sucedió solo en 2016. En febrero de 2017, el porcentaje del total de homicidios a causa de la violencia estatal alcanzó un máximo de 22%, y, después de su misión en El Salvador a principios de 2018, la Relatora Especial de las Naciones Unidas sobre Ejecuciones Extrajudiciales, Sumarias o Arbitrarias, Agnès Callamard, reportó que “había descubierto en los efectivos de seguridad un patrón de conducta —alimentado y agravado por la tibia respuesta institucional— que incluía ejecuciones extrajudiciales y uso excesivo de la fuerza” (2018, párrafo 36).
Entre las víctimas de la violencia estatal figuraban pandilleros y no pandilleros, casi todos hombres, en su mayoría muy jóvenes. Unos apenas tenían 13 años de edad. Una mujer cuarentona, cuyo hijo fue torturado y ejecutado por un grupo de militares, me dijo: “el problema no es con los muchachos [miembros de pandillas]; con ellos, sabemos cómo llevarnos. El problema es con la policía”. En los últimos años, he escuchado diferentes versiones de esta frase en varias comunidades.
Mientras tanto, bajo Sánchez Cerén, 355 policías y militares fueron asesinados en El Salvador, como también se refleja en la figura 3. Una parte indeterminada de estas muertes no estaba relacionada con la capacidad profesional de las víctimas: peleas de borrachos, celos, deudas y, de hecho, actividades criminales en las que ellos mismos estaban involucrados. Sin embargo, la mayoría habría sido blanco de ataques dirigidos por las pandillas. Cualquiera que sea el motivo, gran parte de las víctimas estaba fuera de servicio en el momento de su muerte: el 74% de policías y el 87% de militares. Cuando el personal está de servicio, por lo general, tiene una gran ventaja táctica, en términos de cantidad, entrenamiento, capacidades de comunicación y equipo —que incluye chalecos antibalas y armas de fuego de alta potencia—, lo que lo vuelve un objetivo difícil. Como tal, la mayoría de los atentados selectivos contra policías, militares y sus familiares han tenido lugar en sus propios hogares o cerca de ellos, lo que implica que el miedo a ser atacado permea sus vidas profesionales y personales por igual.
Transformación de las condiciones para la reducción de la violencia
El discurso predominante en la política y la prensa salvadoreñas culpa a las pandillas por la crisis de violencia armada del país (Carballo 2017; Wolf 2012), mientras que una visión alternativa, pero complementaria —muy extendida en la academia y en la comunidad de derechos humanos—, hace hincapié en el papel de las políticas públicas y los actores estatales. Entre tanto, un énfasis en la relación entre las pandillas y el Estado resalta la observación de Randall Collins (2009, 20; traducción propia) de que “la escalada y la contraescalada son procesos de bucles de retroalimentación”.
A la luz de lo anterior, la mejor explicación respecto a la dramática expansión de los límites de la violencia estatal en El Salvador puede ser “que una vez que ciertas prácticas se ponen en marcha, llevan un impulso autónomo que puede ser difícil de desviar. Ciertas prácticas se convierten en la norma aceptada; se incrustan en el ambiente cultural y social, de modo que los actores políticos simplemente no pueden concebir que el mundo pudiera funcionar de otra manera” (Ching 2013, 27; traducción propia). En su estudio del uso y abuso de la fuerza a gran escala por parte de funcionarias y funcionarios encargadas y encargados de hacer cumplir la ley en Venezuela, Andrés Antillano y Keymer Ávila hallan algo similar: “más que una política consistente, racional y explícita, se acercaría a la noción de dispositivo planteada por Foucault (1984): un conjunto de prácticas, discursos, disposiciones institucionales, regulaciones y agenciamientos colectivos que cobran consistencia por su reutilización estratégica” (2017, 86).
Los actos de violencia individuales —ya sea la tortura de un joven a manos de un grupo de policías o el desmembramiento de un policía a manos de un grupo de pandilleros— son intencionales (si no necesariamente planeados o deseados); en cambio, la escalada acumulativa y amplia de la violencia a lo largo del tiempo no ha sido ni la intención ni el interés ni de las pandillas ni de los gobiernos. Es más, la guerra entre ellos puede haberse gestado no tanto por diseño, sino como resultado de una trágica espiral de adaptaciones mutuas de tácticas y repertorios de acción.
En cualquier caso, el efecto acumulado de la escalada de violencia es sacar de la agenda cualquier estrategia de interacción no violenta. Incluso años antes de la radicalización de la violencia estatal bajo Sánchez Cerén, Mo Hume subrayó que “la brutalidad policial, la ‘justicia’ sumaria y los asesinatos por venganza […] deben contextualizarse como un extremo de un continuo más amplio de exclusión y polarización, y no como algo ajeno a las relaciones sociales normales. Son indicativos de la perdurabilidad de un proyecto político hegemónico que continúa silenciando alternativas al uso de la fuerza” (2009, 9; traducción propia).
Al mismo tiempo que este proyecto ha seguido fortaleciéndose, las experiencias más alentadoras de reducción de la violencia armada en El Salvador de la última década han ido a contracorriente. No solo han implicado la interacción no violenta con las pandillas, sino que han dependido de la capacidad de las pandillas salvadoreñas para movilizar su organización de la violencia armada para limitarla.
Desescalada de la violencia armada
La misma organización de violencia armada en El Salvador que produjo un pico de 918 homicidios en agosto de 2015 produjo un punto bajo de 120 homicidios en diciembre de 2019. Dos experiencias destacan como expresiones contundentes de la posibilidad de que las propias pandillas tomen la iniciativa en los procesos de reducción de la violencia armada, así como la controversia que esto conlleva (Cruz y Durán-Martínez 2016; Kan 2014; Schuberth 2016).
Primero, en 2012-2013, una tregua reinó entre las principales pandillas de El Salvador, con un apoyo operacional crucial del Gobierno. El proceso produjo una reducción instantánea e importante en la cantidad de homicidios: 57% al comparar tres meses antes y después de que entrara en vigor el 8 de marzo de 2012; 56% durante seis meses, y 53% durante doce meses. De hecho, la tregua entre pandillas aseguró la tasa más baja de homicidios desde antes de que comenzara la guerra en 1980 y despertó un interés internacional significativo entre comunidades académicas y de práctica. Como me lo planteó en una entrevista el entonces ministro de Justicia y Seguridad Pública, David Munguía Payés, fue una expresión clara de que “quien controla la guerra entre las pandillas, controla los homicidios” (San Salvador, 13 de noviembre de 2018). Sin embargo, aunque las pandillas mantuvieron su compromiso con el proceso, este se fue descomponiendo de manera gradual a medida que el apoyo del Gobierno se fue desvaneciendo en la segunda mitad de 2013 y en vísperas de las elecciones de principios de 2014 (Van der Borgh y Savenije 2019).
Segundo, como mencioné antes, el 3 de marzo de 2016, miembros del Barrio 18 Revolucionarios mataron a once personas en San Juan Opico, lo que dio paso a la implementación de un paquete de medidas extraordinarias en todo el sistema penitenciario y a la formación de nuevas unidades de fuerzas especiales. Posteriormente, el Gobierno sostendría que fueron esas políticas represivas las que llevaron a una disminución de la violencia armada, caso que no ha sido abordado previamente en la literatura académica. Sin embargo, una fuerte reducción de homicidios entró en efecto una semana antes de que legisladoras y legisladores votaran las medidas extraordinarias, cuando, el 26 de marzo, la MS13, el Barrio 18 Revolucionarios y el Barrio 18 Sureños anunciaron un “cese al fuego unilateral” (Valencia y Martínez 2016). Por un lado, líderes clave de las pandillas habían buscado gestar una tregua desde la implosión de la anterior. Por otro, fue un intento de mitigar las consecuencias de la reciente masacre. A lo largo de los meses siguientes, las pandillas trabajaron juntas para contener la violencia armada (Martínez 2016b), y los homicidios se redujeron en un 50% durante tres meses, un 43% durante seis meses y un 46% durante doce meses antes y después del 26 de marzo.
La figura 4 refleja la escala, pero sobre todo la velocidad de las reducciones de homicidios a raíz de las treguas de pandillas de 2012 y 2016. En ambos casos, las reducciones tuvieron lugar literalmente de un día para otro, y ni la escala ni la velocidad pueden explicarse de manera razonable sin tener en cuenta un grado excepcionalmente alto de organización de la violencia armada; es decir, no hay una explicación alternativa plausible a la tregua entre pandillas. Se puede encontrar un nivel de control correspondiente a nivel subnacional en varios países de América Latina y el Caribe, entre ellos, en algunas ciudades, incluidas partes de São Paulo (Biderman et al. 2019; Feltran 2012; Manso 2016; Willis 2015) y Medellín (Acemoglu, Robinson y Santos 2013; Cruz y Durán-Martínez 2016; Doyle 2019; Moncada 2016b), pero no a escala nacional, como en El Salvador.
Figura 4.
Homicidios en El Salvador por día, seis meses antes y después del inicio de las treguas entre pandillas de 2012 y 2016
Además, es notable que se logró un efecto similar en circunstancias políticas opuestas. En el primer caso, el gobierno de Funes apoyó un equipo de mediación, mejoró las condiciones carcelarias y proporcionó a los líderes de pandillas las capacidades de comunicación necesarias para que dirigieran la tregua. En el último, el gobierno de Sánchez Cerén sostuvo una feroz campaña antipandillas en los centros penales y en las calles, con los líderes tradicionales de las pandillas aislados en el centro penal de maxima seguridad. Aun así, las pandillas acordaron e hicieron efectiva una reducción de la violencia armada y desarrollaron mecanismos para gestionar las disputas entre ellas y para disciplinar a los miembros dentro de cada una de ellas.
Un tercer caso relevante se está dando bajo el gobierno del presidente Nayib Bukele, inaugurado el 1 de junio de 2019, en el que los homicidios han caído en un 53% durante tres meses y un 52% durante seis meses antes y después del 6 de julio de 2019, cuando la reducción parece haber comenzado. Poco se sabe todavía sobre este esfuerzo, pero mis conversaciones extraoficiales con personas conocedoras dentro y fuera del Gobierno y las pandillas sugieren que estas últimas han tomado de nuevo la iniciativa de reducir los homicidios. Más que una negociación entre el Gobierno y las pandillas, puede tratarse de una alineación de intereses, ya que todas las partes están interesadas en generar las condiciones para poder dejar atrás una guerra interminable. Es más, esto subraya que los repertorios de acción de las pandillas salvadoreñas ahora se han ampliado para abarcar todo el espectro, desde impresionantes campañas de matanza sistemática hasta estrategias políticas sobrias.
Reducción de la violencia como proyecto organizacional
Las treguas entre pandillas de 2012 y 2016 se quedaron cortas en cuanto a desarrollar soluciones integrales y duraderas para la violencia armada y los conflictos sociales en El Salvador. No obstante, sus logros merecen un esfuerzo sincero para explicar las condiciones de sus éxitos y fracasos, y dos condiciones cruciales destacan: una por su presencia y la otra por su ausencia. En primer lugar, la existencia de organizaciones cohesivas capaces de comprometerse y cumplir con procesos de cambio acordados, y, en segundo lugar, el desarrollo de un proyecto político cohesivo capaz de conectar respuestas a crisis inmediatas y emergentes, incluida la reducción de la violencia, y una visión a largo plazo para la transformación social (Lederach 2012). Abordo el segundo punto en la siguiente sección.
Mi énfasis en el papel de la organización parte de un reconocimiento de lo que Anthony Giddens (1986, 25) calificó como la “dualidad de las estructuras”; es decir, que las estructuras sociales, a la vez, posibilitan y limitan la acción social. Asimismo, estructuras sociales tales como las pandillas, la policía y la fuerza armada pueden emplearse tanto para posibilitar como para limitar la violencia armada, y este es el punto de encuentro entre la violencia armada de la era de la posguerra y la violencia armada de la guerra: no en su contenido político, sino en su grado de organización. Este es un paralelismo lleno de controversia, en la medida en que puede ser malinterpretado como que se está ubicando a la guerrilla en la misma categoría moral que las pandillas. Sin embargo, la lógica es sencilla: en 1992, un grupo de comandantes guerrilleros y generales militares pudieron poner fin a la guerra; hoy, un grupo de líderes nacionales de pandillas y un puñado de funcionarios del Gobierno pueden hacer lo mismo.
Tanto en aquel entonces como ahora, el grado de fragmentación o consolidación de una organización influye en su capacidad para regular la violencia. Por ejemplo, bajo la presidencia de Felipe Calderón, de 2006 a 2012, el Estado mexicano se propuso “desmantelar organizaciones criminales mediante el desmantelamiento de sus estructuras de liderazgo, como una manera de fragmentarlas en grupos más pequeños y manejables”. Sin embargo, Octavio Rodríguez (2016, 43) advierte que “esta ‘estrategia’ intensificó los conflictos preexistentes y generó otros a través de la creación de grupos más pequeños, menos predecibles y más violentos que luchaban ferozmente por dominios más pequeños”. En toda la región, se han adoptado estrategias equivalentes, desde Brasil hasta Guatemala, con efectos similares: en general, una mayor fragmentación de las organizaciones armadas tiende a conducir a una mayor competencia entre ellas, lo que a su vez tiende a conducir a más violencia (Durán-Martínez 2018, 18-19).
A pesar de los peligros de la fragmentación, la Policía y la Fiscalía salvadoreñas también se han visto influenciadas por este enfoque de administración de justicia y seguridad pública, reflejado en un mayor énfasis en golpear las finanzas y cadenas de mando de las pandillas, lo que ha afectado, principalmente, a la MS13, sobre todo a través de las operaciones Jaque, Tecana y Cuscatlán, en 2016, 2017 y 2018, respectivamente (Martínez 2018a). Cabe destacar que durante la tregua entre pandillas de 2012, el Gobierno salvadoreño no solo desistió de sus intentos sistemáticos de fragmentar a las pandillas y deshacer sus estructuras de liderazgo; en efecto, el Gobierno jugó su suerte con aquellos líderes de pandillas que se comprometieron a reducir los homicidios y forjar un nuevo camino para sus organizaciones. No obstante, la mejor de las intenciones y los mejores esfuerzos no compensan la ausencia de la clase de política transformadora que ayuda tanto a entender como a ir más allá de las reducciones de la violencia armada.
Reducción de la violencia como proyecto político
A la vez que las organizaciones cohesivas capaces y comprometidas a cumplir acuerdos pueden reducir la violencia armada, es necesario un proyecto político —es decir, una visión política clara y un marco de políticas públicas sólido— para forjar procesos más amplios de transformación a los que se les pueda dar rumbo, contenido y legitimidad. Kristian Hoelscher y Enzo Nussio consideran que “mientras que las intervenciones de políticas públicas a nivel micro pueden explicar reducciones a corto plazo de la criminalidad urbana, las disminuciones sostenidas de la violencia letal pueden ser más probables en situaciones en las que los cambios en las políticas públicas complementan, o se integran en reformas más amplias, a las instituciones políticas y sociales” (2016, 2399; traducción propia).
A lo largo de América Latina y el Caribe, se destacan Bogotá, Cali y Medellín, en Colombia, como casos de éxito que deben emularse en reducción de violencia armada (Maclean 2015; Moncada 2016b). A menudo se hace hincapié en una serie de innovaciones en espacios y servicios públicos, incluidos transporte, parques y bibliotecas, pero Francisco Gutiérrez et al. (2013, 3136; traducción propia) recalcan que “los ‘milagros’ [de Bogotá, Cali y Medellín] no pueden entenderse sin abordar la política urbana y en particular la capacidad de políticos innovadores para crear coaliciones transformadoras viables dentro de la ciudad”. Es decir, sin menoscabo de las diferencias de condiciones y políticas públicas entre las ciudades, los alcaldes rompieron la polarización política arraigada para desarrollar visiones más inclusivas de estas ciudades y cultivar el apoyo social necesario para sostenerlas, incluso por parte de los medios de comunicación y los sectores empresariales (Moncada 2016a).
Muy al contrario, el gobierno de Funes no supo dotar a la tregua entre pandillas de 2012 ni de una visión política, ni del apoyo de actores sociales cruciales (Cruz 2018; Roque 2017; Van der Borgh y Savenije 2019). Mientras que los líderes de pandillas y el equipo de mediación mantuvieron el proceso de reducción de la violencia en marcha, e iniciativas aisladas eran implementadas para crear estrategias alternativas de subsistencia y desarrollo comunitario (Rivard Piché 2017; Pries 2015), el incipiente proceso de paz nunca maduró para convertirse en un marco coherente de políticas públicas, y mucho menos en una plataforma política viable. Así, Achim Wennmann sostiene que las miles de vidas que se salvaron son “un testimonio de los logros positivos del diálogo y la negociación en una de las regiones del mundo más afectadas por la delincuencia y la violencia”. Sin embargo, añade: “la tregua entre pandillas de El Salvador también destaca que para que estos procesos sean sostenibles deben integrarse en procesos de transformación social y política más amplios” (2014, 269; traducción propia).
En los años transcurridos desde entonces, el fracaso político de la tregua entre pandillas de 2012 ha complicado gravemente las perspectivas de una renovada interacción no violenta con las pandillas, ya que las voces críticas sostienen que la eventual desintegración del proceso pasado es prueba de que cualquier aproximación similar es inviable. Además, la experiencia ha sido deslegitimada por afirmaciones infundadas de que las pandillas aprovecharon para armarse mejor, desarrollar fuertes vínculos con organizaciones mexicanas de narcotráfico y sustituir los homicidios por desapariciones forzadas (Carcach y Artola 2016; Farah 2012). Junto con el terrible aumento de la violencia armada en los años siguientes, estas acusaciones han hecho de la interacción no violenta con las pandillas un campo político minado. A pesar de ello, dirigentes clave de los principales partidos políticos han seguido consolidando acuerdos entre bastidores con las pandillas (Martínez 2016a y 2018b). El exlegislador y actual alcalde de San Salvador, Ernesto Muyshondt, admite que “es una realidad que vive este país, y si querés ser político en este país… si querés ser alcalde y hacer una gestión en tu municipio […] Entonces tenés que tratar con ellos para poder trabajar en el territorio” (Labrador y Martínez 2016). De hecho, esta ha sido la norma desde la década de 1990 (Sanz y Martínez 2012).
Los procesos colombianos mencionados también involucraron la interacción no violenta con el crimen organizado, pandillas, milicias, paramilitares y guerrillas, pero ese contexto de conflicto abiertamente político ofreció formas más familiares de explicarle esto al público. En cambio, el desarrollo de un lenguaje propicio y un marco político para interactuar con las pandillas —actores que generalmente se consideran criminales y despolitizados— es extremadamente difícil. En este sentido, la experiencia a gran escala más duradera se viene desarrollando en Ecuador desde finales de la década del 2000, cuando las principales pandillas del país —los Crazy Souls, los Masters of the Street, los Ñetas y la Sagrada Tribu Atahualpa Ecuador— emprendieron un nuevo camino para reducir la violencia armada (Brotherton y Gude 2018). Sobre la base de una tregua inicial entre pandillas que fue facilitada por la policía, las pandillas fueron incorporadas en el proyecto político de diez años del presidente Rafael Correa, y la “revolución ciudadana” ecuatoriana (Clark y García 2019) proporcionó un espacio político y social crucial para que estas se transformaran —cada una a su manera y a lo largo de una década— en organizaciones callejeras que conservan sus distintas perspectivas y expresiones culturales, pero que han dejado atrás la delincuencia y la violencia (Brotherton y Gude 2020).
Conclusión
La calamidad de la violencia en El Salvador del siglo XXI no fue intención de las pandillas, ni de los gobiernos, ni de ningún otro actor. Más bien, recuerda la lección sociológica fundamental de Norbert Elias (1989, 450): la “interrelación fundamental de los planes y acciones de los hombres aislados puede ocasionar cambios y configuraciones que nadie ha planeado o creado”. Durante años, las pandillas y los gobiernos salvadoreños han estado atrapados en un proceso de escalada de la violencia armada mutuamente dañina, a pesar de que, en general, va en contra de los intereses y deseos de todos los involucrados.
Aun así, los años de guerras entre pandillas y de guerra contra pandillas solo han vuelto mucho más difícil el desafío de articular una plataforma política y un marco de políticas públicas alternativos a la represión de pandillas. Entre el 23 de julio de 2003, cuando el presidente Francisco Flores declaró “mano dura” contra las pandillas, y el 31 de diciembre de 2019, fueron asesinadas en El Salvador 61.754 personas. Estas muertes tienen un gran peso sobre el ambiente político actual. El inmenso sufrimiento que estas muertes generan puede alimentar el encanto del autoritarismo, pero la evidencia es contundente: esta política pública ha sido un desastre y la guerra contra las pandillas debe detenerse.
Las reducciones más significativas de la violencia armada en El Salvador se han producido cuando las pandillas se han movilizado para controlar las guerras en las que están enredadas —notablemente, bajo las treguas entre pandillas de 2012 y 2016—, lo cual demuestra, como estas pandillas han repetido en numerosos comunicados conjuntos a lo largo de los años, que “así como somos parte del problema, podemos ser parte de la solución”. Claramente, tienen el capital organizativo necesario, para bien y para mal. Sin embargo, cualquier cantidad de capital organizacional no puede compensar la ausencia de un proyecto político mucho más amplio, capaz de desarrollar vínculos estratégicos entre las respuestas a corto plazo a las necesidades urgentes y las visiones a largo plazo de una sociedad capaz de hacer frente a sus conflictos sin violencia.
En última instancia, se trata de un enfoque pragmático. Puede ser incómodo —insatisfactorio, quizá—, pero habrá pandillas en El Salvador y en todo el continente americano durante el resto de este siglo, sea cual sea la política pública. Junto con la tragedia de las dos primeras décadas de este milenio, este reconocimiento debería permitirnos, al menos, considerar un nuevo conjunto de preguntas: ¿cómo podríamos vivir con las pandillas, pero sin la violencia? Es decir, ¿podríamos cambiar nuestro enfoque de intentos inútiles de erradicar las pandillas por esfuerzos más realistas para erradicar la violencia de pandillas?
Si los presidentes salvadoreños anteriores no han podido o no han querido romper décadas de políticas públicas fallidas con relación a las pandillas, el presidente Bukele al menos tiene las condiciones para levantar un formidable proyecto político. Con una aprobación popular superior al 90%, goza de un capital político inédito (Margolis 2019). Es más, ante la implosión electoral de los partidos políticos tradicionales del país, el partido de Bukele, Nuevas Ideas, ganará las elecciones legislativas y municipales de 2021 cómodamente, consolidando así una inmensa base de poder. No obstante, a principios de 2020, la visión política y las políticas públicas de este Gobierno todavía se están gestando, un proceso que fue abruptamente pausado por la enfermedad del coronavirus (COVID-19). Por otra parte, la COVID-19 también ha dejado en suspenso las reglas ordinarias del juego político. Tal vez, solo tal vez, ofrezca una oportunidad de imaginar la convivencia sin violencia y la consolidación de la paz por medios pacíficos.


