INTRODUCCIÓN
¿Por qué los Estados, desde sus orígenes, se han interesado en educarnos? ¿Cuáles han sido los propósitos de las élites estatales de México para construir y desplegar un sistema de educación pública? ¿Qué tipo de ciudadanos ha pretendido crear el Estado mexicano mediante la educación pública? Responder a esas preguntas es el propósito del presente artículo. Para ello, se inicia con una breve exposición sobre los instrumentos que utilizan y han utilizado los Estados para lograr obediencia y hegemonía sobre la población que habita el territorio que controlan. Posteriormente se muestran las visiones que han tenido diferentes élites estatales en la historia de México, con el fin de tener un panorama amplio sobre las bases ideológicas de nuestro sistema de educación pública.
La educación pública es parte del sistema político, y como tal, se ve constantemente influida por los cambios que ocurren en este último. Por ende, para comprender los proyectos educativos públicos en México es menester entender las transformaciones que han ocurrido tanto en el sistema político mexicano como en la ideología de las diferentes élites estatales. Por eso, este artículo se centra en mostrar a los principales proyectos ideológicos que han moldeado a la educación pública en México en la dimensión de construir ciudadanía, es decir, de inventar al mexicano y la mexicanidad.
El artículo se divide en seis secciones. La primera de ellas conceptualiza al Estado como una “maquinaria de dominación territorialmente centralizada”, que, si bien tiene como elemento distintivo el contar con el monopolio de la violencia legítima (poder despótico), se hace obedecer sobre todo mediante lo que se conoce como “poder infraestructural”, es decir, interiorizando en la población que domina determinados códigos, valores, símbolos y actitudes que reproducen y legitiman el poder estatal. La segunda sección muestra la visión y misión educadoras de las élites estatales liberales del México decimonónico. Más allá de describir su proyecto educativo homogeneizador, se explican las motivaciones ideológicas e históricas de ello. En la tercera sección se expone cómo, durante el Porfiriato,1 se desplegó una política educativa que tenía como objetivo lograr que México transitara de ser un país de ciudadanos de una República imaginaria y comunidades indígenas reales, a ser una sociedad moderna e industrial que se ganara un lugar respetable en el concierto de las naciones desarrolladas. Para cumplir ese ideal era necesario inculcar costumbres de urbanidad y civismo, pero también ciertos conocimientos y hábitos que permitieran que las masas de campesinos e indígenas pudieran servir al desarrollo económico de México. En la cuarta sección se señalan los proyectos educativos de los grupos que se hicieron al poder del Estado al término de la Revolución Mexicana. Se explica sobre todo el proyecto de la escuela racionalista como “empresa redentora” de los campesinos e indígenas mexicanos, junto con sus controvertidas consecuencias. En la quinta sección se aborda el tema de la educación socialista en el contexto de la política de masas y el populismo tutelar del Estado posrevolucionario. En la sexta sección se muestran el proyecto educativo que imperó en México durante el “milagro mexicano”, también conocido como el Desarrollo Estabilizador. Al final se encuentra un epílogo donde se explica cómo durante el proceso de apertura económica y política, al erosionarse el poder despótico e infraestructural del Estado, este ha perdido una parte importante de su capacidad para desplegar un proyecto educativo acorde con las necesidades de una economía de mercado y un sistema político democrático, que sustituya los valores revolucionarios y autoritarios.
Este trabajo es la parte inicial de una investigación todavía en proceso sobre la construcción del Estado-nación mexicano en el siglo XX. Los estudiosos sobre la construcción del Estado (Statebuilding), como Michael Mann, Miguel Ángel Centeno o Charles Tilly, hacen énfasis en que ese proceso de creación de un ente monopolizador de la violencia legítima es realizado mediante eventos bélicos, los cuales generan la centralización burocrática, política, fiscal y militar en un determinado territorio. Sin embargo, los especialistas en la construcción de las naciones (Nation-building), como Ernest Gellner, Anthony Smith y Benedict Anderson, señalan que para construir una identidad nacional, si bien las guerras cumplen un papel importante, es todavía más relevante el rol de la educación pública, es decir, aquella que proporcionan los Estados. En esa línea de ideas, aquí se presenta lo concerniente al tema de la construcción o invención del Estado-nación mexicano desde el ámbito de las instituciones de educación pública.
EL ESTADO Y SU MAQUINARIA DE DOMINACIÓN IDEOLóGICA
La definición de Max Weber sobre el Estado se ha vuelto dominante en las últimas décadas tanto en la ciencia política como en la sociología política. Para ese autor, el Estado es “una comunidad política que, dentro de un territorio determinado (el territorio es su elemento distintivo), reclama para sí, con éxito, el monopolio de la violencia física legítima” (Weber, 1989, p. 64). En otras palabras, el Estado es un conjunto diferenciado de instituciones y personal (los altos funcionarios públicos, también conocidos como la élite estatal) que, sobre un área territorialmente demarcada, centralizan las decisiones políticas, lo cual logran gracias a que ejercen de manera monopólica la dominación coactiva autoritaria.
Si bien el Estado es una relación de dominación basada en la violencia física, su poder no reside de manera exclusiva en la coerción. Sería impensable que la élite estatal lograra extraerles obediencia a todos, o al menos a la mayoría de la población que habita en el territorio que se encuentra bajo su dominio, únicamente mediante ejércitos, policías, jueces, leyes, cárceles y demás instrumentos y mecanismos de poder despótico. Las relaciones de dominación basadas en la imposición y la violencia están condenadas a la inestabilidad. Por ello, para que la élite estatal pueda dominar con éxito su territorio por periodos relativamente prolongados tiene que hacer uso de “aparatos ideológicos” o “mecanismos de reproducción” del poder estatal. Esa capacidad del Estado para “penetrar” en la mente de sus súbditos (o ciudadanos, en el caso de las democracias capitalistas), es lo que Michael Mann denomina “poder infraestructural” (Mann, 2006, pp. 6-7).
El concepto “poder infraestructural” implica que para que el Estado pueda dominar la sociedad civil es necesario que el Estado construya toda una serie de “puentes logísticos”
o “tecnologías de poder” a lo largo de su territorio, con la finalidad de poder coordinarlo y administrarlo, como pueden ser redes de comunicación y transporte, una moneda común, pesas y medidas estandarizadas, pero sobre todo un lenguaje y una simbología compartidos entre los que dominan y los que son dominados. Por eso, durante prácticamente todos los procesos de construcción del Estado, la élite estatal tiene que someter o asimilar los elementos culturales (como la lengua o la religión) de grupos subalternos que fungen como instrumentos de resistencia a la dominación estatal.
La lengua, la religión, la vestimenta, la música y hasta la gastronomía de la élite estatal tienen que inculcarse y difundirse entre las diversas clases subalternas para conseguir que estas últimas acepten y legitimen el poder del grupo dominante. Pero este es un proceso bastante complejo y contradictorio. Muchas veces, los grupos dominantes abrazan elementos identitarios “plebeyos o populares” o enarbolan las banderas y reivindicaciones de los grupos subalternos, debido a que, si bien estos últimos fueron vencidos (política y/o militarmente), se niegan a otorgar su obediencia o lealtad; por lo que es necesario construir una imagen de comunidad (unión entre dominados y dominadores) y una narrativa legitimadora que tiene que ser creíble y sustentada en hechos tangibles, donde los dominadores protegen y/o velan por los intereses de los dominados. Es muy común que los nacionalistas, en el momento de “construir nación”, cubran su proyecto desarrollista con mitos, símbolos y elementos culturales “nativos” o “ancestrales”, con el objetivo de facilitar la conversión de las masas al nuevo sistema de creencias. Ese proceso fue bautizado por Anthony Smith, profesor de la cátedra “Etnicidad y Nacionalismo” de la London School of Economics, como “integración vernácula” (1999).
La educación pública es uno de los ámbitos por excelencia para la reproducción del poder estatal. La educación pública no solamente se presenta ante la sociedad civil como un mecanismo de ascenso social y una posibilidad para mejorar su calidad de vida; también es un espacio para que las generaciones venideras sean inculcadas con los valores, actitudes y símbolos que reproducen el poder estatal. Como muestra Bourdieu, las escuelas seleccionan y legitiman un sistema de hábitos y prácticas al presentar los valores y las normas culturales de los grupos dominantes como universales y naturales; de tal forma que las escuelas, al ser espacios de socialización, contribuyen a reproducir el poder de la élite estatal y “condicionan” los individuos a cierto tipo de obediencia.
Obviamente, dentro de lo que llamamos los grupos dominantes, y grupos que aspiran a serlo, hay múltiples intereses y proyectos contrapuestos entre sí, lo cual se ve reflejado en diferentes modelos de escuelas. Pero lo distintivo de las escuelas públicas es su papel como reproductores del poder del Estado. En la era moderna, el instrumento más socorrido para cumplir con ese fin es la enseñanza del nacionalismo a los niños. En México, el principal defensor y agente que encarna a la nación es el Estado. Pero, ¿qué es la nación? ¿Quiénes la integran? ¿Qué valores la hacen distintiva? ¿Cuáles son sus características? Cada sistema educativo da distintas respuestas a esas preguntas, dependiendo de las características ideológicas y culturales de cada país. A continuación se muestran los diferentes proyectos que ha tenido México por parte de diversas élites estatales para educar a la niñez con valores nacionales, que sustituyeran a las identidades políticas regionales o locales, además de construir ciudadanos de facto, no sólo de jure.
LA EDUCACIÓN LIBERAL Y LA CONSTRUCCIÓN DEL CIUDADANO
Ha sido ampliamente documentado el hecho de que la élite estatal mexicana de principios y mediados del siglo XIX tenía una fe extrema, que rayaba en la ingenuidad, en las Constituciones y las leyes para transformar a México de acuerdo con los dos grandes proyectos que dominaron el debate de esa época: liberales versus conservadores. En términos generales, las diferencias consistían en que los primeros concebían la sociedad como un conjunto de individuos cuyas libertades, para ser protegidas, debían destruir los privilegios heredados del orden colonial y las comunidades tradicionales, así como secularizar la vida pública y contar con un gobierno limitado mediante la representación política y el constitucionalismo. Los segundos concebían la sociedad como un conjunto coordinado de organismos, cada uno de ellos con funciones, leyes y obligaciones diferenciadas. Los conservadores creían que lo que mantenía unidos y en orden a los diferentes elementos que integran a la sociedad mexicana era la religión católica; además, deseaban un Estado fuerte que fomentara la industrialización y protegiera a la nación de las amenazas externas.
Casi desde que promulgaron la Constitución de 1857, los liberales se dieron cuenta de que para que México fuera una nación capitalista, secular y republicana no bastaban trabajos de “ingeniería constitucional”, sino que era necesario crear toda una serie de instituciones que hicieran realidad las libertades individuales, y sobre todo, destruir las estructuras del Ancien Régime que impedían el florecimiento del libre mercado y la democracia en México. Fue hasta 1867, con la derrota militar de los conservadores, cuando los liberales monopolizaron la dirección del Estado mexicano, que la educación pública tuvo como uno de sus principales objetivos construir ciudadanía republicana. Ellos querían educar un tipo específico de individuo para que, según su planteamiento, “México ocupara un lugar decoroso en el concierto de las naciones civilizadas” (Meneses, 1963, p. 647). Ese mismo año, Benito Juárez le solicitó a Gabino Barreda la estructuración e implementación de un proyecto educativo que tuviera como fin hacer realidad los ideales liberales de contar con un México integrado por ciudadanos, ya no por comunidades. Pero, ¿qué significa crear ciudadanos de México? ¿Qué significaba ser mexicano?
Cuando los liberales decían “ciudadano”, se referían a un Individuo (así, con mayúscula) desprendido de vínculos no adquiridos racional y voluntariamente, como son los lazos comunitarios o tradicionales, que se siguen por “costumbre”. El individuo liberal tenía que ser racional, secular, ilustrado e impregnado de espíritu emprendedor y afán de progreso. Pocas cosas contrastaban tanto con ese ideal ciudadano como la cultura indígena y el catolicismo ultramontano que en ese entonces caracterizaba a la mitad de la población de México (Brading, 2003, pp. 669-698). En el imaginario de la élite liberal decimonónica, la cultura económica y política de los indígenas mexicanos contenía, in extremis, todo lo que detestaban de la Iglesia. Para esos liberales, la cultura indígena tenía poco o nada que sirviera para que México tomara la senda de la modernización. Por eso, creían que para que los indígenas se subieran al carro de la modernidad, junto con el resto de México, tenían que dejar de ser cuerpos colectivos o comunitarios y convertirse en el ciudadano-individuo de la República (el presidente liberal Benito Juárez, de origen zapoteca, fue el mejor ejemplo de ello).
Hay que recordar que los liberales eran hombres con una sólida fe en la ciencia y el progreso, en el sentido que cobran esos conceptos dentro de la mentalidad occidental emanada de la Ilustración. Para los liberales, los indígenas eran supersticiosos, por lo que tenían que quitarles sus creencias cósmico-religiosas; creían que eran improductivos, por lo que deseaban inculcarles la ética del trabajo individual, del ahorro y la aceptación de la tecnología en sus prácticas agrícolas; los liberales consideraban que los indígenas estaban llenos de vicios (principalmente el alcoholismo), por lo que tenían que enseñarles hábitos higiénicos y de salubridad; además, creían que contaban con una cultura “aldeana y tribal” que los convertía en “apátridas” sin el más mínimo sentido de amor o lealtad para con el Estado-nación, por lo que había que enseñarles qué era México, y, sobre todo, que los indígenas eran parte de él (Ferrer, 1998).
Hay algunos autores que tratan de reivindicar y revalorar las identidades locales frente al “México de las élites”. Autores como Catherine Héau y Gilberto Giménez sostienen que los pueblos tenían su propia versión de lo que era la nación, que las comunidades no tenían una cultura política parroquial ni localista que se enfrentara a la nación mexicana, aunque sí al Estado-nación liberal. Las pruebas que esos autores aportan son múltiples declaraciones de patriotismo por parte de líderes populares e indígenas, como los zapatistas (Héau y Giménez, 2005). Esos autores cometen el error de confundir los conceptos “patria” y “nación”. Patriotismo implica amor a un territorio, asociado a unos ancestros y cultura comunes; nacionalismo, por el contrario, es una ideología política desarrollista que se plantea la creación de un Estado y la modernización económica y cultural de tipo occidental que implica construcción y apropiación de derechos de ciudadanía. La creación de naciones y ciudadanía es un proceso, per se, excluyente y restrictivo, puesto que no puede ser universal la pertenencia a los grupos nacionales o la membresía de ciertos Estados. No todos podemos ser mexicanos, guatemaltecos, estadunidenses, etc., por lo que no todos podemos gozar de los derechos de tal o cual ciudadanía.2 En ese sentido, los indígenas mexicanos eran fervientes patriotas, pero no nacionalistas.
Pero regresemos a la idea nacionalista del México del siglo XIX. La élite estatal, con el zapoteca Benito Juárez a la cabeza, tenía la obsesión de construir una nación homogénea y destruir “los muros culturales” que impedían que los indígenas fueran parte del México moderno, republicano y laico. Consecuente con lo anterior, Gabino Barreda diseñó un programa de educación pública básica con lo más avanzado de la filosofía positivista de la Europa de esos años, que pugnaba por una “educación integral y total” basada en el conocimiento empírico, que combatiera los dogmas, y formara la conciencia de todos los ciudadanos de la República como mexicanos “bajo el mismo modelo”, mediante “un fondo común de verdades”, con el objetivo de lograr la uniformidad necesaria para conseguir la tan anhelada unidad nacional y la consolidación del Estado mexicano. Barreda se inspiraba en los modelos educativos de Bélgica y Suiza, donde el Estado, para gobernar sobre múltiples grupos etnolingüísticos, tenía que inculcar en su heterogénea población un mínimo de valores comunes y una historia compartida (Zea, 1985).
De esa manera, la educación pública durante ese periodo de hegemonía liberal se caracterizó por pretender ser gratuita, uniforme, laica, integral y nacionalista. En el México de ese entonces, sólo el gobierno federal tenía los medios para proporcionar instrucción gratuita, por lo que la educación oficial en México se volvió monopolio del Estado. En consecuencia, el liberalismo, una ideología que surgió en Europa y Estados Unidos tratando de limitar y restringir la acción del Estado, en México se dio a la tarea de utilizar al Estado, mediante la educación pública, con el afán de crear al individuo y destruir las estructuras que le impiden ejercer su libertad. Paradójica y contradictoriamente, para construir al ciudadano individual y libre, el Estado liberal tenía que ser autoritario. ¿A qué se debió eso? El Estado-nación tenía que quitarles a los municipios y poderes regionales (que estaban en manos de los conservadores, las comunidades y la Iglesia) sus atributos en materia educativa.
En concordancia con ese proceso de construcción del Estado, ¿por qué las élites estatales de México consideraron que su política educativa tenía que ser homogeneizadora? No fue producto de un plan malvado o perverso, sino que creían que, de no hacerlo, los valores, los sentimientos y la memoria histórica serían tan variados como múltiples son las regiones y comunidades que integran al territorio controlado por el Estado mexicano, lo que había demostrado provocar la fragmentación política de México, junto con una economía pulverizada por las múltiples guerras. La educación pública, al ser uniforme y nacionalista, tenía que servir como unión entre los diferentes “Méxicos”, es decir, entre las diversas culturas, tradiciones, lenguas y cosmovisiones de la población. En pocas palabras, en la mente liberal, para que los mexicanos tuviesen conciencia nacional, para que tuvieran el sentimiento de que pertenecen a México, por encima de su lealtad a su comunidad o región, la población tenía que ser educada homogéneamente.
PORFIRIATO Y EDUCACIÓN PÚBLICA
La gran mayoría de las instituciones y políticas públicas desplegadas durante el Porfiriato son la materialización de proyectos que los gobiernos liberales anteriores a él no pudieron realizar con éxito. La educación pública no fue la excepción. Por ese motivo, durante este periodo no encontramos un proyecto educativo diferente al desplegado por Juárez y Gabino Barreda, sino intentos de tratar de cumplir la promesa del positivismo liberal del orden y el progreso. Por consiguiente, el Porfiriato se caracterizó en materia educativa por una plétora de decretos, los cuales iban en concordancia con los objetivos desarrollistas, nacionalistas y positivistas de la élite estatal de ese momento. Los principales fueron:
a. Creación de escuelas dirigidas a los obreros y jóvenes que han pasado de la edad correspondiente a la educación elemental primaria sin completar;
b. Obligatoriedad de la enseñanza de “oficios” en las escuelas;
c. Fundación de escuelas para “niños deficientes”, donde se incluía no solamente a quienes tuvieran “lento aprendizaje”, sino también a sordos, mudos, débiles visuales, y cualquier otra discapacidad;
d. Obligatoriedad de la educación primaria para todos los que tuvieran entre 6 y 12 años;
e. Creación de las Escuelas Normales, de la Educación Preparatoria, Escuela Nacional de Artes y Oficios, y la Universidad Nacional de México;
f. Homogeneización de la enseñanza de la historia nacional mediante el uso de un único libro de texto, cuyo autor fue Justo Sierra, intitulado Historia Patria (Martínez, 1996: 41-82).
Respecto al mencionado libro único de historia, en él se muestra una versión de la historia nacional en ascendente progreso lineal, donde los ganadores de la guerra, los liberales, eran los “buenos”, y los vencidos, los conservadores, eran los “vendepatrias”. Según Justo Sierra, entonces Secretario de Instrucción Pública y Bellas Artes, la inmensa mayoría del pueblo mexicano apoyó a los liberales, y sólo unas minorías insignificantes se opusieron a la instauración del proyecto nacional de la élite comandada por Juárez. Ser mexicano implicaba ser liberal, y los conservadores eran, a lo sumo, “malos mexicanos” (Brading, 1988, p. 47).
Para inicios del siglo XX, la élite estatal mexicana publicitaba a México ante el mundo como una nación “civilizada y progresista”. La educación pública fue, junto con los logros económicos, la encargada de proyectar esa imagen moderna del país. Las Escuelas Normales, las encargadas de formar a los maestros, tenían planes y programas enciclopédicos, y los estudios secundarios y superiores eran considerados de la misma calidad que los europeos. El problema fue que ese ambicioso modelo educativo que deseaba equipararse con los de Europa logró llegar solamente a un número bastante reducido de niños, casi exclusivamente en los centros urbanos, en una época en que México era mayoritariamente rural. De esa manera, contrario a los sueños liberales de ese entonces, la educación pública generó dos tipos de mexicanos. Aquellos que asistían a la escuela fueron impregnados de valores cosmopolitas, racionalistas y liberales; mientras que la inmensa mayoría seguía teniendo valores coloniales. Por ejemplo, de 1880 a 1910, México produjo una cantidad notable de intelectuales, periodistas, músicos, artistas y científicos. Sin embargo, eso poco o nada significó para las masas de campesinos (más del 80% de la población de ese entonces), para los cuales el “progreso” fue simplemente ir a trabajar en las nuevas industrias y haciendas (Brading, 1988, p. 48).
EDUCACIóN PúBLICA Y GOBIERNOS REVOLUCIONARIOS
A pesar de que la Revolución Mexicana fue protagonizada por múltiples grupos opuestos entre sí, la facción triunfante fue la Constitucionalista, más en concreto, la dinastía sonorense, con los generales Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles a la cabeza. Los Constitucionalistas eran y se sentían herederos de los liberales del siglo XIX. No habían hecho la revolución para destruir al sistema político que Juárez y Porfirio Díaz habían construido (como sí lo deseaban los zapatistas), sino para corregirlo y perfeccionarlo.
Las posturas en el tema educativo son algunos de los muchos puntos de unión entre los liberales del siglo XIX y los revolucionarios del XX. Ambos tenían la convicción (que rayaba en la obsesión) de crear la nación mediante la educación, y también creían que el Estado debería tener el monopolio de organizar y estructurar la conciencia nacional conforme a cánones seculares y desarrollistas, aunque tuvieran que hacerlo de forma autoritaria.
Los líderes revolucionarios, al provenir de sectores populares, y producto de sus experiencias personales en la dirección de las masas en la lucha armada, aprendieron que, para que el programa liberal tuviera éxito y legitimidad, era necesario que los grupos subalternos vieran reflejados algunos de sus elementos culturales e identitarios en los discursos, proyectos y acciones gubernamentales. Por tal motivo, el nacionalismo posrevolucionario estaba bañado de tintes indigenistas, cuando su objetivo era fomentar su asimilación, mediante el mestizaje, para “mexicanizar a los indígenas”, es decir, occidentalizarlos. Es muy ilustrativa al respecto una frase de Manuel Gamio, uno de los principales artífices del indigenismo oficial, que era una parte importante de la “ideología de la revolución”:
Para incorporar al indio no pretendemos europeizarlo de golpe; por el contrario, indianicémonos nosotros un tanto, para presentarle, ya diluida en la suya, nuestra civilización, que entonces no encontrará exótica, cruel, amarga e incomprensible. Naturalmente que no debe exagerarse a un extremo ridículo el acercamiento al indio. (En Bonfil, 1987, p. 172).
Cuando terminó la guerra civil, una de las primeras acciones que emprendió Obregón como presidente de la República (1920) fue crear a la Secretaría de Educación Pública (SEP), con el deseo de “unificar al país”. José Vasconcelos fue el encargado de cumplir con ese objetivo, quien creía en la unidad desde la primaria hasta la universidad. Según él, al estar todos unidos, al pensar y actuar del mismo modo, no podría darse de nuevo una guerra civil como la que acababa de librarse, no habría divisiones, todos caminarían en el mismo sentido. Además de alejar la conjura de la lucha intestina interna, esa unificación ideológica y cultural serviría también para proteger a México de amenazas externas, como Estados Unidos (Galván, 1982).
José Vasconcelos, cuando fue secretario de la SEP, impulsó y difundió un “nacionalismo cultural” que se convirtió en el modelo de los gobiernos posrevolucionarios que lo sucedieron. Vasconcelos quería llevar el progreso a todo México y tenía la misión de alfabetizar a toda la población mexicana, llevar la “alta cultura” a todos los rincones de la República, crear bibliotecas públicas, impulsar la educación tecnológica y agrícola, y publicar ediciones populares para hacerlas accesibles a las clases más pobres. Pero su meta más ambiciosa fue tratar de “asimilar” al indígena. Vasconcelos creía que el motivo por el cual la instrucción liberal de la primera época fracasó en integrar a la población de las comunidades nativas a la República era porque esa ideología anglosajona y francesa representaba una serie de valores, símbolos y actitudes bastante alejados de la cultura hispanoamericana. También combatió la política que se siguió en Estados Unidos de mantener a los indígenas en “reservaciones”, que eran territorios destinados a que los indígenas vivieran y reprodujeran sus propias costumbres, religiosidad y formas de gobierno, aislados y al margen del desarrollo nacional. Vasconcelos quería que los indígenas se integraran a México; para ello, el concepto mestizaje desempeñó un papel toral.
El mestizaje, en la mente de Vasconcelos, producto de la unión de las diversas razas, produjo una “raza cósmica”, que era superior a aquellas que la originaron. De esa manera, el mestizaje era motivo de orgullo, ya no un complejo nacional, como lo fue para los liberales decimonónicos. Pero cuando Vasconcelos se refería al mestizaje, no tenía en mente una categoría biológica o genética, sino sobre todo cultural, espiritual y “cósmica”. Vasconcelos, fiel a la mentalidad católica franciscana, creía que los indígenas podían “redimirse” (como si hubiera que salvarlos de sí mismos) si se les educaba con una cultura nacionalista y humanista, que se asumía a sí misma como universal.
El propósito no debería de ser otro que preparar al indio para el ingreso a las escuelas comunes, dándole antes nociones de idioma español, pues me proponía contrariar la práctica norteamericana y protestante que aborda el problema de la enseñanza indígena como algo especial y separado del resto de la población […] nuestra campaña consiste en educación indígena a la española, con incorporación del indio todavía aislado, a su familia mayor, que es la de los mexicanos. (Vasconcelos, 1998, pp. 62-63)
Vasconcelos creía que se tenía que enseñar el español a los indígenas, porque cada lengua implica una forma de pensar y ver la realidad. Como el objetivo era crear conciencia nacional, entendida para él como la idea de que todos los que habitan dentro del territorio del Estado mexicano pertenecen a la misma comunidad, era imperativo que toda la población compartiera una misma lengua. También consideraba que no era posible enseñar las complejidades y precisiones de la ciencia moderna (con conceptos como “átomo”, “radiación”, “cuántico”, “federalismo”, “democracia”, etc.) mediante el vocabulario de las lenguas nativas de México.
Para cumplir lo anterior, el ministro Vasconcelos siguió el modelo de los frailes católicos cuando evangelizaron a los indígenas, organizando el programa de los “Maestros Misioneros” y las “Misiones Culturales”. Bajo ese programa, los profesores se convirtieron en verdaderos agentes promotores de la ideología oficial del Estado, como si fuera una religión laica. Uno de los mejores ejemplos fue que durante ese periodo se instauraron por primera vez las “ceremonias cívicas” (rituales de lealtad a los símbolos patrios que representan a la nación mexicana, como la bandera y el himno) en las escuelas públicas, que tenían como finalidad inculcar en la niñez y la juventud “amor y lealtad a México”, al tiempo que suplantarían las festividades y los rituales religiosos populares. El ser “ciudadanos de bien” y el “amor a México” se les iban a inculcar a los hijos de los campesinos (indígenas y mestizos por igual), mediante la socialización que adquirieran en las instituciones educativas del Estado a través de juegos, cantos, deportes y festivales diseñados con esos fines (Calderón, 2006).
Con el apoyo financiero del presidente Obregón, Vasconcelos impulsó las artes nacionalistas (como “el muralismo”, que enseñaba pasajes de la historia oficial mediante imágenes plasmadas en los muros de los edificios gubernamentales) y fundó varias Escuelas Normales, encargadas de formar a los futuros educadores. A los profesores se les formaba para ser los “líderes de sus propias comunidades”, llevando no sólo las letras y los números a los niños, sino también prácticas de higiene, música, educación física y, sobre todo, homenajes a la bandera y a los símbolos patrios; en síntesis, formar “ciudadanos integrales”, “hombres de bien”, cuyo significado era ser “mexicanos que sirvan al desarrollo de la nación” (Ocampo, 2005, pp. 153-156).
Muchos de los gobernantes liberales (por ejemplo, Benito Juárez, Porfirio Díaz y Manuel Altamirano), revolucionarios (por ejemplo, Venustiano Carranza, Portes Gil y Lázaro Cárdenas) y posrevolucionarios (por ejemplo, Miguel Alemán, Luis Echeverría y Carlos Salinas) de México fueron masones. Mediante esa sociedad secreta y sus logias se transmitía la fe en el racionalismo, el progreso y la ciencia. El general Plutarco Elías Calles pertenecía al rito yorkino, que se caracterizaba por ser radical y anticlerical. Calles –que cuando estalló la revolución era profesor de primaria–, una vez que asumió la Presidencia (1924-1928), trató de implementar en México un proyecto pedagógico que “desfanatizara” la población. Ya no se trataba de instaurar en México la libertad de cultos que deseaban los liberales de la primera época, sino “desterrar de una vez y para siempre” a Dios y la religión del corazón y la mente de los niños y jóvenes mexicanos (Meyer, 1994, pp. 14-32). Tanto los elementos católicos, como las cosmovisiones indígenas eran vistos como obstáculos que tenían que destruirse para dar paso al pensamiento científico y racional, que proporcionara al niño un “conocimiento exacto del universo”, y todo el aparato estatal en materia educativa fue usado con ese fin.3 En palabras del presidente Plutarco Elías Calles, en su célebre “Grito de Guadalajara”:
Es necesario entrar al nuevo periodo de la revolución, que yo le llamaría el periodo de la revolución psicológica; debemos entrar, apoderarnos de las conciencias, de la conciencia de la niñez, de la conciencia de la juventud, porque la niñez y la juventud deben pertenecer a la Revolución. No podemos entregar el porvenir de la Revolución a manos enemigas. Con toda la maña los reaccionarios dicen que el niño pertenece al hogar, que el joven le pertenece a la familia; doctrina egoísta, el niño y el joven pertenecen a la colectividad. (Redondo, 1993, p. 125)
Según Calles y sus correligionarios, lo que pretendían era que la educación pública “emancipara” y “liberara” al niño. ¿De qué? De todo elemento religioso, ya fuese cristiano o pagano. Pero en lugar de liberar, lo que estaban haciendo era sustituir una doctrina por otra. En vez de adorar a Cristo o a la Virgen, los jóvenes “liberados” por la revolución deberían venerar la ciencia y a la razón, y en lugar de obedecer a la Iglesia, harían lo propio con el Estado-nación. Sus semejanzas con los jacobinos franceses son difíciles de ignorar.
El secretario de Educación Pública de Calles, Manuel Puig Casauranc, es famoso por su impulso de la educación sexual en las escuelas públicas, pero también se caracterizó por promover un proyecto educativo “racionalista” y racista, que consistía en la “desindianización” de México. Él creía que la cultura de los pueblos dependía de los rasgos genéticos de sus integrantes, o, incluso, estaba determinada por dichos rasgos. Calles y Puig, inspirados en la “pedagogía libertaria” del anarcosindicalista español Francisco Ferrer Guardia (otro masón), fueron los principales artífices de ese proyecto educativo “emancipador” y “purificador” de la población mexicana. Ellos creían que su obra pedagógica crearía individuos con mentes y cuerpos libres. Su fanatismo anticlerical les impedía ver que sólo estaban quitando unos dogmas para instaurar otros.
Puig Casauranc, como muchos científicos de su época, creía que la pobreza, la mala higiene y el alcoholismo eran vicios vinculados a determinadas razas. Como médico, el secretario de Educación Pública creía que el ser “indio” era una enfermedad que podía curarse. ¿Cómo? Mediante la educación racionalista y la cruza de razas. Los liberales clásicos creían que la educación podía “civilizar” al indígena, pero los revolucionarios de la década de 1920 creían que, basándose en estudios científicos de eugenesia, el progreso de México dependía de la constitución étnico-racial de su población. Creían que, si la población se “desindianizaba”, se tendría el mismo nivel de desarrollo de las naciones de Europa y Norteamérica. Calles y Puig pretendían, como todos los revolucionarios que han seguido el modelo francés, crear un Hombre Nuevo (así, con mayúscula). Con la particularidad de que, en México, eso significaba crear individuos racialmente mestizos, moralmente nacionalistas, culturalmente urbanos y socialmente proletarios o, de preferencia, de clase media (Urías Horcasitas, 2007).
Resultado de lo anterior, a lo largo y ancho del país se crearon escuelas rurales que tenían la misma visión educativa que imperó en México desde la era de Gabino Barreda: es necesaria una sola educación para todos los mexicanos, la cual debe minimizar el mosaico de culturas que se encontraban dispersas por el territorio, para crear una identidad nacional común. A fin de cumplir con ese propósito, los profesores en muchas ocasiones tenían que entregar dinero a los padres para que accedieran a mandar a sus hijos a las escuelas, al tiempo que empleaban constantemente el uso de la coerción dentro de las aulas: cortaban el pelo a los varones, se exigía el uso de uniforme para que no usaran vestimentas indígenas, se sometían a un nuevo régimen alimenticio, se obligaba a las niñas a tener el pelo descubierto, a sentarse junto a los niños, y se les enseñaba una “educación sexual científica”, pero, sobre todo, estaba prohibido el uso de los “dialectos” (las lenguas nativas), y se sometía a humillaciones y castigos físicos a los infractores. Por si fuera poco, también existieron unos internados especiales, donde los alumnos eran sometidos a todo tipo de estudios psiquiátricos, antropológicos y genéticos, que tenían el objetivo de “mejorar su raza” (Loyo, 2011, pp. 170-171).
El racismo en México tiene raíces históricas muy profundas, pero lo novedoso de estos revolucionarios es que creían que esa política educativa era una empresa redentora, progresista, y que terminaría por “imponer” a los “indios” una vida mejor y más “humana” (lo que implicaba que la élite estatal de ese entonces creía que los indígenas vivían en estado silvestre, cercano al animal). Las autoridades revolucionarias celebraban y hacían propaganda de que los niños indígenas –a pesar de que cuando recién llegaban a los centros educativos del Estado “no tenían aspecto civilizado”–, con sólo unos meses dentro de las escuelas, “adquirían la inteligencia y los modos de niños europeos” (Loyo, 1996).
Obviamente, las comunidades indígenas y las asociaciones de padres de familia opusieron gran resistencia a la educación racionalista de Calles, pero fue la Iglesia católica quien presentó el rechazo más estridente. El artículo 3º Constitucional estipulaba claramente, desde 1917, que estaba prohibida la educación religiosa (la Constitución liberal de 1857, al considerar que la religión era un asunto privado en el que el Estado no debía de tener jurisdicción, no hacía mención alguna a ella). Pero fue Calles el primer presidente que intentó aplicar esa disposición de manera absoluta. El gobierno revolucionario encontró oposición y resistencia a su política pública anticlerical, no sólo en la jerarquía eclesiástica, sino en los grupos católicos de laicos que se movilizaron y formaron parte de un amplio frente defensor de la libertad religiosa, que llegó al grado de enfrentarse al Estado por la vía armada, en lo que se conoció como “la Guerra de los Cristeros”. El desenlace de “la cristiada” (como también se conoció a ese movimiento armado), si bien oficialmente fue la victoria del Estado sobre la Iglesia, dejó a amplios sectores de la población con odios y resentimientos hacia el Estado.
LA EDUCACIÓN SOCIALISTA Y EL POPULISMO REVOLUCIONARIO
La educación racionalista en México fue, al menos en términos políticos, un fracaso rotundo. El rechazo y las resistencias que ella provocó en la población fueron tales, que aumentó la distancia entre el Estado y la sociedad. El nuevo régimen revolucionario, en grandes y múltiples zonas del país, si bien era fuerte en términos militares, era un régimen sin base social e impopular. Obviamente, la política educativa y religiosa no era la única causante de lo anterior. La situación económica no había resultado más exitosa. Para desplegar un proyecto de desarrollo económico a gran escala era imperativo construir puentes entre la élite estatal y los sectores de la población mayoritarios (obreros y campesinos). Cuando el Maximato4 se encontraba en su ocaso en 1933, el populismo, es decir, la búsqueda del apoyo político haciendo uso de una retórica anti-élites que apela a los resentimientos y agravios sufridos por las clases populares, fue el instrumento que varios líderes revolucionarios utilizaron para que el Estado y el régimen que se estaba gestando (el priismo) contaran con el apoyo de los grupos populares.
Paralelamente a la creación del Partido de la Revolución Mexicana (PRM), que contaba con una estructura corporativa y clientelar que integraba a las grandes centrales obreras y campesinas, se desplegó una política educativa que tenía el objetivo de contar con un fuerte contenido de justicia social: la educación socialista.
Es menester aclarar que la educación socialista tenía poco que ver con el marxismo, así algunos de sus conceptos y retórica tengan similitudes. La educación socialista en México tuvo un sinfín de interpretaciones, sobre todo por parte de los profesores y funcionarios medios. Pero lo que los artífices de la educación socialista tenían en mente –es decir, la alta burocracia, como los secretarios de Educación Pública Narciso Bassols, Ignacio García Téllez y Gonzalo Vásquez Vela– era que, a diferencia de lo que plantea el pensamiento “liberal-burgués”, el Estado tenía que ser el encargado del desarrollo nacional. Esos personajes, al igual que el mismo Lázaro Cárdenas, tenían un acusado discurso anti-libre mercado, anti-individualista y anti-estadunidense. El contenido “socialista” de los libros de texto de ese entonces hacía énfasis en valores como la solidaridad, la cooperación, y hasta el sacrificio del individuo para con el grupo y la comunidad. Se enseñaban a los niños los derechos sociales que la Revolución Mexicana había consagrado en la Constitución: derecho al reparto agrario, a la huelga, a contar con revisiones salariales, a gozar de óptimas condiciones de trabajo y a formar parte de los sindicatos oficiales (Quintanilla y Vaughan, 2003).
Sin embargo, la educación socialista de Cárdenas no alentaba la propiedad privada ni llamaba a acabar con esta, mucho menos a que los campesinos u obreros se hicieran al poder del Estado (que hubiera implicado desplazar del poder a la “familia revolucionaria” del partido oficial). Como ha documentado Arnaldo Córdova, la política de masas del presidente Lázaro Cárdenas, entre las que se encontraba la educación pública, lo que tenía en mente por “socialismo” era el deseo, si bien sincero por parte de sus artífices, de que las clases populares tuvieran “justicia social”. Lo que se entendía por esta última era simplemente una mejora en la calidad de vida de las masas, no una toma del poder por parte de los grupos populares, y mucho menos significaba la eliminación del capital privado. La enseñanza del socialismo implicaba la creencia de que la justicia social, sólo podía conseguirse mediante la rectoría del Estado-nación sobre todos y cada uno de los grupos que integran la sociedad.
Incluso, cuando la educación socialista hablaba de “derechos de ciudadanía”, se refería a la posibilidad que todos los mexicanos debían tener de formar parte de las organizaciones de masas oficiales. Es importante resaltar que se educaba a los niños y jóvenes con la idea de que, para que las masas de obreros y campesinos tuvieran justicia social, estos últimos tenían que pertenecer a organizaciones sindicales creadas por el Gobierno. Es decir, nada era más “antirrevolucionario” o “antipatriótico” que militar en los sindicatos católicos, los cuales le disputaban en esa época al Estado el control de las organizaciones gremiales. Las organizaciones populares revolucionarias eran, por cierto, parte del partido gobernante (que para 1946 se transformaría en el Partido Revolucionario Institucional, PRI). De esa manera, la educación socialista coadyuvó a que la maquinaria corporativa que Cárdenas creó para el único partido revolucionario oficial, el PRM, organizara y controlara a los sectores populares.
LA EDUCACIÓN PúBLICA Y EL DESARROLLO ESTABILIZADOR
Las políticas populistas de Cárdenas, que incluían un fuerte reparto agrario, apoyo al sindicalismo oficial y expropiaciones clave para el desarrollo de la economía nacional, lograron legitimar y consolidar al Estado posrevolucionario y al PRM. Cárdenas logró construir una maquinaria política e ideológica (el corporativismo clientelar), cuya función era organizar, administrar y someter a las masas populares al proyecto de la élite estatal posrevolucionaria, que consistía en desarrollar un capitalismo nacionalista (Córdova, 2006). Para cumplir ese propósito era indispensable que el Estado posrevolucionario creara una clase empresarial nacional, que en ese entonces era casi inexistente. Como consecuencia de lo anterior, para la década de 1940, la educación pública tenía que dejar su orientación “socialista” y cargarse al Nacionalismo Revolucionario, que fue la ideología del recién creado PRI, la cual estaba en concordancia con el modelo de desarrollo estatista conocido como Desarrollo Estabilizador.
Muchos políticos e intelectuales de izquierda publicitan y quieren ver al cardenismo como un periodo de “poder popular”. El sindicalismo del gobierno, la educación socialista y la lucha entre el Presidente y los empresarios de Monterrey son mostrados con ese fin. Pero soslayan que, al mismo tiempo, el régimen de Cárdenas ofreció amplias garantías a todos los empresarios nacionalistas que no fueran un obstáculo para su programa económico. Las propias empresas extranjeras, cuya inversión y cuyos productos eran necesarios para la economía nacional, tuvieron toda clase de garantías y protecciones (incluso, si era necesario reprimir algún levantamiento obrero). Se nacionalizó el petróleo pero, durante ese mismo periodo, empresas como Ford, Dupont, General Motors, Chrysler, entre muchas otras, se instalaron en México y disfrutaron de los beneficios de energía barata proporcionada por el Estado mexicano (Briz, 2009, p. 96). Si no tomamos en cuenta todo lo anterior, no se entiende por qué el antiamericanismo, el agrarismo y el sindicalismo, si bien no fueron eliminados de la educación pública, tenían que ser matizados y despojados de su carácter beligerante en la mente de la niñez mexicana. El México surgido de la posguerra tenía que alinearse con el modelo de desarrollo capitalista de Estados Unidos (aliado de México en la guerra). Los aparatos de educación pública no podían escapar a ese fin.
Jaime Torres Bodet, como secretario de Educación Pública, fue uno de los principales artífices de la educación pública del Desarrollo Estabilizador. Su gestión en la SEP es famosa porque él fue el arquitecto del libro único de texto gratuito y del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación.5 Pero también lo fue porque se diseñó y aplicó el modelo educativo que estuvo vigente durante el Desarrollo Estabilizador (1952-1970). En esos años se acondicionó a la población mexicana, mediante la educación pública, en los valores del Nacionalismo Revolucionario, pero con énfasis en la educación urbana, para apoyar el proceso de industrialización (Torres, 2005). Ese sesgo provocó que la educación rural e indígena no tuviera un lugar importante en las preocupaciones de Torres Bodet, pues consideraban que los indígenas y los campesinos eran grupos sociales destinados a la extinción, producto del mismo proceso de modernización industrial y capitalista.
El Nacionalismo Revolucionario con Torres Bodet se planteó el objetivo de crear un centro ideológico (rechazo a posturas extremistas o radicales), donde cupiera la mayor cantidad posible de mexicanos. Tenía el firme propósito de eliminar todos los elementos que en los libros de texto pudieran mostrar polémica o tensión entre los diversos sectores de la sociedad. Un análisis de los libros de texto de esas décadas muestra cómo se omitieron los temas controversiales que en periodos anteriores causaron múltiples conflictos. Se privilegiaba la unidad nacional frente al enfrentamiento y la lucha entre clases o grupos que pusieran en peligro el modelo de capitalismo nacionalista. Por ejemplo, en los libros de historia, la Guerra Cristera era algo que no se mencionaba, ni para bien ni para mal. Los diferentes líderes y caudillos que participaron en la revolución, al igual que los de la Independencia, fueron presentados sin el encono entre ellos que los caracterizó. En lugar de eso, se mostraba a todos los “héroes nacionales” como si hubieran luchado en un solo bando. Incluso, eran presentados sin rasgos humanos, pues, según los libros de texto de esa época, eran héroes sin pasiones o intereses, excepto la búsqueda del “bien de la patria”. Además, la eterna disputa entre indigenistas e hispanistas que ha protagonizado los debates para elaborar los libros de historia y civismo desde el siglo XIX fue minimizada al matizar los elementos característicos tanto del México prehispánico como del Colonial. Por ejemplo, en los libros de historia de México de tercero, cuarto y quinto año, cuando se toca el tema de la religión que existía en la sociedad azteca, se menciona que se realizaban sacrificios humanos “crueles y sanguinarios”; pero se explica que los mexicas hacían esos rituales porque creían que sólo de esa manera el universo podía seguir su curso. De una manera similar, se decía que los colonos y conquistadores “trataron mal a los indios”, pero inmediatamente el texto aclaraba que los Reyes Católicos, en cuanto se enteraron de esos abusos, emitieron leyes protectoras hacia la población nativa (Zoraida, 2005, pp. 280-281).
EPÍLOGO
El Desarrollo Estabilizador mostró signos de agotamiento en la década de 1970, y con él, el Nacionalismo Revolucionario fue puesto en tela de juicio. Al instaurarse después de 1982 un modelo de libre mercado, no solamente se criticó el papel del Estado como propietario o interventor en la economía, sino también su rol como constructor de la identidad nacional. Como Soledad Loaeza ha señalado, el nacionalismo mexicano durante el priismo dio un mínimo de estabilidad e integración a una sociedad fragmentada y heterogénea (al menos en los lugares donde el Estado mexicano logró penetrar con éxito). Pero después de la crisis de la década de 1980, los valores centrales del Nacionalismo Revolucionario (Estado interventor, centralización de las decisiones políticas y supuesta homogeneidad ideológica, racial y cultural entre los mexicanos) sucumbieron ante el desmoronamiento del modelo económico del desarrollismo estatista (Loaeza, 2010).
En el caso mexicano, en la era del neoliberalismo, el lugar del Nacionalismo Revolucionario no ha sido ocupado por una cultura o ideología globalizada o supranacional, como podría esperarse, sino por las identidades partidistas y un resurgimiento de los localismos, regionalismos y las reivindicaciones comunitarias, es decir, una fragmentación política que en muchos casos ha producido ingobernabilidad y disminución de legitimidad por parte del Estado mexicano. Se suponía que, al dejar atrás al autoritarismo revolucionario, la democracia iba a suplir el rol que tenía el nacionalismo como instrumento que tendiera puentes entre el Estado y la sociedad civil; pero la transición democrática y el pluralismo partidista e ideológico lo que produjeron fue un Estado débil dominado por intereses particulares (empresarios, sindicatos, narcotraficantes, etc.).
Tanto la experiencia histórica como los hechos recientes, nos enseñan que no basta con los esfuerzos por parte del Estado por recuperar poder despótico (principalmente, el control del Ejército de zonas enteras del territorio nacional). Es necesario reconstruir su poder infraestructural, es decir, los puentes que le permitían al Estado contar con la rectoría de la sociedad mexicana. No propongo regresar al viejo modelo nacionalista, ya que, si bien produjo cierta estabilidad política y un crecimiento económico nada despreciable (6% promedio anual durante décadas), fue posible en un mundo que ya no existe, el cual, como he mostrado a lo largo de este artículo, además estaba caracterizado por varios elementos autoritarios, como la exclusión de los indígenas y de muchas otras minorías, que no son sostenibles ni deseables en la actualidad. Así como los liberales decimonónicos terminaron por darse cuenta de que el Estado era necesario para el éxito de su propio proyecto individualista, secularizador y desarrollista, de manera parecida los neoliberales actuales parecen empezar a notar que sin el Estado, su modelo y hasta su propia sobrevivencia están en peligro (Loaeza, 2012, pp. 404-405). Sin Estado no hay quién garantice la seguridad pública ni quién reproduzca valores comunes ni la identidad nacional que alimentan la cohesión social (Loaeza, 2012, pp. 406-408).
Para el México del siglo XXI es imperativo construir una identidad nacional que no se base en distinciones raciales, étnicas o religiosas, por lo que tendrían que eliminarse tanto la idea del “mestizo” como arquetipo del mexicano como el indigenismo como elemento fundador de la identidad nacional. Un nacionalismo democrático e incluyente apelaría a la idea de que los mexicanos somos un solo pueblo, pero sin importar nuestro origen étnico. De esa manera no se alimentaría la fragmentación del comunitarismo nativista que apela a unas milenarias raíces indígenas, que ha demostrado ser el caldo de cultivo del encono y de enfrentamientos, ni se alentaría la exclusión de ciertos grupos. Como señala José Antonio Aguilar Rivera, esta propuesta de nacionalismo democrático que debería impartirse en las escuelas públicas no se suscribe a la corriente del “relativismo cultural”, donde se cree que todas las expresiones culturales, sin excepción, deben de ser toleradas y aceptadas –incluso si son contrarias a los derechos humanos y las garantías constitucionales– (Aguilar, 2012, p. 550).
Por el contrario, la idea de un régimen de gobierno donde tienen cabida y pueden convivir múltiples y diversos grupos étnicos, religiosos, e incluso sexuales, es algo propio de las democracias liberales de Occidente. Los valores de la tolerancia y la pluralidad, sin vínculos con el origen étnico o religioso, deben de ser los elementos constitutivos del nacionalismo democrático que México necesita para afrontar los retos del siglo XXI. Si esos valores no aparecen en los libros de texto venideros, ni se ejercen en el aula, los niños mexicanos no podrían socializarse en la democracia, sobre todo viniendo de familias que se forjaron con los valores del México autoritario.
Además de construirse una historia nacional donde se narre lo sucedido con los grupos que fueron ignorados o desplazados por la nación liberal, revolucionaria y jacobina: católicos, comunistas, indígenas, conservadores, judíos, descendientes de orientales y africanos,6 etc. No con el objetivo de fomentar el resentimiento y el enfrentamiento, sino, por el contrario, para incluirlos en la nación mexicana de facto, no sólo de jure.