Materialismo ecológico como materialismo de la reproducción: un diálogo entre Theodor Adorno y Raquel Gutiérrez Aguilar

Andrés Felipe Parra-Ayala

Recibido: 8 de febrero de 2024 | Aceptado: 16 de julio de 2024 | Modificado: 12 de agosto de 2024

https://doi.org/10.7440/res91.2025.02

Resumen | En este artículo propongo un diálogo entre el pensamiento de Theodor Adorno y el de Raquel Gutiérrez Aguilar. La tesis central es que el materialismo ecológico de Adorno, que surge de la articulación de la crítica de los sistemas filosóficos del idealismo con la crítica del capitalismo, se encuentra con el materialismo del cuidado y la reproducción propuesto por Gutiérrez Aguilar en la idea de que no hay libertad humana sin libertad de la naturaleza. Adorno prefigura filosóficamente este planteamiento con su tesis de que el sujeto abstraído de la naturaleza es un sujeto cosificado y con sus conceptos de historia natural, diferenciación sin dominio y comunicación objetiva. Gutiérrez Aguilar nos permite ver que, en ciertas prácticas políticas y comunitarias de algunos pueblos indígenas y negros, así como en el trabajo de reproducción de la vida realizado generalmente por mujeres en su cotidianidad, se despliega, aunque nunca de forma pura o sin tensiones, una potencia emancipatoria que apunta justamente a esa diferenciación sin dominio entre ser humano y naturaleza.

Palabras clave | crisis ecológica; libertad; materialismo; naturaleza; Raquel Gutiérrez Aguilar; Theodor Adorno

Ecological Materialism as the Materialism of Reproduction: A Dialogue Between Theodor Adorno and Raquel Gutiérrez Aguilar

Abstract | This article explores a dialogue between the philosophical frameworks of Theodor Adorno and Raquel Gutiérrez Aguilar. The central argument posits that Adorno’s ecological materialism—rooted in his critique of idealist philosophical systems and capitalism—converges with Gutiérrez Aguilar’s materialism of care and reproduction in their shared premise: there can be no human freedom without the freedom of nature. Adorno prefigures this perspective philosophically through his critique of the reification of the subject abstracted from nature and his concepts of natural history, differentiation without domination, and objective communication. Gutiérrez Aguilar, in turn, provides a grounded view, illustrating how certain political and communal practices among Indigenous and Black communities, as well as the life-sustaining work traditionally performed by women, reveal an emancipatory potential. This potential, though never devoid of complexity or tension, gestures toward a vision of differentiation without domination between humanity and nature.

Keywords | ecological crisis; freedom; materialism; nature; Raquel Gutiérrez Aguilar; Theodor Adorno

Materialismo ecológico como materialismo de reprodução: um diálogo entre Theodor Adorno e Raquel Gutiérrez Aguilar

Resumo | Neste artigo, proponho um diálogo entre o pensamento de Theodor Adorno e o de Raquel Gutiérrez Aguilar. A tese central é que o materialismo ecológico de Adorno, que surge da articulação da crítica dos sistemas filosóficos do idealismo com a crítica do capitalismo, encontra o materialismo do cuidado e da reprodução proposto por Gutiérrez Aguilar na ideia de que não há liberdade humana sem liberdade da natureza. Adorno prefigura filosoficamente essa abordagem com sua tese de que o sujeito abstraído da natureza é um sujeito reificado e com seus conceitos de história natural, diferenciação sem dominação e comunicação objetiva. Gutiérrez Aguilar nos permite ver que, em certas práticas políticas e comunitárias de alguns povos indígenas e negros, bem como no trabalho de reprodução da vida geralmente realizado pelas mulheres em sua vida cotidiana, é exercido um poder emancipatório, embora nunca de forma pura ou livre de tensões, que aponta precisamente para essa diferenciação sem dominação entre os seres humanos e a natureza.

Palavras-chave | crise ecológica; liberdade; materialismo; natureza; Raquel Gutiérrez Aguilar; Theodor Adorno

Introducción

Este artículo propone un diálogo entre el pensamiento de Theodor Adorno y el de Raquel Gutiérrez Aguilar. Aunque ya ha habido intentos por vincular la filosofía de Adorno con el feminismo, la óptica del diálogo no se ha centrado en los feminismos del sur1. Pero más allá de llenar cierto vacío en la literatura, la pertinencia de este diálogo es que permite entender el vínculo intrínseco que existe entre una posición ontológica y epistemológica materialista —como la de Adorno—, la política en femenino y la centralidad de la reproducción en Gutiérrez Aguilar y la ecología política. Con esto ganamos no solo un diagnóstico de la catástrofe ecológica y su relación con el capitalismo, sino también un derrotero político y estratégico para rastrear sus alternativas.

Así, la tesis central de este artículo es que el materialismo ecológico de Adorno, que surge de la articulación de la crítica de los sistemas filosóficos del idealismo con la crítica del capitalismo, se encuentra con el materialismo del cuidado y de la reproducción propuesto por Gutiérrez Aguilar, en la idea de que no hay libertad humana sin libertad de la naturaleza. Si Adorno prefigura filosóficamente este planteamiento con su tesis de que el sujeto abstraído de la naturaleza es un sujeto cosificado y con sus conceptos de historia natural, diferenciación sin dominio y comunicación objetiva, Gutiérrez Aguilar nos permite ver que en ciertas prácticas políticas y comunitarias de algunos pueblos indígenas y negros, así como en el trabajo de reproducción de la vida realizado generalmente por mujeres en su cotidianidad, se despliega, aunque nunca de forma pura o sin tensiones, una potencia emancipatoria que apunta justamente a esa diferenciación sin dominio entre ser humano y naturaleza. De este modo, Raquel Gutiérrez no solo se inscribe en la tradición del pensamiento adorniano —como ella misma lo reconoce (2017)—, sino que extiende su alcance al mostrar cómo esa diferenciación sin dominio no es solo la descripción posible de la utopía (como en Adorno), sino, como diría Marx, un “movimiento real que suprime el estado de cosas actual” (2005, 73).

De este modo, el texto se estructura así: las dos primeras partes están dedicadas a Adorno. En la primera, se hace una reconstrucción de su crítica a los sistemas filosóficos del idealismo alemán en clave de la relación entre ser humano y naturaleza y, en la segunda, se desarrolla la idea de la prelación dialéctica del objeto, como punto de partida de un materialismo necesariamente ecológico y de una ecología necesariamente materialista. En la tercera parte, argumento que ciertos conceptos del pensamiento de Gutiérrez Aguilar, como lo común, la política en femenino y la centralidad de la reproducción de la vida en los procesos sociales, amplían la propuesta adorniana de un materialismo ecológico, al hacer lo que esta nunca pudo: vincular su concepto filosófico de resistencia con las prácticas y haceres de algunos espacios concretos en las sociedades capitalistas contemporáneas.

La crítica del capitalismo como crítica del idealismo

La idea fundamental de la filosofía de Adorno es que todo intento del ser humano por separarse y oponerse a la naturaleza termina en su propia cosificación. La víctima del antropocentrismo es tanto la naturaleza como el hombre mismo: “la visión de que el hombre está en el centro está emparentada con el desprecio del hombre” (Adorno 2011, 32). Lo que está en el centro del antropocentrismo moderno e ilustrado no es, en realidad, el hombre concreto con su dignidad material y sus necesidades, sino el proceso de acumulación y valorización del capital. Podría parecer entonces que el uso del término antropocentrismo para referirnos a la relación moderna e ilustrada con la naturaleza sería ideológico en sentido marxista, porque oculta el problema de que lo que está en el centro de nuestra relación depredadora con la naturaleza es el capital y no el hombre. Sin embargo, aunque esto pueda ser cierto, la lección de Adorno es que la consolidación de la relación capitalista con la naturaleza va aparejada con la “falacia de la subjetividad constitutiva” (2011, 10): la autoimagen ideológica del sujeto —del pensamiento y de la autoconciencia— como fuentes absolutas del sentido y la objetividad de la realidad. Si bien la concepción antropocéntrica del mundo se realiza sarcásticamente en el mundo del fetichismo de las mercancías —cuyo centro no son las personas, sino siempre las cosas—, esa realización sarcástica es su realización necesaria. El antropocentrismo es la manifestación del proceso de valorización y acumulación del capital en la imagen que los seres humanos tienen de sí mismos y del mundo circundante.

Para Adorno, esta autoimagen se expresa especialmente en los sistemas filosóficos del idealismo alemán (Kant, Fichte y Hegel); no porque en la modernidad no existan otras filosofías antropocéntricas, como las de Bacon y Descartes, que parten del dualismo entre humanidad y naturaleza. Más bien, los idealistas (progresivamente desde Kant hasta Hegel) son conscientes de que el dualismo cartesiano es problemático y se proponen superarlo, pero sus soluciones apuntan siempre a la falacia de la subjetividad constitutiva. En general, la crítica de Adorno es que el idealismo termina siendo un tiro por la culata: precisamente la intención idealista de salvaguardar al ser humano de las garras del determinismo natural, de presentar al sujeto como irreductible al objeto declarando que las conciencias son esencialmente no cosas, conduce a la cosificación del sujeto. La cosificación es resultado de una operación doble y simultánea, de la desnaturalización del sujeto y la desubjetivización de la naturaleza.

Lo que he llamado desnaturalización del sujeto puede rastrearse en la crítica de Adorno a la teoría kantiana del sujeto trascendental. Con su teoría de que el sujeto constituye activamente el objeto del conocimiento al aplicarle las categorías, Kant quiere asegurar el carácter no objetivo del sujeto. En efecto, para Kant el acto de la aplicación de las categorías es un acto espontáneo, porque es un acto de la autoconciencia (1998, 178/§16). Como es sabido, Kant argumenta que, para poder aplicar las categorías al material dado en la intuición, es necesario efectuar una unificación previa, de tal modo que todo ese material se presente como perteneciente a un mismo ámbito común. Pero ese ámbito común en el que las cosas percibidas aparecen y pueden relacionarse o distinguirse no es él mismo perceptible en la experiencia: percibimos todo en la experiencia, pero nunca podemos percibir la experiencia como tal. En consecuencia, esa unidad y ese ámbito común al que todas las cosas percibidas pertenecen no es otra cosa que la unidad de la autoconciencia, el hecho de que soy yo la misma persona que percibe las distintas cosas (Kant 1998, 178/§16). Si esto es así, la unificación de la experiencia no tiene su origen en la experiencia misma, sino en un acto previo lógicamente a ella que, como tal, se sustrae a cualquier determinación empírica y, por tanto, natural o material.

Adorno observa con agudeza que, en esta gramática de la deducción trascendental kantiana, el ejecutor del acto espontáneo de unificación de la experiencia y su correspondiente aplicación de las categorías es el sujeto trascendental y no el sujeto empírico. Esto como una consecuencia lógica de la misma deducción kantiana: si el acto es anterior a cualquier determinación empírica, también debe serlo su ejecutor. Así, el sujeto empírico, material y temporal no es propiamente espontáneo, porque es psicológico y contingente. Su labor es solo la de reproducir de forma necesaria un acto universal: si las categorías tienen un carácter apodíctico, entonces nadie las controla y para el sujeto concreto aparecen como algo dado. Pero si el sujeto material, concreto y temporal no tiene espontaneidad y su labor se reduce a la reproducción apodíctica de una forma universal, entonces está cosificado porque la forma de ser de la cosa es precisamente la de la subsunción lógica en un molde y una ley general:

El sujeto como espontaneidad pura, apercepción originaria, en apariencia el principio absolutamente dinámico, está (como consecuencia del chorismós [separación] respecto de todo material) no menos cosificado que el mundo de las cosas constituido según el modelo de las ciencias naturales. (Adorno 2009, 252)

Por su parte, la dessubjetivización de la naturaleza se refiere a la operación de la filosofía idealista por medio de la cual la naturaleza aparece, de forma absoluta (en Fichte) o relativa (en Hegel), como no sujeto, es decir, como lo opuesto del sujeto y, por tanto, como su inferior. Este modo de pensar está sobre todo presente en Fichte, para quien la necesidad de la existencia del mundo exterior —y con él, la naturaleza— es el resultado de una operación intelectual de la autoconciencia: el contraponer [Entgegensetzen] (Fichte 1997, 21/§2.1). El pensamiento humano es capaz de diferenciar y decir que una cosa no es la otra, pero, al nivel de abstracción de la Wissenschaftslehre (doctrina de la ciencia), donde se analizan las operaciones básicas de todo pensamiento sin referencia a ningún contenido empírico, el único contenido al que la conciencia puede aplicar la operación de oposición es ella misma (Fichte 1997, 24/§2.9). Por ello, de esta operación se deduce el no yo, de tal forma que todos los atributos y propiedades del yo son contrapuestos a los del no yo (Fichte 1997, 24/§2.11). Si el primero se (a)percibe como espontáneo y libre porque la relación intencional de la conciencia y su objeto son idénticos, el no yo debe aparecer como no libre y sometido a la causalidad; si el primero es objeto de respeto porque, al ser autoconsciente, no solo tiene necesidades y deseos, sino que los sabe suyos y, por ende, como parte de un proyecto de vida unificado que va aparejado a la realización de su persona, el no yo se piensa como lo que puede, o incluso debe, ser pisoteado. Esto hasta tal punto de que el no yo, la naturaleza, aparece explícitamente en el Fundamento del derecho natural de Fichte como simple materia indeterminada e inerte, cuyo propósito viene siempre de la mano del hombre y cuya dinámica causal se reduce a resistirse a los fines humanos (1991, 27/§2).

Adorno piensa que esta concepción de la naturaleza también cobija a Hegel, aunque de forma más matizada. La razón está en el carácter de sistema de la filosofía hegeliana (Adorno 2011, 31). Es cierto que Hegel intenta demostrar un continuum lógico y ontológico entre el sujeto y el objeto. Todo el tránsito del último capítulo de la doctrina de la esencia a la doctrina del concepto —que se resume en la idea de que toda causalidad es, en el fondo, acción recíproca— apunta a demostrar que la sustancia (la naturaleza) tiene una estructura autopoiética de autoproducción y autodiferenciación dinámicas y, en esa medida, es isomórfica con la autoconciencia2. Ese es el sentido de la famosa máxima de que la sustancia es sujeto y viceversa. Pero en el momento en que esa autopoiesis dinámica de la naturaleza no cabe en las categorías del sistema del pensamiento subjetivo, la respuesta de Hegel es que la naturaleza es “impotente” para expresar las formas puras del pensar (2014a, 282). Si, por ejemplo, no es posible deducir de las categorías puras del pensamiento que existen 67 especies de papagayos, el problema es de los papagayos y no del concepto puro del género (Hegel 2014a, 524). Hegel nunca niega que la naturaleza posee los atributos del valor divino y la inteligencia (2014b, 24/§247), pero los posee petrificados y congelados, de tal modo que la naturaleza solo actualiza sus atributos en el espíritu y en la autoconciencia, es decir, en la medida en que se deja atrapar y subsumir por la actividad humana. Lo que Hegel escribe con las manos lo borra con los codos. La preferencia por el sistema y la idea de que todo lo que no encaje en él es impotente sigue respondiendo a la falacia de la subjetividad constitutiva, es decir, a que la naturaleza solo puede ser algo valioso por medio de la transformación teórica o práctica del hombre3.

Ahora bien, según Adorno, la naturaleza aparece como algo inferior e impotente en los idealistas debido a una cuestionable maniobra argumentativa de inversión. Aunque sería bastante obvio que el carácter insondable de la naturaleza apunta a que nuestro pensamiento subjetivo es finito y no puede aprehenderlo todo, los idealistas transforman lo inesperado y desconocido de la naturaleza en el signo de su inferioridad. Esta maniobra de inversión es, sin embargo, una proyección racionalizada de un instinto animal y primitivo: la autoconservación y la furia del depredador contra su presa que es solo una consecuencia del miedo que aun siente frente a ella:

Este esquema antropológico se ha sublimado hasta en el seno de la teoría del conocimiento. En el idealismo —de la manera más explícita en Fichte— rige inconscientemente la ideología, según la cual el no-yo […] en último término todo lo que recuerda a la naturaleza, es menos valioso de modo que la unidad del pensamiento que se conserva a sí mismo se lo puede zampar sin remordimientos […] El sistema es el vientre hecho espíritu, la furia el marchamo de cualquier idealismo. (Adorno 2011, 32)

Pero al declarar la naturaleza como inferior a sí, el sujeto se trata a sí mismo como cosa. La lógica de la autoconservación es el puente entre el desprecio de la naturaleza y la autocosificación de la subjetividad. Esta es la tesis de Horkheimer y Adorno (2007) en el capítulo de Dialéctica de la Ilustración dedicado a la aventura de Odiseo. Comúnmente suele asociarse la autoconservación con un impulso de mantenimiento de la propia vida. Incluso solemos atribuirles tal impulso a las creaturas naturales en general. Pero, aunque la disposición de la vida ajena como forma de asegurar la propia subsistencia sea una práctica común en el reino natural, esta no es la esencia de la autoconservación tal y como opera en la civilización capitalista. Allí la autoconservación consiste en el triunfo del sí mismo frente a la naturaleza como un todo (Horkheimer y Adorno 2007). La diferencia está en que las creaturas naturales buscan asegurar su propia vida, y el hombre capitalista dominar lo viviente, incluso si eso implica sacrificar su propia vida. Pero debido a que el ser humano es también un ser viviente, la lógica de la autoconservación conduce a una escisión interna en el sujeto: el ser humano se autoconserva, si su parte supuestamente humana, intelectual o superior vence a la parte animal, sensible o inferior4. En consecuencia, toda autoconservación, entendida como dominación de lo viviente, es una autonegación y un autosacrificio. Pero este autosacrificio es también cosificación, porque esa parte supuestamente intelectual y superior que debe triunfar contra la naturaleza no es otra cosa que su aspecto calculable. Mientras se esmeran por su autoconservación, los seres humanos se vuelven más calculables, más cosificados. El éxito de la teoría de la elección racional —que afirma contradictoriamente la agencia del individuo y, a su vez, la previsibilidad calculable de la conducta humana— es la expresión teórica de la contradicción de la autoconservación.

Si la naturaleza inherente del ser humano sale sacrificada con la autoconservación, sucede lo mismo con la externa, es decir, las formas de vida más que humanas del planeta tierra. No se trata de sacrificios separados, sino de un único sacrificio. A la base de toda autoconservación —que en realidad es siempre un sacrificio de lo viviente— se halla una ecuación fraudulenta: la cantidad de vida interior y exterior que el individuo sacrifica para su autoconservación nunca se verá retribuida en el futuro. La ecuación es totalmente irracional. La autoconservación exige el sacrificio de la vida presente con el fin de asegurar una la vida en el futuro, pero cuando llegue ese futuro, no habrá vida para ser vivida (esto puede verse claramente tanto en la crisis ecológica como en la tragedia de las pensiones). Pues la realización y la satisfacción de la lógica de la autoconservación está siempre en la previsión como sacrificio de la vida presente. Alcanzar el futuro previsto es para la autoconservación supropio fracaso. Por ello, gobernada por la lógica de la autoconservación, la sociedad capitalista es una sociedad de la previsión y, sin embargo, una sociedad sin futuro.

Salir de la ecuación fraudulenta de la autoconservación implica abrazar una perspectiva materialista que, por su propia naturaleza, es ecológica y radical. Este materialismo necesariamente ecológico aparece en la tesis de Adorno sobre la prelación dialéctica del objeto.

La prelación del objeto y el materialismo ecológico

La profunda crítica del idealismo presentada por Adorno no debe confundirnos: el rechazo de la subjetividad constitutiva no significa abrazar el empirismo o el materialismo vulgar o fisicalista, es decir, la tesis de que los pensamientos y procesos espirituales son reductibles a procesos observables por la física como ciencia natural. Adorno es plenamente consciente de la crítica idealista del materialismo vulgar. Tal y como lo había visto Hegel, la contradicción infantil del materialismo vulgar es que quiere reducir los conceptos a la materia, pero no hay determinación más conceptual que la de materia: si la materia es la dureza o la masa desprovista de toda forma o cualidad particular, entonces ella, antes que un elemento inmediato, es el resultado de una abstracción conceptual. La materia como tal nunca es perceptible, porque percibimos siempre cualidades específicas: papel, madera, metal, etcétera5.

El materialismo de Adorno quiere escapar al dilema entre idealismo y materialismo fisicalista vulgar. Su perspectiva no desconoce que hay una mediación o una transformación del objeto por parte del sujeto en sus relaciones teóricas y prácticas con el mundo. No hay acá ningún interés de defender el realismo ingenuo frente a la crítica idealista: “hay que mostrar al sujeto su objetividad, no expulsar sus acciones del conocimiento” (Adorno 2009, 248). Esto se logra si entendemos que hay una mediación recíproca, pero asimétrica, entre sujeto y objeto. El sujeto, tal y como fue conceptualizado por el idealismo, tiene que ser pensado como objetivo, mientras que el objeto, si bien solo potencialmente y no actualmente, sí puede ser pensado sin la subjetividad: “el sujeto se puede eliminar de la objetividad potencialmente [potentiell], pero no actualmente [aktuell]; no sucede lo mismo con la subjetividad respecto del objeto” (Adorno 2009, 246).

Para entender esta tesis enigmática, podemos comenzar con la idea de que el sujeto, tal y como lo concibieron los idealistas, tiene que ser pensado como objetivo. La misma tesis de la subjetividad constitutiva, al predicar del sujeto la capacidad de transformar y (de)formar al objeto de conocimiento, presupone que el sujeto existe en un plano ontológico objetivo. Si el sujeto no fuese él mismo objeto, no podría transformarlo en su acto de conocimiento: toda transformación es una interacción y la interacción solo puede tener lugar entre entidades de la misma naturaleza. Para constituir al objeto, el sujeto tiene que ser objetivo: toda descripción es una autodescripción; el sujeto no podría, por tanto, describir lo objetivo si no fuese él también objetivo. Vemos acá que la opción por el materialismo es el resultado de una crítica inmanente del idealismo, de demostrar que los propios supuestos y tesis idealistas nos llevan al carácter objetivo del sujeto.

Pasemos ahora a la segunda idea, a saber, que el objeto sí puede ser pensado sin subjetividad, si bien solo potencialmente y no actualmente. Esto significa que puedo pensar un mundo sin mi existencia e incluso sin la existencia de seres humanos en general. Hubo algo y quedará algo sin la presencia de los sujetos en el universo. Pero frente a esta tesis, el idealista siempre va a objetar que la afirmación de que hay un mundo por fuera del sujeto sigue dependiendo de una operación del pensamiento: la afirmación de que hay algo antes de nosotros sigue siendo una afirmación del sujeto para el sujeto. Estamos entonces atrapados en una antinomia. Es cierto que hubo un mundo antes y después de mí, pero también es cierto que ese mundo me es accesible solo en la intentio obliqua (tal como aparece en mi intelecto) y no en la intentio recta (por fuera de mi intelecto).

El postulado de Adorno de que el objeto puede ser pensado sin subjetividad solo potencialmente y no actualmente se anticipa a la contrarréplica idealista y soluciona la antinomia. Actualmente, el mundo no puede ser pensado sin sujeto, pues “actual” —así como “ahora” o “aquí”— es un término indexical inseparable de la subjetividad del enunciador: el aquí y el ahora es donde yo estoy, y lo actual es para mí en la intentio obliqua. Pero potencialmente, en las posibilidades inmanentes del mundo, el objeto puede existir sin sujeto porque hubo y habrá algo antes y después de mí. El error del idealismo radica, en este sentido, en concluir del hecho de que el objeto no puede actualmente ser pensado sin sujeto la afirmación de que el objeto como tal depende del sujeto.Si el sujeto no puede dejar de ser pensado como objeto, pero no al contrario, entonces el proceso por medio del cual el sujeto transforma y media el objeto de conocimiento es uno objetivo y material. Esta es la razón por la que Adorno es materialista y por la que su materialismo es una auténtica superación inmanente del idealismo en la medida en que reconoce el momento subjetivo, pero demuestra su materialidad. Ahora bien, la materialidad de este proceso de mediación subjetiva no significa su reducción a patrones fisicoquímicos, sino su corporalidad. La experiencia es el concepto que designa ese proceso de mediación del sujeto en el acto del conocimiento, pero la tesis materialista es que la experiencia es fundamentalmente somática antes que intelectual: “el momento somático es irreductible en cuanto momento no puramente cognitivo en el conocimiento” (Adorno 2011, 182).

En el materialismo, el cuerpo es el lugar en que el espíritu pierde su dominio y soberanía; el lugar en que se deshace la distinción entre actividad y pasividad, entre espontaneidad y receptividad. La coincidencia entre ser activo y ser paciente, defendida por el joven Marx en los Manuscritos de 1844 (1966, 116-117), pasa sin duda por el carácter corporal-natural del ser humano: gracias al cuerpo, el ser humano actúa sobre el mundo, pero también el mundo actúa sobre él. El carpintero hace sillas con sus manos, pero estas son también testimonio de la actividad de la madera y de las herramientas sobre su piel, uñas y falanges. En este sentido, no es gratuita la constante alusión de Adorno a la tesis de Marx y Engels en la Ideología alemana, de acuerdo con la cual la separación entre el trabajo intelectual y el corporal es la precondición histórica y material del nacimiento del idealismo y el dominio del espíritu (Adorno 2011, 169). En el trabajo corporal es patente la coincidencia entre ser agente y paciente, por lo que solo ocultándolo y menospreciándolo el sujeto puede concebirse como actividad espontánea separada de la afectividad del cuerpo.

Si el postulado de que el sujeto es objetivo en tanto que cuerpo es la tesis central del materialismo de Adorno, entonces estamos frente a un materialismo necesariamente ecológico. La idea de un materialismo ecológico se compagina, de hecho, con la idea de la historia natural [Naturgeschichte]6, ya que esta anula la contraposición entre historia y naturaleza (Adorno 2010, 304). De forma más específica, pone en cuestión la idea según la cual la naturaleza es la esfera de lo dado, lo repetitivo-cíclico y necesario, mientras que la historia sería la de lo inesperado, nuevo y contingente (Adorno 2010, 304). Esta dicotomía es falsa porque supone que el sujeto es activo y el objeto pasivo: ignora el carácter corporal del reino de la subjetividad —adonde se supone que pertenece la historia—, es decir, que toda actividad del ser humano frente al mundo supone también su pasividad y su afectividad (su ser afectado) frente a este.

En efecto, la falsedad de la dicotomía se muestra con fuerza en su contradicción interna. Por un lado, la sociedad moderna, cuya pretensión fue siempre dejar atrás la naturaleza, es la sociedad más naturalizada de la historia: las lógicas del sistema económico capitalista —las crisis, la pobreza, el desempleo con desarrollo tecnológico— operan como una “segunda naturaleza”, es decir, leyes naturales ciegas, completamente avasalladoras, frente a las que los seres humanos no tienen ningún control (Adorno 2010 y 2011). Intentándose separar de la naturaleza, la sociedad se volvió como aquella naturaleza que denunciaba y quería abandonar. Por otro lado, la naturaleza, allí donde está más alejada de la historia, aparece cada vez más como historia, como “transitoriedad” [Vergänglichkeit] (Adorno 2010, 314), es decir, como discontinuidad imprevisible: la pandemia por el coronavirus es una muestra de ello.

Ahora bien, es interesante notar que la superación de la antítesis entre historia y naturaleza conlleva, según Adorno (2010), la disolución del concepto mítico de naturaleza. Este concepto mítico se refiere precisamente a esa idea de naturaleza como algo pasivo, cíclico e idénticamente repetitivo. El concepto mítico de naturaleza tiene, sin duda, un aspecto opresivo sobre el ser humano, que se expresa en la idea también mítica del destino: un término que designa lo que el materialismo histórico conocía como la violencia de la necesidad, es decir, la aparente inevitabilidad del hambre, la escasez, la guerra, etc. La modernidad intenta superar el mito y el destino, pero, como lo plasman Horkheimer y Adorno en Dialéctica de la Ilustración, el intento moderno de superar el mito es él mismo mítico: los atributos míticos de ciclo ciego y repetición infernal describen con paradójica exactitud la forma de organización social que quiso superar el mito. La salida de lo mítico no está ni en la modernidad ilustrada capitalista ni en un retorno acrítico y premoderno de lo mítico, sino en la idea de que la naturaleza no es pura repetición cíclica de lo viejo ya dado, sino que es ella misma el reino de la transitoriedad, de lo discontinuo e inesperado. Estaremos por fuera de la esfera de lo mítico si asumimos que en la naturaleza se produce y tiene lugar lo no idéntico y lo nuevo radical.

Por otra parte, la imprevisibilidad de la naturaleza frente a nuestras categorías y conceptos no es signo de su inferioridad, como para los idealistas, ni tampoco un estadio pasajero atribuible a nuestra falta de conocimiento, como para el realismo ingenuo, sino su determinación más radical. En su autopoiesis constante, en el hecho de que la vida se define por producir y dar lugar a nueva vida, la naturaleza se excede permanentemente a sí misma, va más allá de lo que ella misma había establecido. El crecimiento y la reproducción, señas que definen a lo natural, no son la aparición constante de lo mismo, sino el surgimiento de lo cualitativamente nuevo. Este carácter excesivo, auténticamente creativo de la naturaleza, es lo que, a mi parecer, Adorno designa como lo heterogéneo, lo difuso, lo plural, lo no conceptual o lo no idéntico7.

Asumir la naturaleza como reino de lo discontinuo e inesperado es entonces la clave de la liberación humana del destino o de la violencia de la necesidad. El hombre concreto y real, con la dignidad puesta en su cuerpo y necesidades y no en las abstracciones idealistas y liberales, puede estar en el centro si la naturaleza lo está también. Pues la única forma en que su naturaleza y su objetividad (es decir, su cuerpo) estén revestidas de dignidad es que lo estén a su vez toda la naturaleza y toda la objetividad. El único humanismo realizado, como lo anota el Marx del 44, es el naturalismo realizado. Adorno (2009) intenta captar la descripción utópica de la liberación humana con los conceptos de comunicación objetiva y paz. Ambas nociones apuntan a un “acuerdo entre los seres humanos y las cosas”, que existe cuando hay una “diferenciación sin dominio” y, por tanto, cuando la relación entre el ser humano y la naturaleza no es ni de unidad sin diferencia, ni de antítesis absoluta (2009, 244).

Diferenciación sin dominio significa que en la relación entre ser humano y naturaleza se reconoce la especificidad irreductible de ambos. En el acuerdo entre personas y cosas, el ser humano conserva su singularidad entre los demás vivientes: el lenguaje, la conciencia, el pensamiento y su pretensión universal de ser tratado con dignidad. No se trata entonces de que el ser humano renuncie a humanizar la naturaleza y a transformarla para su subsistencia: el ecofascismo y todos los pseudopensamientos del ser humano como “plaga” o “problema ecológico” siguen presuponiendo la antítesis entre humanidad y naturaleza, y no abandonan el marco que quieren denunciar. Pero, siguiendo la idea de una diferenciación sin dominio, la singularidad del ser humano no debe opacar la singularidad de la naturaleza, su carácter auténticamente productivo y creativo, porque la singularidad humana es una manifestación de la productividad natural. En consecuencia, el ser humano debe asumir el carácter necesariamente finito de su humanización de la naturaleza. Esto quiere decir, por un lado, renunciar a la idea de que cuando transforma la naturaleza por medio del pensamiento y del trabajo está elevando o dignificando lo natural; por otro, entender que, en su propia expansión autopoiética, la naturaleza es irreductible a nuestros fines y esquemas, y que cualquier acto o declaración que pretenda reducirla a ellos en su totalidad es violencia no solo contra ella, sino contra nosotros mismos como creaturas naturales. Si el idealismo de Fichte y Hegel argumenta con precisión que la libertad del otro no es un límite, sino la condición de posibilidad de mi propia libertad, el materialismo de Adorno extiende la noción de acuerdo y reconocimiento hasta la naturaleza en virtud del carácter objetivo del sujeto: la libertad de la naturaleza, es decir, la posibilidad real de su expansión autopoiética, no es un límite, sino la condición de la libertad humana.

La catástrofe ecológica consiste justamente en que la actividad productiva de los seres humanos bajo el capitalismo, que reduce toda la naturaleza a priori al esquema de la mercancía y a la finalidad de la acumulación infinita del capital, amenaza esa posibilidad real de la infinita expansión autopoiética de la naturaleza. Si Fichte y Hegel mostraron que la base de la injusticia son las justificaciones del derecho no relacionales y atomistas, como las del contractualismo inglés de Hobbes y Locke, hay que repetir este gesto crítico no solo desde el reconocimiento intersubjetivo, como lo hace Honneth (1992), sino también desde el acuerdo entre cosas y personas como lo pedía ya Adorno: la base de la tiranía entre los humanos —y también de la crisis ecológica— son las justificaciones de la libertad humana que ignoran que la libertad de la naturaleza, entendida como su posibilidad real de expansión autopoiética, constituye nuestra propia libertad.

Dado que el presupuesto de toda libertad y actividad humanas es la infinita expansión autopoiética de la naturaleza, el dominio del capital y del concepto sobre lo objetivo es esencialmente finito y contingente. Por más de que el capital intente subsumir la vida y la naturaleza, estas lo exceden. Con esta idea, Adorno (2005) se inscribe en la tradición materialista del Marx de la Ideología alemana de concebir la emancipación como movimiento real y no como mero ideal normativo. El hecho de que lo no idéntico, es decir, la naturaleza en su expansión autopoiética infinita, no pueda ser subsumido por el capital y el concepto, porque estos lo necesitan permanentemente, configura la posibilidad real y concreta de la utopía:

Pero el hecho de que se necesite igualmente de lo no subsumible bajo la identidad —según la terminología marxista, del valor de uso— para que la vida en general, incluso bajo las relaciones de producción dominantes, perdure es lo inefable de la utopía. (Adorno 2011, 23)

Materialismo ecológico como materialismo del cuidado y la reproducción

A pesar de que el materialismo ecológico tiene una radicalidad conceptual indiscutible porque hace de la libertad de la naturaleza condición de posibilidad de la libertad humana, Adorno tuvo siempre la dificultad de relacionar su propuesta emancipatoria con luchas políticas concretas8. Se podría pensar que sus reflexiones sobre el arte, de acuerdo con las cuales en la obra se muestra la autopoiesis de la objetividad por medio de la tensión entre la intención del artista y el material, apuntan a que el arte es un espacio político de resistencia9. Siguiendo esta idea, pueden definirse los espacios políticos de resistencia en el pensamiento de Adorno como aquellos en los que se manifiesta el hecho de que la vida y la naturaleza, en su expansión autopoiética infinita, son irreductibles al capital. Aun así, si bien Adorno puede proveernos de una definición general de la resistencia, su pensamiento no pudo iluminar los lugares o prácticas en los que esta resistencia aparece de forma más o menos recurrente o privilegiada.

Quiero argumentar en este apartado que el pensamiento de Raquel Gutiérrez Aguilar llena este vacío de Adorno. A mi parecer, la propuesta analítica de la política en femenino, así como su lectura, influenciada por Silvia Federici (2013 y 2018), de la centralidad de la reproducción en los procesos sociales del capitalismo contemporáneo, conservan y potencian los aspectos más radicales y sugerentes del materialismo ecológico adorniano, tales como la idea de que la libertad de la naturaleza es condición para la libertad humana y la definición general de la resistencia como la manifestación política de la irreductibilidad de la vida y su infinita expansión autopoiética al capital.

El concepto de política en femenino no se refiere a la política hecha solo por mujeres ni a sus reivindicaciones como sujeto particular (Gutiérrez Aguilar 2017). Esta refiere a la tesis de que las claves de una comunidad emancipada y sin dominación está en las labores y tareas que históricamente se han atribuido a las mujeres. El conjunto del trabajo realizado por las mujeres se designa usualmente con el término de cuidado, por lo que la política en femenino plantea que la emancipación frente al capital y, con ella, la alternativa frente a la devastación ecológica pasa esencialmente por denunciar críticamente la separación de las actividades humanas frente al cuidado y resaltar el potencial liberador que está presente en las labores que pertenecen a su esfera. Aunque el cuidado es realizado históricamente por mujeres, también los varones —al menos los que pertenecen a ciertos grupos que tienen relaciones más comunitarias en América Latina, como los indígenas y los negros— están dentro de la órbita del cuidado (Gutiérrez Aguilar 2017). Esto porque el cuidado no es un conjunto fijo de actividades (plantear eso sería una forma inaceptable de esencialismo), sino una lógica, una “forma de lo político” (Gutiérrez Aguilar 2017, 70). La reivindicación de la política en femenino consiste entonces en que todas las actividades humanas se desarrollen y se desplieguen bajo la lógica del cuidado. Su apuesta es que los lugares y actividades que están más ligados con esta lógica, como las prácticas de los pueblos indígenas y negros, así como el trabajo de la reproducción realizado por las mujeres en general, se extiendan de forma contagiosa a aquellos espacios y actividades más alejados (Gutiérrez Aguilar 2017)10.

Esta lógica del cuidado está relacionada con el concepto de producción y reproducción de lo común. En efecto, Gutiérrez Aguilar (2017) entiende por producción de lo común el cuidado de los recursos materialmente disponibles con el fin de la reproducción de la vida colectiva. Para entender a cabalidad el concepto de lo común, es imperativo reconstruir la distinción que plantea Gutiérrez Aguilar entre lo común y la propiedad colectiva, y también entre lo común y lo público-estatal. Detrás de estas distinciones hay una reflexión profunda en clave adorniana acerca de la codependencia entre la libertad humana y la libertad de la naturaleza, que apunta a la idea de un acuerdo entre las personas y las cosas.

De acuerdo con Gutiérrez Aguilar (2017), la diferencia entre la propiedad y lo común consiste en que la primera (así sea colectiva) remite a la tenencia y, por tanto, a la relación de dominio entre el habiente y lo tenido, mientras que lo común es algo que se genera, se produce y se actualiza permanentemente, también por obra y acción de la “Pachamama” o la naturaleza. En consecuencia, en la propiedad el ser humano no tiene ninguna relación de responsabilidad frente a la naturaleza, mientras que lo común parte de la premisa de que la vida humana solo es posible si la vida más que humana también lo es11. Aunque es cierto que la institución de la propiedad supone ciertas relaciones de respeto y reciprocidad entre seres humanos (por ejemplo, no robar), esta reciprocidad está abstraída de la naturaleza. Por ello, dicha reciprocidad es falsa. Excluir a la naturaleza de las relaciones humanas de reciprocidad termina excluyendo al propio ser humano, no solo porque la naturaleza es la condición objetiva de la vida humana, sino porque el ser humano es también un ser natural. Así, el concepto de lo común retoma la tesis de Adorno según la cual no hay acuerdo (relaciones no violentas) entre seres humanos, si no lo hay entre estos y las cosas.

Pero la idea de un acuerdo entre los seres humanos y las cosas aparece también en la oposición entre lo público y lo común. Al respecto, la tesis central de Gutiérrez Aguilar (2017) es que lo público es una deformación de lo común. En efecto, lo público pretende ser la esfera del autogobierno de las sociedades modernas, el lugar en el que los ciudadanos pueden deliberar en igualdad de condiciones y decidir sobre su propia vida en colectivo. Sin embargo, esta pretensión de lo público está estructural y sistemáticamente frustrada por dos razones.

La primera razón es que el concepto de lo público no puede pensarse por fuera de la dicotomía público/privado. En las sociedades modernas capitalistas, la línea divisoria entre lo público y lo privado está demarcada por la propiedad privada, de modo que esta distinción se compagina prácticamente con la distinción entre economía (esfera privada) y política (esfera pública). Presa de esta distinción originaria, una política basada en lo público tiene que aceptar indefectiblemente la despolitización de los asuntos económicos y está condenada a ser una política que no es política, es decir, una incapaz de socializar efectivamente la capacidad de decisión de los individuos sobre los asuntos que los afectan. Lo común, por el contrario, no supone tal separación entre economía y política. Dado que lo común no es algo que se tiene, sino que se produce y reproduce permanentemente, la gestión y cuidado democrático de los recursos económicos para el sostenimiento de la vida material le es esencial.

La segunda razón es la relación esencial entre lo público y el Estado. El supuesto espacio de autogobierno de las sociedades modernas está estructurado desde el Estado y tiene su soporte en él. Pero el Estado es, por definición, un aparato de despojo de la capacidad de decisión de los individuos. Lo público está atrapado en la contradicción de ser la esfera de autogobierno de la sociedad atravesada, sin embargo, por prácticas de despojo de la capacidad de decisión de los individuos. En este sentido, la relación que tiene lo público (mediado por el Estado) con la sociedad en su conjunto es una relación de abstracción real: en las sociedades modernas capitalistas, la constitución de la esfera pública se realiza por medio de la abstracción y la omisión de grupos enteros de la sociedad, de sus necesidades, inquietudes e intereses. Lo común no supone un modelo universal que trata de imponerse a la vida social desde afuera, pero tampoco se queda en un particularismo de demandas grupales inconmensurables entre sí. Lo común es una forma de vida universalizable. Comienza generalmente en aquellos grupos de la sociedad que, en situaciones extremas de despojo, están obligados a garantizar su vida colectiva por fuera de los circuitos del valor y de la mercancía, pero tiene la potencialidad de extenderse inmanentemente, desde abajo a otros grupos o esferas de la sociedad.

De este modo, lo público-estatal es abstracto y lo común es concreto. Pero el carácter abstracto de lo público y el concreto de lo común nos permite ver qué tipo de concepción de la naturaleza presuponen estas formas políticas. Aquí vale la pena resaltar la influencia que tiene Bolívar Echeverría en las reflexiones de Gutiérrez Aguilar. En efecto, Bolívar Echeverría (1998) argumenta que la forma política del Estado, la cual encuentra su paroxismo en la idea moderna de la revolución que hereda también el proyecto marxista, tiene la misma actitud frente al mundo social que el capital y el valor frente a la naturaleza: si el capital es dinero que debe crearse ex nihilo infinitamente ignorando la forma natural del mundo (los límites ecológicos, por ejemplo), la revolución —como expresión última de la estatalidad— crea una nueva sociedad ex nihilo echando por la borda todas las tradiciones y la vida inmanente de la sociedad recusándola de atraso y superstición. Esta es la razón de la violencia inevitable de las revoluciones socialistas y el motivo por el cual el ideal moderno de la revolución contradice la idea adorniana de una diferenciación sin dominio. Lo común, por el contrario, no aspira a tal creación ex nihilo propia de la revolución moderna, aunque no renuncia a las pretensiones emancipatorias anticapitalistas del marxismo. La apuesta emancipatoria de lo común pasa por la idea de que incluso la socialización capitalista es imposible sin prácticas del cuidado y de que en estas prácticas está la llave de la emancipación. Desde lo común, la emancipación no consiste en comenzar de cero (pretensión que busca emular la posición del sujeto que ha vencido la naturaleza), sino en reivindicar y hacer explícito como resistencia ese fondo no capitalista que permite la existencia del mismo capitalismo: las prácticas del cuidado.

Aquí podemos ver el diálogo que establece Gutiérrez Aguilar con los planteamientos de Silvia Federici: nuestra comprensión del capitalismo debe partir de la centralidad analítica de la reproducción y no de la producción. La centralidad analítica de la producción se concentra en estudiar los actores y sus formas de interacción y explotación en el proceso de producción de (plus)valor, mientras que el énfasis de la reproducción busca demostrar que el proceso de producción de (plus)valor está soportado y sostenido por prácticas y labores del cuidado que el propio sistema capitalista considera no productivas. Este enfoque no solo amplía el espectro y la definición de la explotación porque hace visible el trabajo de reproducción de la clase obrera que realizan gratuitamente las mujeres, sino que nos permite enfocar las categorías de la emancipación desde el punto de vista de la reproducción y no de la producción. Esto significa que la emancipación no consiste simplemente en la socialización y democratización de la producción, sino en el reemplazo de la lógica de la producción por la lógica del cuidado y la reproducción.

Los propios términos producción y reproducción nos ayudan a dilucidar la lógica específica que les subyace. En su significado literal, producir es llevar o conducir hacia adelante. En las concepciones idealistas, la transformación de la naturaleza por medio del trabajo consiste en dejar atrás la naturalidad de la materia por medio de la actividad del dar forma [Formieren] (Hegel (2009, 64/§56). Se presupone acá que la materia es lo informe, inerte e indeterminado, y que la actividad humana la extrae de ese reino de indeterminación y la convierte realmente en algo: la madera, un material de trabajo indefinido y abierto, que por sí misma es solo un conjunto de posibilidades que afirma o se resiste a nuestros proyectos, se vuelve un artefacto definido, como una silla o una mesa. Por el contrario, la relación que tiene el/la cuidador/a con la vida es de orden distinto: el cuidado reproduce la vida porque permite su crecimiento y desarrollo, pero el crecimiento que surge en y por el cuidado no es el resultado de un plan o de una imposición subjetiva por parte de la cuidadora o el cuidador. El cuidado potencia la vida a través de la escucha y no de la imposición: cuidar una vida (sea la de una planta, un animal o un ser humano) significa crear y asegurar las condiciones para dejarla ser, para su desarrollo libre. En consecuencia, en la reproducción se busca siempre armonizar la expansión autopoiética de la vida con el desarrollo libre de la especie humana.

Reemplazar la lógica de la producción por la de la reproducción significaría, por ejemplo, como lo ha planteado Maria Mies (1998), reexaminar nuestras categorías económicas, como el concepto de eficiencia. Este no debería definirse como la posibilidad de generar ganancias, sino considerar el retorno hacia la naturaleza de la energía y recursos invertidos por ella en el desarrollo de nuestras actividades. Nuestros conceptos económicos, como el trabajo, la inversión, el gasto, el retorno, la eficiencia, etc., deben pensarse desde la reproducción (de forma auténticamente) materialista y no, como lo hacen la economía neoclásica y ciertas vertientes del marxismo ortodoxo, desde el idealismo de la producción. Esto significa que hay que considerar la matriz total del intercambio entre ser humano y naturaleza y no abstraer la esfera de interacciones humanas de su arraigo natural. Llamar “externalidad” al daño que una multinacional causa al ambiente es, por ejemplo, expresión de ese sesgo idealista de la producción, al cual se opone el materialismo de la reproducción.

Si lo anterior es cierto, el cuidado y la reproducción, en su despliegue cotidiano, son ya resistencia, incluso resistencia ecológica. Entre más intensa sea la centralidad del cuidado y la reproducción en una actividad humana, tanto más se acerca ella a una relación con la naturaleza en la que prima la diferenciación sin dominio y el acuerdo entre cosas y personas12. Pero esta relación cercana entre cuidado, reproducción y resistencia no debe entenderse siguiendo tipologías puras, aunque podamos hablar de grados. Ni las formas de vivir de algunos pueblos indígenas y negros, en las que la vida de las personas es indisociable de la del territorio como un todo, pertenecen a una naturaleza virgen totalmente externa al modo de producción capitalista, ni tampoco la vida de las ciudades y los países del primer mundo, donde los vínculos comunitarios están más rotos, está completamente subsumida al capital (Gutiérrez Aguilar 2017). En virtud del enfoque analítico que parte de la centralidad del cuidado y la reproducción para entender los procesos sociales en las sociedades contemporáneas, podemos decir que no hay un adentro o un afuera absolutos respecto del capital.

En efecto, la particularidad del planteamiento de Gutiérrez Aguilar frente a la centralidad del cuidado y la reproducción radica en que no solo reconoce que las labores del cuidado, realizadas mayoritariamente por mujeres, reproducen la fuerza de trabajo para el capital abaratando los costos de producción de los trabajadores por medio del trabajo gratuito en el hogar. Sin dejar de lado esto, plantea también que en las tareas del cuidado y la reproducción tiene lugar algo más que la mera reproducción de la fuerza de trabajo: justamente se cultiva allí una relación de libre desarrollo entre la vida propia y la vida ajena (tanto humana como más que humana), porque el objetivo del cuidado no es dominar, sino crear las condiciones para el libre desarrollo de la vida distinta, tanto humana como más que humana (Gutiérrez Aguilar y Salazar Zarco 2022).

Por esta razón, el cuidado y la reproducción son, por una parte, absolutamente necesarios para el capital y su proceso de valorización, pero, por otra, irreductibles a él debido a la heterogeneidad de su lógica intrínseca. Con esto en mente, no sería exagerado decir que la lógica del cuidado y la reproducción constituye la esfera de lo que Adorno llamó lo “no subsumible bajo la identidad” o lo “no idéntico”, la cual opera al mismo tiempo como condición y como límite del proceso de valorización y acumulación del capital.

A modo de conclusión, este último planteamiento, inspirado por Gutiérrez Aguilar, nos permite de vuelta, del sur hacia el norte, visibilizar —e incluso superar— dos limitaciones de la teoría de Adorno. La primera es, como ya se dijo, su incapacidad de conectar el concepto general de la resistencia como la manifestación de lo no idéntico, o de la autopoiesis infinita de la naturaleza, con un espacio específico de la actividad humana en la sociedad capitalista contemporánea. La idea de que en el cuidado y la reproducción está el ejercicio de una libertad humana que tiene la libertad de la naturaleza como su condición esencial y no como su obstáculo que se debe vencer, nos deja ver que la lógica del cuidado es ese espacio específico. Así pues, puede decirse que incluso la posibilidad de resistencia que Adorno vislumbra en el arte estaría relacionada con que en esta actividad el artista tiene una relación de cuidado y no de dominio con el material: el artista deja ser al material, no busca dejarlo atrás, como sucede en la producción, sino hacerlo de nuevo presente, como en el cuidado y la reproducción; en la literatura, la novela escribe al escritor y en la pintura el pintor es él mismo pintado.

La segunda limitación es un rezago eurocéntrico que aún persiste en su teoría: la idea de que todas las concepciones premodernas de la naturaleza son míticas. Si, como lo ha mostrado Gutiérrez Aguilar, ciertas relaciones que tienen con la tierra los pueblos indígenas y negros están atravesadas por la lógica del cuidado —sin decir, por supuesto, que son relaciones puras de cuidado o que no están exentas de contradicciones y formas de dominación internas—, entonces no hay que ver allí el mito o el destino, sino un germen posible de su superación con el que debemos dialogar para fomentar su contagio con nuestras formas de vida y afrontar, así, la catástrofe ecológica y social resultante del capitalismo.

Referencias

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Este artículo se escribió específicamente para este número temático, no contó con financiación.

1 Véase, por ejemplo, el trabajo de Regina Becker-Schmidt (1999), que discute primordialmente con el feminismo liberal y radical, o el de Bruce Martin (2006), que plantea similitudes entre Adorno y el ecofeminismo, pero ignora conceptos cruciales trabajados desde el sur como lo común, el cuidado y la reproducción.

2 Para un desarrollo más detallado de esta interpretación de Hegel, véase: Parra-Ayala (2021), Gabriel (2018), Martin (2012). No es este el espacio para desarrollar los detalles y matices de estas lecturas.

3 Al respecto dice Adorno: “[…] por su parte, la ciencia de la lógica [de Hegel] es abstracta en el sentido más simple; la reducción a conceptos universales elimina ya de antemano lo contrario a estos, aquello concreto que la dialéctica idealista alardea de portar en sí y desplegar” (2011, 46).

4 Puesta en este sentido, la paradoja de la autoconservación es también, como lo ha argumentado ya Shuster (2014), la paradoja de la autonomía entendida como el obedecer solo a uno mismo: la autoobediencia supone la misma escisión en el sujeto que la autoconservación. Esta escisión, como plantea Basnett (2021), responde en última instancia a la división aristotélica entre ser humano y animal, la cual busca fundar la libertad humana en una distinción frente a los animales, lo cual trae como consecuencia que el ser humano mismo se divide en una parte animal y una parte humana. Sin embargo, no hay que olvidar que Adorno no abandona del todo el concepto kantiano de autonomía. Como lo han mostrado Cook (2020) y Parra-Ayala (2022), en las ideas de Adorno (1998) sobre la educación en sus conversaciones con Hellmut Becker hay todavía muchos elementos de la idea kantiana de la Ilustración y la mayoría de edad. Como argumentaré más adelante, una posible solución a esta disputa en los intérpretes estaría en la idea de que alcanzar la verdadera emancipación significa para el ser humano acoger la libertad de la naturaleza como condición de su propia libertad y autonomía. Con esto la autonomía no sería el movimiento de darse a uno mismo la propia ley, el cual, por definición, se abstrae y se opone a la naturaleza sino la diferenciación sin dominio entre unos y otros, entre humanos y seres más que humanos.

5 Dice Hegel: “para este materialismo la materia vale como lo verdaderamente objetivo. La materia, sin embargo, es ella misma un elemento abstracto, el cual no puede percibirse como tal. Puede decirse por ello que no hay materia; pues si ella existe, ella es siempre algo determinado y concreto” (2014b, 111/§38).

6 Si bien el concepto de historia natural pertenece a las reflexiones de juventud de Adorno, este no desaparece, sino que acompaña toda su obra: en Dialéctica negativa hay un pasaje consignado a este concepto (2011, 352ss.) y el término aparece al menos una decena de veces, todas las cuales intentan poner en cuestión la dicotomía entre historia y naturaleza.

7 En su trabajo sobre Adorno y la naturaleza, Deborah Cook (2014) reconoce la estructura autotélica y la intencionalidad de la naturaleza como el aporte esencial de la filosofía adorniana a la discusión ecológica. Me suscribo a esta idea, aunque sea con términos algo diferentes.

8 No ignoro que existen intentos de actualizar el concepto adorniano de la resistencia y verlo en su posible realidad concreta, como en los trabajos de Holloway (2007) y en las sugerentes lecturas de Wilding (2007) y Freyenhagen (2014), que intentan justificar la actitud de Adorno frente al movimiento estudiantil de 1968 en Alemania. Pero justamente este tipo de trabajos existe porque es necesario hacer la aclaración. Mi tesis aquí es que tal actualización puede pensarse de manera más fructífera con los conceptos de Gutiérrez Aguilar, porque, además, el énfasis en el cuidado permite resaltar la dimensión ecológico-política de la filosofía adorniana en un movimiento real.

9 Esta línea de argumentación está, por ejemplo, en el trabajo de Espen Hammer (2006, 25), quien, basándose en el vínculo entre la tensión constitutiva del arte y lo no idéntico, plantea una “ética de la resistencia” que trasciende la esfera del arte.

10 Si bien Gutiérrez Aguilar reconoce que estos nodos de política autónoma, en los que opera la lógica del cuidado, pueden ser “expansivos” o “autocentrados” (2017, 62), no presenta esta distinción como un dualismo insalvable, sino como una distinción fluida cuyo polo dominante depende de las circunstancias.

11 Esta idea es, por ejemplo, para Silvia Federici, en su entrevista con Navarro Trujillo y Gutiérrez Aguilar (2017), el punto de partida entre un diálogo entre feminismo y ecología política: la lógica del cuidado y la reproducción nos muestran que el feminismo tiene que ser ecologista y el ecologismo, feminista.

12 Esta idea puede verse de forma más clara en el vínculo que Gutiérrez Aguilar y Navarro Trujillo (2019) trazan entre el cuidado, la reproducción y la clave de la interdependencia, es decir, el continuum ontológico entre el ser humano y la naturaleza.


Andrés Felipe Parra-Ayala

Doctor en Filosofía por la Rheinische Friedrich-Wilhelms-Universität Bonn (Alemania) y Doctor en Estudios Políticos y Relaciones Internacionales por la Universidad Nacional de Colombia. Profesor asociado del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de los Andes (Colombia). Últimas publicaciones: “Individual Freedom against Liberalism: Hegel’s Nonliberal Individualism”, The Southern Journal of Philosophy 61 (4): 622-637, 2023, https://doi.org/10.1111/sjp.12538; y “La concepción hegeliana de la realidad efectiva y la crítica de la metafísica”, Eidos 36: 223-255, 2021, https://rcientificas.uninorte.edu.co/index.php/eidos/article/view/12567. https://orcid.org/0000-0002-2652-9645 | af.parra212@uniandes.edu.co