El presente no es únicamente lo contemporáneo, el presente es un efecto heredado, es el resultado de toda una serie de transformaciones que es preciso reconstruir para poder captar lo que hay de inédito en la actualidad. (Castel 2001, 68)
Se trata de establecer una red que dé cuenta de la singularidad como un efecto; por ello, la necesidad de la multiplicidad de relaciones, de la diferenciación entre tipos de relaciones, de la diferenciación entre formas de necesidad de encadenamientos, del desciframiento de interacciones y de acciones circulares y la necesidad de tener en cuenta el entrecruzamiento de procesos heterogéneos. (Foucault 1995, 16)
En su trabajo La Reina del Plata. Buenos Aires: sociedad y residuos, Francisco Suárez (2016) define como residuo a toda materia que, para quien la desecha, carece de un valor estético, sanitario y/o económico, y son estas dimensiones variables de acuerdo con condiciones técnicas y socioculturales particulares. Sobre un espacio social desigual y fragmentado, lo que para algunos es definido como residuo puede convertirse en recurso para otros, “ya sea mediante su recuperación o reciclaje” (Suárez 2016, 17). Lo que está claro, en este sentido, es que lo residual constituye objetos en procesos de constantes transformaciones, atados a las dinámicas de consumo, producción y reproducción de diferentes economías en las que estos objetos se agencian.
El presente trabajo se propone abordar la relación cambiante que se ha trazado en las últimas décadas entre los residuos y el espacio urbano de Buenos Aires1. Desde fines de la década de los setenta en la Argentina —y en gran parte del mundo—, se han llevado a cabo transformaciones que han modificado la relación capital-trabajo y producción-consumo2. En conjunto con estas transformaciones, el espacio urbano y su relación con sus residuos adquieren notable importancia.
Esta relación es abordada aquí desde una perspectiva cualitativa (Valles 2000), a partir de la cual se trabaja descriptiva y analíticamente, con el propósito de comenzar a delinear hipótesis explicativas de mayor alcance. La descripción y el análisis se fundamentan en el trabajo con documentos y normativas (referidas en cada caso) y, principalmente, en una serie de textos en torno a la problemática de residuos y trabajo cartonero producidos en las últimas décadas, los cuales funcionan como bibliografía secundaria. Se apunta, así, a una lectura que desenmarañe las líneas que tejen la trama de todo dispositivo, ensamblaje o agenciamiento. En otras palabras, buscaremos cartografiar, “levantar un mapa” que permita comprender las líneas que componen y atraviesan las asociaciones (Deleuze 1999, 155).
A partir de este punto, seguiremos la perspectiva propuesta por Mezzadra y Neilson (2016, 12), entendiendo que las fronteras “desempeñan un papel clave en la producción del heterogéneo tiempo y espacio del capitalismo global y poscolonial contemporáneo”, no solo al bloquear u obstruir el paso de personas y objetos, sino también —y principalmente— al conformar verdaderos dispositivos de articulación entre estos. En este sentido, consideraremos aquí la frontera desde su poder productivo, es decir, “del papel estratégico que esta desempeña en la fabricación del mundo” (Mezzadra y Neilson 2016, 9). Ya no solo cabe señalar el papel clave que, en la modernidad, tuvieron en la constitución de los modos de producción y en la organización de la subjetividad política; debemos observar los modos en que los procesos de proliferación de fronteras, más allá —y también dentro— de las fronteras de los Estados nación, constituyen lugares privilegiados para las luchas y las prácticas de traducción orientadas a la configuración de un tiempo y un espacio de lo común (Mezzadra y Neilson 2016). Las fronteras serán consideradas aquí bajo tres acepciones: en tanto espacio social de lo heterogéneo; como frontera territorial —que nos exige producir una nueva cartografía de flujos y transacciones, así como también la inspección sobre las fronteras del espacio urbano—; y como zona fronteriza analítica —la cual nos demanda atravesar las fronteras disciplinares— (Gago 2014).
A partir de estos trabajos, buscaremos aquí cartografiar tensiones y rupturas que atraviesan los residuos en Buenos Aires y su área metropolitana, entendiendo que allí también se ponen en juego nuevas figuras contemporáneas del ciudadano y el trabajador3; es decir, ubicar espaciotemporalmente los momentos de rupturas y luchas por el territorio urbano que nos permitan comprender mejor nuestra actualidad, entendida esta a partir de las diferencias que habilitan una singularización del presente, que captan lo que hay de inédito en él (Castel 2001; Foucault 1994). Para ello, abordaremos tres pliegues que se trazan sobre los residuos y los procesos que se asocian a ellos. Primeramente, se buscará dar cuenta del modo en que a partir de 1977 se configuró un dispositivo que restringe el acceso a los residuos, al separar la basura de lo público, trazando una frontera entre los desechos y el espacio de lo común. Luego, se intentará describir el proceso por el que ese trazado de fronteras (des)habilitante de determinados flujos de personas y objetos se desbloqueó a partir del estallido social y económico de 2001-2002, que produjo un nuevo movimiento sobre los residuos. Finalmente, abordaremos un tercer pliegue, ya no específicamente sobre los residuos, sino más bien un ensamblaje específico habilitado a partir de los dispositivos establecidos desde entonces y el agenciamiento entre personas y objetos que estos suponen.
Los tres pliegues, los tres movimientos presentados aquí, permiten —según nuestra lectura— comprender un poco mejor la actualidad y, específicamente, el lugar que ocupan los cartoneros4 como actores importantes en una red que une la gestión de los residuos, la producción del espacio urbano y un determinado modo de agenciar la fuerza de trabajo. Tendremos presentes para este ejercicio cartográfico las direcciones señaladas por Carbonella y Kasmir (2020) a la hora de enfocarnos en las dinámicas de producción de la diferencia, y en las políticas de desposesión e intervención sobre el trabajo, en un proceso donde se pone en juego la propia formación de las clases trabajadoras de nuestra actualidad.
Primer movimiento: el trazado de una frontera en torno a los residuos
En La Reina del Plata, Suárez (2016) identifica cuatro periodos importantes en lo que respecta a la gestión de los residuos en Buenos Aires desde sus tiempos fundacionales en la Colonia hasta las crisis de 2001-2002. Lo que destaca en cada una de estas etapas es una cierta concepción acerca de los residuos y, por lo tanto, una serie de diagnósticos y prescripciones sobre un determinado problema. Habilita así a construir una problematización de los residuos, partiendo de que la definición del objeto se pone allí también en juego (Haidar 2013; Revel 2009) —es decir, qué son los residuos y qué se debe hacer con ellos son preguntas que se responden de modo diferente en cada momento histórico—.
Durante el periodo de la Colonia predominaba un criterio básicamente estético, con ciertos matices hacia la higiene y la salud pública, por lo que las fuerzas se direccionaron en alejar los residuos de los centros urbanos u ocultarlos en espacios intersticiales como zanjas o áreas anegadizas (Suárez 2016, 27). En un segundo momento, durante gran parte del siglo XIX y principios del XX, “la gestión de los residuos se caracterizó por establecer una distribución espacial de los sitios de disposición de los residuos” (27). Fue una etapa de despliegue de numerosas epidemias (fiebre tifoidea, fiebre amarilla, viruela, difteria, cólera), debido, entre varios motivos, a la concentración de basurales municipales —sobre todo en el borde sur de la ciudad— y a la aplicación de la quema al aire libre como método de minimización del volumen residual. Fue en este periodo que emergió la figura del ciruja como recuperador de los residuos. El tercer momento que marca el autor es aquel cuando se aplicó la incineración en usinas como método, y como respuesta ante el creciente volumen de residuos y los problemas de salubridad generados por la quema. Esta fue, sin embargo, una etapa de convivencia de ambos métodos; basurales, quema a cielo abierto y cirujas perduraron en el tiempo y cohabitaron el espacio urbano junto con las nuevas usinas de incineración que, poco a poco, fueron mostrando sus perjudiciales efectos de contaminación atmosférica. Por último, como forma de dar respuesta a estos problemas, se llevó adelante el proyecto que marcaría desde la década de los setenta hasta las crisis de 2001-2002 la gestión de los residuos en Buenos Aires: el sistema de relleno sanitario.
Tras identificar estos cuatro periodos en la gestión de los residuos en Buenos Aires, Suárez (2016) pone en relación los diferentes modelos de desarrollo que atravesaron la Argentina con las diferentes formas de tratar los residuos de la ciudad. De este modo, da cuenta del vínculo existente entre el modelo agroexportador y la quema indiscriminada en basurales, el modelo de industrialización por sustitución de importaciones, el crecimiento urbano, la incineración en usinas y el incipiente crecimiento de la recuperación de residuos; y, por último, del modelo neoliberal instaurado a partir de la última dictadura militar (1976-1983) con el mencionado sistema de gestión basado en el relleno sanitario. Luego de una serie de convenios firmados a principios de 1977 entre la Municipalidad y la Provincia de Buenos Aires, con la Ley Provincial 87825, las ordenanzas 335816 y 336917 de la Municipalidad y, finalmente, en 1978 con la Ley Provincial 91118, se creó y dio forma a una sociedad del Estado encargada de la gestión de los residuos de la ciudad y su área metropolitana: laCoordinación Ecológica Área Metropolitana Sociedad del Estado (Ceamse)9. Su creación estuvo ligada a un proyecto urbano que consistía en el traslado de los residuos hacia diferentes zonas de los márgenes10, su tratamiento a través del relleno sanitario y, por último, la parquización de dichas áreas para su uso público y recreativo.
Más allá de los importantes impactos negativos que el método del relleno sanitario generó11, el naciente sistema de gestión de los residuos configuró un nuevo mapa de la ciudad de Buenos Aires. Los decretos y leyes que pusieron en marcha el funcionamiento de la Ceamse, a su vez, cedían a manos privadas el traslado de los residuos desde la vía pública hacia las estaciones de transferencia o los centros de disposición final, y delegaban la responsabilidad de estas licitaciones, así como del pago de los costos de los traslados, a las respectivas municipalidades. El proceso implicó una transferencia de ingresos hacia grupos económicos de capital local que “crearon empresas recolectoras de residuos y/o de provisión de ingeniería en el manejo de rellenos sanitarios, al mismo tiempo que dichos servicios municipales se privatizaban” (Schamber y Suárez 2012, 107). Surgieron así empresas recolectoras de residuos como las creadas por los empresarios Francisco Macri y Benito Roggio o los grupos Industrias Metalúrgicas Pescarmona Sociedad Anónima (Impsa) y Techint (Schamber 2008, 64). La nueva legislación, además, prohibía tajantemente el cirujeo o toda actividad de recuperación de los residuos. Estos, una vez colocados en la vía pública, solo podían ser manipulados por las empresas privadas que, luego de realizadas las licitaciones correspondientes, se encontraran a cargo. De la vía pública eran llevados a estaciones de transferencia o directamente a los sitios de disposición final para su tratamiento y enterramiento. Se pretendía así cerrar las usinas incineradoras y suprimir también la disposición en basurales a cielo abierto. Las empresas de transporte de residuos pasaron a cobrarles a los municipios por tonelada de material transportado, lo que produjo un interés por parte de los grupos privados en que nadie más recolectara el material, que a partir de entonces adquirió su valor de acuerdo con su peso12.
La implementación de este sistema de gestión de los residuos basado en el relleno sanitario estuvo acompañada de un proceso de fuerte intervención sobre el territorio urbano. La transformación del mercado de viviendas, la erradicación de “villas de emergencia”, las expropiaciones por el trazado y la construcción de autopistas, así como también la relocalización industrial (Oszlak 1991), fueron medidas ejemplares del modelo de ciudad buscado en esos años y del proceso de exclusión, desplazamiento hacia los márgenes y suburbanización que conllevó. La erradicación de 17 villas de emergencia en Buenos Aires, por ejemplo, implicó una abrupta disminución de la población en villas en el territorio porteño, que pasó de 213.823 habitantes en 1976 a 12.593 a comienzos de la década de los ochenta (Cravino 2006, 49); la gran mayoría migró hacia los márgenes urbanos y protagonizó nuevos procesos de suburbanización. Esto fue posible en el marco de una fuerte represión que interrumpió toda acción comunitaria en los territorios y el despliegue de prácticas de resistencia —en las villas, por continuar con el caso, “desaparecieron juntas y comisiones vecinales, escuelas, guarderías y centros de salud” (Oszlak 1991, 170)—. Como resultado de este proceso de exclusión, se produjo una dislocación del territorio urbano que arrojó hacia los márgenes poblaciones, actividades y objetos, con el propósito de revalorizar la ciudad de Buenos Aires, es decir, de concentrar en el centro urbano aquello que para las autoridades al mando poseía mayor valor simbólico y económico.
Si bien han existido oscilantes prácticas de tolerancia/represión hacia el cirujeo a lo largo del siglo XX (Villanova 2015), y esto hace que la prohibición de 1977 no sea un hecho inédito, sí resulta singular el agenciamiento que se produjo en ese momento histórico entre esa práctica represiva y otra serie de líneas que formaron una red específica: un nuevo modo de gestionar los residuos, específicamente su recolección en el que, reiteramos, empresas privadas cobraban de acuerdo con las toneladas recolectadas y comenzaron a tener un interés en la recolección de mayor peso de material y en su tratamiento —concentración de grandes volúmenes de residuos en unas pocas áreas alejadas de los centros de la ciudad—; una intervención sobre el territorio urbano que buscaba un “saneamiento” de este a partir de la expulsión hacia los márgenes de los desechos residuales —industrias, villas y clases populares—; y un despliegue enorme de una maquinaria represiva que garantizara la efectivización de los planes y anular posibles resistencias.
Lo que se produjo en este entramado singular fue el trazado de una frontera en torno a los residuos, una frontera de exclusión de ciertas prácticas —el cirujeo13— que habilitó otros flujos. Las empresas privadas se consolidaron como actores claves del sistema; los residuos fueron separados del ámbito público y potencialmente común, mediante la privatización del acceso a ellos. “Privatización de la ingeniería sanitaria y represión del cirujeo”, para ponerlo en palabras de Schamber y Suárez (2012, 106), fueron las dos caras de este movimiento. En los mismos términos en los que Harvey (2004) analiza el proceso de acumulación por desposesión, el sistema de gestión de los residuos implementado en 1977 conllevó el despojo del acceso a un medio para la reproducción de las capas más empobrecidas de las clases trabajadoras y la valorización de un objeto como propiedad de grupos económicos que comenzaron a comerciar según su peso (Sorroche 2015). En ello radicó la productividad de esta frontera. Se deshabilitaron prácticas y usos del espacio de clases trabajadoras, a la vez que se habilitaron nuevos flujos de valorización comercial. Las tramas de numerosos recuperadores, aunque perduraron, se vieron fuertemente debilitadas desde entonces. Muchos otros elementos, con sus propias trayectorias, se adaptaron al funcionamiento del nuevo sistema. A pesar de que la normativa y los objetivos planteados con la creación de la Ceamse se propusieron cerrar los basurales, estos se mantuvieron como un sistema paralelo de disposición de residuos que permitía a los municipios desechar sus restos de forma menos costosa en términos económicos que dentro del circuito oficial. Hacia fines de la década de los ochenta llegaron a registrarse más de 130 basurales clandestinos en la región metropolitana (Suárez 2016, 65).
En tramas debilitadas, en sus diferentes modalidades —desde el traslado con carro a caballo, reemplazado cada vez más por el carro manual en el caso de quienes trabajan en Buenos Aires (Villanova 2015)—, con oscilaciones de mayor y menor represión en su actividad, el trabajo de recuperación de residuos se mantuvo a lo largo de las décadas de los ochenta y noventa. Según Villanova (2015), se presentaron tres tendencias durante esos años: en primer lugar, desde la década de los setenta se produjo un pasaje de los basurales en las calles (a medida que transcurrían dichas décadas, las zonas céntricas del espacio urbano comenzaron a poblarse por recuperadores de residuos); en segundo lugar aumentó el registro de carros tirados a caballo y, sobre todo, de carros manuales (lo que constituye un indicio de la mayor movilidad territorial de los trabajadores); y, en tercer lugar, comenzó a haber una mayor proporción de jefes y jefas de hogares que realizaban este trabajo (lo que daría cuenta de una modificación en la distribución de las clases trabajadoras y sus fuentes de ingresos). En lo que respecta a la cantidad de personas que llevaban a cabo la actividad, las situaciones de crisis económicas registran picos en el número de recuperadores. En este sentido, con la hiperinflación de 1989 resurgió la recuperación informal, “tanto en los basurales como en las calles de la ciudad” (Suárez 2016, 65). Luego, con la estabilización monetaria producto del Plan de Convertibilidad y con la continua importación de papeles, metales e insumos industriales, se redujo el mercado de materiales reciclables y la actividad de recuperación de residuos se mantuvo relativamente menos difundida. Fue a fines de la década de los noventa, con el aumento de los índices de pobreza y desempleo y, más aún, a fines de 2001 y durante 2002, con el proceso de devaluación de la moneda nacional, que la actividad se extendió a amplias capas de los sectores populares.
Segundo movimiento: la irrupción del fenómeno cartonero y la difuminación de la frontera
Aun integrando lo que se puede denominar como una megaciudad (Buzai 2020; Duhau 2001), las fronteras político-administrativas de Buenos Aires se encuentran trazadas físicamente: el río de la Plata hacia el este, el Riachuelo hacia el sur y la autopista Avenida General Paz que limita el oeste y norte de la ciudad (ver mapa 1). Esta particularidad, como sostiene Schamber (2008, 107, destacado propio), “promueve la sensación de ingreso hacia el ámbito capitalino de los cartoneros oriundos de los municipios del conurbano bonaerense”. A partir de 1998 comenzó a aumentar de forma pronunciada el ingreso de cartoneros provenientes del Conurbano bonaerense14. Los trenes, los procesos organizativos que allí se llevaron adelante y las luchas por mejores condiciones en el transporte y el acceso al espacio urbano fueron característicos de estos años; el Tren Blanco, que unía José León Suárez con Retiro, y la extensión de los trenes cartoneros a otros ramales ferroviarios son un símbolo de estas luchas (Villanova 2015).
Mapa 1.
Vista satelital de la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores. En rojo, la autopista Avenida General Paz y en azul, el Riachuelo. Al este, el río de la Plata (diciembre de 2021)

El crecimiento de la cantidad de cartoneros y cartoneras que arribaban a la ciudad de Buenos Aires tuvo su correlato en un aumento de la conflictividad: persecución policial a través del hostigamiento, la ejecución de multas, la sustracción de sus carros e incluso el encarcelamiento eran algunas de las medidas usuales en esos años (Villanova 2015, 307). Las vías de los trenes que acceden a la ciudad constituyeron espacios estratégicos para canalizar las demandas de los grupos cartoneros que comenzaban a organizarse y las fronteras de la ciudad se volvieron un lugar de conflictividad y de luchas —proceso que se acentuó en los años posteriores—.
Este aumento de la actividad fue tal que el 1.° de julio de 2001 el diario La Nación publicó una nota en la que Francisco Suárez sostuvo que existían aproximadamente 100.000 recuperadores en el área metropolitana (Himitian 2001). Los medios de comunicación comenzaron a abordar la cuestión y los cartoneros adquirieron mayor visibilidad. Un legislador de la ciudad impulsó dos jornadas de debate —una de ellas titulada “El trabajo no es basura”— y una mesa de diálogo en la que intervinieron cartoneros que formaban parte de incipientes procesos de asociación, así como también representantes de las empresas prestatarias de servicios de recolección, funcionarios afines a la cuestión, investigadores y periodistas (Schamber y Suárez 2012, 108). No obstante, el abordaje de la problemática no siempre estuvo acompañado de sentidos positivos hacia su tarea. Desde el Poder Ejecutivo de la ciudad, la persecución policial se complementó con una explícita estrategia dirigida a frenar o desincentivar el cirujeo (Villanova 2015, 309; Sorroche 2016). Desde otros espacios también se colocaba a la figura del cartonero como parte del problema: este fue el caso de Mauricio Macri, hijo de Francisco (aquel que a fines de la década de los setenta creó una de las empresas recolectoras de residuos beneficiadas por el nuevo sistema de gestión) y por entonces candidato a jefe de Gobierno, quien declaraba que “los cartoneros […] se roban la basura. […] Están cometiendo un delito” y, por lo tanto, había que llevarlos presos (Rey 2002). Desde la comprensión y el apoyo hasta la fuerte reprobación y la persecución policial, entre 2001 y 2002 se profundizó una disputa por la definición de los residuos y los sentidos y prácticas en torno a ellos. En este punto se puso en juego una tensión entre la ciudad y sus residuos entendidos como propiedad o como parte de una serie de derechos.
Lo que se produjo fue un desborde y una difuminación de las fronteras trazadas en torno a los residuos a fines de la década de los setenta. Los cartoneros, ahora masivamente, traspasaban las fronteras de exclusión, los mecanismos de prohibición que les impedían acceder a los residuos como medios de (re)producción de la vida. Este proceso fue dinamizado por las crisis de 2001-2002, en las que irrumpieron otras subjetividades (Gago 2017, 68) y se produjo un quiebre del territorio urbano de Buenos Aires; de este modo la socialización allí se reconfiguró y emergieron “nuevos actores y nuevos procesos de demanda” (Suárez 2016, 19). En conjunto con estas líneas se produjo el segundo movimiento que queremos destacar aquí: la irrupción de un conjunto de trabajadores que ingresaron y traspasaron las fronteras de Buenos Aires, y difuminaron a su vez las antiguas fronteras que prohibían su acceso a determinados recursos. Fue un movimiento de transgresión y de interrupción de los antiguos interdictos y fundante de nuevos derechos —el acceso a un tren exclusivo para transportarse con sus carros, guarderías para niños y niñas, etc. (Gurrieri Castillo 2020)—. A este punto de suspenso, cuestionamiento y luego dislocación del sistema de gestión imperante desde 1977 es a lo que denominamos como fenómeno cartonero.
En este marco, entre 2002 y 2003 se dio tratamiento y se publicó la Ley 99215 de la ciudad de Buenos Aires, a través de la cual se derogaron el artículo 6.° de la Ordenanza 33581 y el artículo 22.° de la Ordenanza 3987416, que prohibían la selección, recolección o manipulación de los residuos en la vía pública, así como su posterior venta. La ley se propuso así incorporar “a los recuperadores de residuos reciclables a la recolección diferenciada en el servicio de higiene urbana vigente” (art. 2.° de la Ley 992). Además, impulsó una serie de medidas que apuntaban a registrar y potenciar la actividad de recuperación, como la creación de un área estatal a nivel local, denominada Programa de Recuperadores Urbanos (PRU), el Registro Único Obligatorio Permanente de Recuperadores de Materiales Reciclables y la subsiguiente entrega de credenciales, vestimenta de trabajo y guantes a quienes desempeñaban esta labor (Gurrieri Castillo 2018; Schamber y Suárez 2012). Lo que se produjo con este proceso fue una ruptura en favor de aquellas interpretaciones que ponían el acento en las prácticas de la recuperación como un trabajo y, a su vez, en el reconocimiento de un “derecho a la basura”, entendiendo que el acceso a los residuos del territorio urbano proveía los medios para la (re)producción de la vida de un amplio colectivo de trabajadoras y trabajadores. La antigua frontera de los residuos fue disuelta en un movimiento que devolvía estos nuevamente hacia el espacio público, como parte de un bien común. Ya veremos la potencia y productividad de estos movimientos de recomposición de lo común en conjunto con la multiplicación de las figuras proletarias emergentes.
Con la irrupción y la proliferación de los cartoneros a lo largo y ancho del espacio urbano de la ciudad de Buenos Aires se desarrolló otra serie de conflictos. Aquí contamos problemáticas como “el trabajo infantil, el acceso a la ciudad desde el Conurbano Bonaerense en camiones no habilitados, el conflicto entre depósitos de acopio y vecinos, la clasificación de materiales en la vía pública” (Schamber y Suárez 2012, 113). Sobre esta base se compuso una dimensión represiva que se desplegó principalmente entre los años 2003 y 2007 (Sorroche 2016; Villanova 2015). Queremos destacar dos conflictos que, según la lectura propuesta aquí, se entraman con las formas de trabajo de los cartoneros y cartoneras en esos años y que pusieron en juego una disputa sobre los modos de hacer y transitar la ciudad: el acceso en micros y carros a través de puentes y el funcionamiento de los trenes cartoneros. Por un lado, diferentes operativos policiales fueron montados en accesos a la ciudad. En abril de 2003, el puente La Noria, al sur de la ciudad, fue un foco importante de este conflicto con operativos que les impedían el acceso y se secuestraban carros de trabajo, así como también se realizaban cortes del puente a modo de manifestaciones de cartoneros y cartoneras de Villa Fiorito que reclamaban el permiso para realizar su trabajo con carros tirados a caballo (Villanova 2015, 314). Entre septiembre y noviembre de 2006 “la policía retuvo 83 camiones de cartoneros en diferentes puntos de ingreso a la ciudad porteña (en los puentes La Noria, Victorino de La Plaza y Alsina y en el acceso de General Paz y Beiró) por distintos incumplimientos (carencia de seguro, de la verificación técnica, problemas con los frenos, con las luces y patentes)” (Villanova 2015, 314-315). La unidad de Recuperación del Espacio Público (Recep)17, creada en 2005, también funcionó como organismo especial de persecución y represión sobre diferentes actores que habitaban la ciudad, de la que los trabajadores cartoneros fueron principal objeto (Villanova 2015, 315). En todos los casos, hubo múltiples respuestas de trabajadores que comenzaban a organizarse para articular sus demandas.
Por otro lado, la suspensión en 2007 del servicio de trenes cartoneros por parte de la empresa concesionaria Transportes de Buenos Aires (TBA) introdujo otro conflicto importante en el territorio urbano. La medida afectaba directamente el modo en el que miles de cartoneros y cartoneras realizaban su trabajo, y se organizaron manifestaciones de protesta y un recurso de amparo. Ante la imposibilidad de retornar a sus hogares, muchos recuperadores que trabajaban hasta luego de la medianoche comenzaron por realizar acampes en la vía pública y desplegar así campamentos en diferentes plazas de la ciudad donde cartoneros dormían y realizaban sus tareas de clasificación y acopio para luego vender los materiales. La respuesta del Poder Ejecutivo de la ciudad fue el desalojo; el del acampe de Barrancas de Belgrano fue quizás uno de los más violentos y significativos. El hecho se convirtió en un hito importante en la organización y solidaridad de un movimiento cartonero con otras organizaciones sociales y de derechos humanos (Schamber y Suárez 2012, 116), a la vez que desencadenó la financiación de transportes alternativos a cargo del Gobierno, un posterior programa de transferencia de ingresos desde el Estado local y, en julio de 2008, un acuerdo para llevar adelante una nueva política de reciclado que garantizara el transporte de cartoneros y sus carros (Gurrieri Castillo 2020).
Ambos conflictos reseñados ilustran la disputa por el espacio urbano que se desató desde la irrupción del fenómeno cartonero y que se tradujo en una serie de luchas por el derecho a la ciudad (Harvey 2008). En el primer caso, los vínculos construidos entre los trabajadores en sus barrios y en los traslados en camiones o en sus carros hacia Buenos Aires han ocupado lugares centrales en los procesos organizativos de las prácticas de resistencia; el lugar de esas disputas ha sido el acceso a través de los puentes que atraviesan las fronteras. En el segundo caso, los procesos asociativos tejidos también en los barrios y, sobre todo, en los camiones, en los vagones y en las estaciones de tren consolidaron los procesos de lucha que se desarrollaron en torno a las vías ferroviarias que atraviesan la ciudad. En ambos casos, ha sido una trama múltiple de relaciones afectivas, de vecindad, asociaciones de trabajo, comerciales y conexiones políticas la que ha permitido anudar las prácticas de resistencia y de organización que posibilitaron sostener el trabajo cartonero en un contexto de represión.
Si el segundo movimiento que marcamos aquí implicó la difuminación de antiguas fronteras y la irrupción del fenómeno cartonero en el territorio de la ciudad de Buenos Aires, al diluir las líneas de prohibición de acceso a los residuos, es también un movimiento fundante de un derecho a la basura, como un modo específico de derecho a un bien común para la reproducción de la vida, y además del desplazamiento de las luchas hacia una disputa por un derecho a la ciudad. Es un movimiento que amplía el campo de disputa y de aquello percibido como un derecho y que invita a ahondar en las tramas que sostienen y habilitan dichas luchas.
Tercer movimiento: asociaciones y nuevos ensamblajes
En su artículo sobre las clases trabajadoras y los procesos de desposesión y desorganización, Carbonella y Kasmir (2020) retoman el trabajo de Denning (2011) sobre la vida sin salario para recordar que la relación salarial no funciona como momento fundacional del orden capitalista, sino que, por el contrario, el ingreso en —y el ejercicio de— esa relación se encuentra atravesado por múltiples diferencias, segmentaciones y también identidades. Es el momento de la falta de salario aquel que funciona como punto de partida en común de la clase trabajadora. Esta perspectiva nos ofrece la ventaja de destacar el momento político de producción de las diferencias y las identidades como fundante de las relaciones sociales en el capitalismo. Desde esta posición, “la solidaridad, así como la diferencia, siempre es una posibilidad” (Carbonella y Kasmir 2020, 7).
Rastrear los movimientos y operaciones que hacen posible la solidaridad, así como también la producción de múltiples diferencias resulta, según proponen los propios Carbonella y Kasmir (2020), tareas fundamentales para una antropología del trabajo y una práctica etnográfica que logre dar cuenta de las relaciones laborales y de clase. En el caso abordado aquí, este proceso se vuelve más urgente cuando —retomando lo dicho más arriba— las prácticas de resistencia y el sostenimiento del trabajo en la vía pública, junto con la disputa por el acceso a los residuos, son posibles a partir del sostén que les brinda una trama tejida en una multiplicidad de vínculos que nos dirigen desde el hogar al Microcentro de la ciudad, pasando por barrios en los márgenes urbanos y las experiencias en los vagones ferroviarios o en las partes traseras de camiones.
La existencia de cooperativas de recuperadores de residuos o recicladores tiene su propia historia en América Latina. Si bien existen registros ya en la década de los sesenta, fue durante los decenios de los ochenta y noventa cuando comenzaron a proliferar en países como Colombia, Brasil y Ecuador (Fernández Gabard 2011, 22). En Argentina, a fines de la década de los noventa empezaron a crearse las primeras asociaciones. Según Lucía Fernández Gabard (2011, 23), la formación de la gran mayoría de estas cooperativas latinoamericanas se encuentra asociada a agentes externos al mundo del reciclaje, “ligado principalmente al apoyo que los recicladores reciben en su condición de extrema vulnerabilidad ambiental y social a causa del escaso reconocimiento económico y político que reciben por su actividad”. Este fue el caso, por ejemplo, de aquellas primeras cooperativas que en Buenos Aires comenzaron a formarse con el impulso del Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos (Bordagaray y Schamber 2017). Pero también fue —como veremos enseguida— el caso de las cooperativas que se formaron una década después.
En Argentina, así como también en otros países del continente (Uruguay, Chile, Perú), el aumento del número de cooperativas se produjo luego del año 2000 y sobre todo entre los años 2006 y 2008 (Fernández Gabard 2011, 23). Por ejemplo, el Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE), organización que hoy nuclea la mayor cantidad de cartoneros en el país, surgió a fines del 2002 y principios del 2003, a partir de la conformación de ollas populares para cartoneros, la defensa ante represalias de la policía y el reclamo por un subsidio universal por hijo cartonero (Villanova 2015, 355). El proceso de organización cooperativa fue acompañado a su vez por la asociación de organizaciones de “segundo orden”: federaciones, como la Federación Ecológica de Cartoneros y Recicladores (FECyR), la Unión de Trabajadores Cartoneros de Argentina (Utraca) desde el 2006, o la posterior Federación Argentina de Cartoneros, Carreros y Recicladores (FACCyR) desde 2012; además de sindicatos y movimientos, como el Movimiento Nacional de Trabajadores Cartoneros Recicladores y Organizaciones Sociales (MNT y CryOS) desde 2006 (Fernández Gabard 2011, 23). Como muestran otras investigaciones, muchos de estos procesos asociativos estuvieron ligados al desarrollo de la organización territorial y política de movimientos vecinales y piqueteros (Dimarco 2006; Villanova 2015), a la vez que la forma cooperativa se estableció como lenguaje con el que interpelar a las agencias estatales (Sorroche 2015).
Otro impulso a la organización cooperativa fue la Ley 185418, sancionada a fines de 2005 y denominada “De Gestión Integral de Residuos Sólidos Urbanos” o “Ley de Basura Cero”. La normativa diferencia la recolección de residuos sólidos urbanos (RSU) secos y húmedos, establece metas para la gradual eliminación del enterramiento como método de gestión de los residuos, a la vez que prohíbe su combustión. Para lograr estos objetivos se plantea fomentar la recuperación y el reciclaje y “promover la participación de cooperativas y organizaciones no gubernamentales en la recolección y reciclado de los residuos” (Inciso [m], art. 10.° de la Ley 1854). A lo largo del debate de esta ley, comenzaron a asociarse cartoneros y organizaciones que intervinieron directamente en la discusión. Frente a un bloque formado por empresas recolectoras, la Ceamse y actores ligados a la ingeniería sanitaria, se formó una alianza entre organizaciones de recuperadores y organizaciones ambientalistas, como Greenpeace (Schamber y Suárez 2012, 113). La disputa alrededor del diseño de la gestión integral de RSU funcionó acelerando los procesos asociativos entre cartoneros que trabajaban en la ciudad, y también conectando y tejiendo redes entre estos y otras organizaciones y actores del espacio urbano19.
Tras la sanción de la Ley 1854 se marcaron dos líneas cuyo rastro es importante seguir. Por un lado, con la paulatina puesta en marcha del sistema de gestión comenzaron a proyectarse y asignarse a colectivos de trabajadores cartoneros centros de clasificación de residuos sólidos urbanos secos, denominados Centros Verdes. Este hecho, ensamblado con otros procesos que tuvieron su propia trayectoria (el suministro de vestimenta y guantes, la disposición de colectivos y camiones para el traslado desde el Gran Buenos Aires a la ciudad de Buenos Aires, la asignación de un ingreso denominado incentivo), comenzó a requerir la organización cooperativa de los cartoneros. Esto se vio reflejado en un acuerdo firmado por las recientes organizaciones cartoneras y representantes del Ministerio de Ambiente y Espacio Público, en julio de 2008 (Schamber y Suárez 2012, 118). A partir de un pliego que permitió la participación de las nacientes cooperativas en el sistema de cogestión de los residuos, se produjo una aceleración de los procesos asociativos, y de la formación y consolidación de cooperativas. En el ámbito de la ciudad de Buenos Aires, un total de 12 cooperativas, que representaban a más de 5.000 trabajadores, lograron formalizar una relación con el Estado a través de acuerdos y pliegos con el Ministerio de Ambiente y Espacio Público (Gurrieri Castillo 2018 y 2020; Gutiérrez 2020; Maldovan Bonelli 2014).
Por otro lado, luego de la sanción de la Ley 1854, se convocó al Primer Foro y Congreso de Políticas de Reciclado en Grandes Urbes, realizado en 2007 en Buenos Aires, en el que participaron delegaciones de asociaciones de recuperadores de distintos puntos América Latina. El hito se liga a otra serie de eventos que venían desarrollándose desde 2003, como el Primer Encuentro Latinoamericano para Recuperadores Urbanos (Buenos Aires, 2003), el Primer Congreso Latinoamericano de Catadores de Materiales Reciclables (Caxias do Sol, Brasil, 2003) o el Segundo Congreso Latinoamericano de Catadores de Materiales Reciclables (San Leopoldo, Brasil, 2005) (Fernández Gabard 2011, 28). Comenzó a formarse así una articulación entre cooperativas, asociaciones y líderes de organizaciones de recuperadores y recicladores, anudamiento que permitió la conformación de la Red Latinoamericana de Organizaciones de Recicladores. En 2007 se generó una “alianza de trabajo” con la Red de Mujeres en Economía Informal (Women in Informal Employment Globalizing and Organizing [Wiego]) y con el Grupo de Colaboración en Residuos Sólidos en países en desarrollo (Collaborative Working Group [CWG]), “a través de sus miembros relacionados al Informal Sector (sector informal del reciclaje)” (Fernández Gabard 2011, 29).
Con estas alianzas, el movimiento de asociación de cartoneros se inscribe en un proceso más amplio que adquiere una escala continental y que, al menos desde 2007, comenzó a trazar líneas de trabajo global —en el caso de Wiego, con fuerte incidencia en Asia y África, y en el caso de CWG, “con base en Suiza y socios en distintos continentes, con un perfil de asesoría técnica y consultoría sobre gestión integral de residuos” (Fernández Gabard 2011, 29)—. Esta línea continúa hasta la actualidad. En octubre de 2008 se realizó en Bogotá el Primer Congreso Mundial de Recicladores, con presencia de recuperadores de todos los continentes; el Intercambio Global de Organizaciones de Cartoneros, en octubre de 2017 en Buenos Aires. También se han organizado iniciativas como el Mapeo Global de Organizaciones de Recicladores impulsado por Wiego (Fernández Gabard 2011). Otros trabajos abordan a profundidad las múltiples conexiones globales-locales en los procesos de organización cooperativa y su ensamble con la implementación de una gestión integral de los residuos sólidos urbanos (Sorroche 2015).
Con base en esta multiplicidad de asociaciones que comenzaron a conectarse y circular a partir de las crisis de 2001-2002 en la Argentina, quisiéramos destacar dos hechos importantes a tener en cuenta:
1. Volver a traer a escena el lugar central que ocupa en esta red de múltiples asociaciones el acceso a los residuos como un objeto imprescindible. Fue a partir del acceso a este objeto y de la habilitación para trabajar con los residuos que se desbloqueó una serie de posibles nuevas asociaciones y de espacios que fortalecieron estas conexiones —la obtención de Centros Verdes como lugar de recepción y clasificación es un ejemplo de esto—. Los residuos, a su vez, funcionan como objeto que habilita las conexiones de trabajadores que, en distintos puntos a nivel global, realizan diferentes trabajos: no es exactamente la misma labor la que realizan quienes recolectan, quienes clasifican y/o quienes reciclan, y sin embargo múltiples conexiones han permitido producir cierta unidad entre estas clases trabajadoras. En este sentido, es importante tener en consideración que los residuos han funcionado en el caso estudiado como un catalizador de agenciamientos: desde los procesos organizativos para reclamar el derecho a la basura hasta los potenciales ensamblajes a nivel global que habilitan, los residuos han permitido el desplazamiento y la producción de nuevas fronteras y vínculos entre las clases trabajadoras.
2. La consolidación de las cooperativas de cartoneros y de sus organizaciones de segundo orden, como FACCyR, ha funcionado como un insumo importante para otro tipo de asociaciones. El MTE —mencionado anteriormente— actúa como un caso ejemplar: se trata de un movimiento construido inicialmente en torno a la emergencia del fenómeno cartonero y que estructuró cooperativas entre recuperadores de residuos, y luego comenzó a impulsar la organización cooperativa de trabajadores de otros “rubros”, como los pequeños productores rurales y trabajadores agrarios, textiles, de la construcción, vendedores ambulantes, entre otros. Tras la consolidación de sus cooperativas, los trabajadores cartoneros lograron establecer vínculos con otros trabajadores que se encontraban por fuera de las relaciones salariales tradicionales. En este sentido es que podemos entender la economía popular —y su correlato organizativo, la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP)20— como un agenciamiento, “un tipo de composición práctica caracterizada por una versatilidad que es a la vez de adaptación y de invención y que despliega en los territorios una serie de estrategias concretas de producción material e inmaterial” (Gago y Roig 2018, 13).
Esta lectura de las economías populares puede releerse a partir de las trayectorias cartoneras, en su camino de producción de derechos que, como sostienen Gago y Roig (2018, 14), ya “no se inscriben en un horizonte ideal de re-proletarización”, sino que “traman nuevas relaciones que se conciben ‘sin patrón’ y que implican nuevas tensiones”. Esto habilita, a su vez, como lo muestra Fernández Álvarez (2018), enfocándose en el caso de los vendedores ambulantes y su articulación con las formas de trabajo ligadas a la precariedad, la articulación y emergencia de nuevas subjetividades políticas. En un marco global de reestructuración capitalista, donde la “actual multiplicación del proletariado está produciendo un abanico de nuevas relaciones laborales” (Carbonella y Kasmir 2020, 14), ahondar en las tensiones que estas relaciones ponen en juego es, según la lectura planteada aquí, una de las tareas actuales.
El tercer movimiento reseñado en este artículo es uno de asociaciones múltiples que producen conexiones entre trabajadores cartoneros, y también subjetividades y ensamblajes de nuevo tipo. Los residuos, el acceso y el trabajo a través de ellos constituyen un objeto y prácticas fundamentales para el sostenimiento de esas asociaciones. Es la multiplicación de las figuras proletarias, junto con la recomposición del campo de lo común que desplaza las fronteras preexistentes, lo que habilita este movimiento de asociaciones y ensamblajes con potencia y productividad propias. Captar las formas que adoptan estas relaciones laborales y de clase parecieran ser, como proponen Carbonella y Kasmir (2020), tareas urgentes de las etnografías de nuestra actualidad.
Conclusiones
En este trabajo buscamos esbozar, al menos parcialmente, una respuesta al modo en que los trabajadores y las trabajadoras cartoneros se inscriben en la actualidad. Esto conlleva una interrogación sobre el modo en que nos convertimos en un “nosotros” de una misma época, aquello que se vuelve propio de nuestro presente, es decir, los elementos que nos permiten identificar las diferencias y singularizar un momento histórico. Buscamos inscribirnos así dentro de un campo que se interroga por una ontología de la actualidad o del presente (Foucault 1994). El ejercicio propuesto es una pregunta por el modo en que se llega al punto actual, una indagación histórica a través de acontecimientos que posibilitan comprender una coyuntura como una diferencia en la historia. En este sentido, nuestra propuesta puede ser leída, según los términos de Dean (1994), como una reflexión sobre la singularidad, las interconexiones y las potencialidades y contingencias de las múltiples trayectorias que componen los arreglos sociales de nuestro presente. Esta perspectiva ha sido complementada con la propuesta de Mezzadra y Neilson (2016, 14), a propósito de La frontera como método, para lograr “identificar los puntos de mayor conflicto y fricción” a la hora de abordar el estudio de las clases trabajadoras y la multiplicación de las formas de trabajo.
Según este punto de vista, uno de los propósitos de estas líneas fue dar cuenta de la compleja trama que, desde la década de los setenta hasta el presente, se ha ido tejiendo a través de los residuos y la red de trayectorias heterogéneas que montan diferentes formas de trabajo y economías en torno a este objeto. Consideramos que los tres movimientos reseñados aquí nos alejan de una imagen de la actividad de los cartoneros como un trabajo informal destinado a formalizarse, así como también de figuras del atraso que exige una actualización en el mundo del trabajo. Tampoco basta con la figura de las “personas descartables”, que anula la productividad de los sujetos, y del “exterior” del espacio urbano y del capitalismo actual. De acuerdo con nuestra lectura, estos tres movimientos nos muestran que los cartoneros, junto con sus asociaciones y ensamblajes —las economías populares entre ellos— constituyen una de las imágenes más actuales de nuestra época. Tres movimientos que nos permiten dar cuenta de ciertas singularidades e interconexiones que se produjeron y de las potencialidades de las diversas trayectorias que se conjugan en este momento actual: 1) exclusión y desplazamiento hacia los márgenes (con el trazado de una frontera en torno a los residuos); 2) irrupción sobre el espacio urbano y emergencia del fenómeno cartonero (transgresión y difuminación de las antiguas fronteras, fundación de un derecho a la basura y disputa por el derecho a la ciudad); 3) asociación y producción de nuevos ensamblajes (que enlaza la problemática cartonera a una serie de problemas de las clases trabajadoras actuales). Tres derivas e interrogantes se desprenden de este recorrido: 1) gestión de los residuos (es decir, modo en el que tratamos con nuestros desechos); 2) configuración del espacio urbano (que comprende el modo en que transitamos y habitamos la ciudad); y 3) nuevas formas de trabajo y asociación entre las clases trabajadoras (específicamente nos referimos aquí a la problemática propia de las economías populares y la articulación de la precariedad). Estas tres líneas se agencian hoy en la figura del trabajador y la trabajadora cartoneros y allí sus potencialidades se ponen en juego. En este sentido, de qué modo nos relacionamos con aquello que producimos como resto, qué tipo de ciudad queremos construir y transitar, y qué valor les damos a las formas de trabajo en nuestro presente constituyen tres interrogantes que se entretejen en la figura del cartonero en nuestra actualidad.
Si las economías populares nos exigen repensar la relación entre propiedad y derechos (Gago 2016, 198), la figura del cartonero tensiona esta relación a lo largo del periodo abordado aquí: desde la propiedad sobre los residuos y el derecho a acceder a los medios que garantizan la (re)producción de la vida hasta el derecho a la ciudad y la producción de un espacio de lo común. La definición del funcionamiento de lo común, como territorio y declinación de una forma específica de comunidad, está puesta igualmente aquí en disputa y “se convierte también en terreno dinámico de luchas y conflictos” (Gago 2014, 305). Estas luchas y conflictos se tornan centrales en tanto que —si la multiplicidad constituye un punto de partida privilegiado para el análisis de la actualidad y considerando que diferentes dispositivos producen segmentaciones y jerarquizaciones sobre ella— son las condiciones y los efectos de la unidad, parafraseando a Mezzadra y Neilson (2016), los que deben ser imaginados de nuevo para hacer de aquella heterogeneidad un elemento de fortaleza para las luchas del futuro.