LA ESCUELA EN ECOLOGÍAS VIOLENTAS: ENTRE LAS POLÍTICAS Y LA PEDAGOGÍA DE LA MEMORIA
La historia reciente colombiana lleva la impronta de un conflicto político que tiene raíces sociales e ideológicas y es convergente con la historia reciente latinoamericana, en lo “relativo a la vivencia de conflictos armados, guerras civiles, dictaduras, represión estatal y democracias restringidas, íntimamente relacionadas con las políticas de seguridad de los años sesenta” (Vélez y Herrera, 2014, p. 153). Bajo el signo de la lucha anticomunista, el Estado colombiano confluyó con las dictaduras del Cono Sur en su vocación de romper el imaginario moderno de asumirse como garante de derechos y tornarse en uno de los principales actores de su vulneración, para lo cual, con los antecedentes del estado de sitio permanente y de la doctrina de seguridad nacional, se asumió el paramilitarismo como política de Estado contra intelectuales, dirigentes populares y todos aquellos sospechosos del “delito” de opinión en defensa de una profundización de la democracia (Muñoz Uribe, 2012).
Por otra parte, en la historia reciente de Colombia también se registran iniciativas para la tramitación negociada de dicho conflicto entre algunos de sus actores. La reincorporación a la vida civil y posterior asesinato de Guadalupe Salcedo Unda (capitán de las guerrillas liberales) en tiempos de amnistía ofrecida por el gobierno de Rojas Pinilla en 1953; el diálogo entre el Estado colombiano y los grupos guerrilleros Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, el M-19, el Ejército Popular de Liberación (EPL) y algunos bloques del Ejército de Liberación Nacional (ELN), Acuerdo de La Uribe (Meta), en 1984, producto del cual nace la Unión Patriótica; el intento de reactivación por parte del grupo guerrillero FARC y el gobierno de Andrés Pastrana Arango para comenzar en 1998 un proceso de paz y terminar con el conflicto armado colombiano; esta vez, el encuentro fue en El Caguán (Caquetá).
A diferencia de las iniciativas anteriores, a partir de la Ley 975 de 2005 (Ley de Justicia y Paz) se inaugura en Colombia un proceso jurídico-político de transición a un escenario postconflictual, esto es, el pasaje de períodos de guerra a períodos de pacificación, o de regímenes autoritariodictatoriales a democráticos. En este contexto, la memoria adquiere centralidad como derecho al esclarecimiento comprensivo de la verdad histórica, cuestión clave para hacer justicia y fundamento para la construcción social de condiciones de paz sostenibles, puesto que una sociedad que se confronta al desafío de la justicia transicional debe proporcionar a las víctimas y sus familias una plataforma desde la cual contar sus historias y desde la cual sus testimonios sean públicamente reconocidos” (Croker, 2000, p. 102).
En el marco de este proceso, durante el primer gobierno de Juan Manuel Santos (2010-2014) se emite la Ley 1448 de 2011 (Ley de Víctimas y Restitución de Tierras), en la que emerge la víctima como una nueva categoría de sujeto jurídico (v.g., con derecho a verdad, justicia y reparación), y también una serie de medidas orientadas al resarcimiento de los daños ocurridos con ocasión del conflicto armado. Entre estas, se incorporan algunas relativas a la educación, las cuales serán abordadas más adelante, puesto que, antes de continuar con ello, es necesario dar un rodeo que permita una aproximación a la educación y a la escuela en el marco de ecologías violentas.
LA ESCUELA EN LAS ECOLOGÍAS VIOLENTAS
En diversas microespacialidades del amplio campo social tienen lugar procesos cotidianos de socialización, relaciones sociales intergeneracionales e intergénero, entretejidas históricamente a propósito de educar y ser educado en perspectiva de habilitar-se para cohabitar un lugar específico de la historia, la cultura (afirmadas en plural), y sus particulares modos de ordenamiento. Lo anterior es posible en razón de que el ser humano es plasticidad viviente, susceptible de ser educado (cultivado) para que afloren –se actualicen– sus potencias. Con esto, la educación se torna en una doble promesa complementaria: formar determinados tipos de sujeto y, paralelamente, generar determinados efectos en cuanto al ordenamiento social.
La escuela es una de las instancias que coparticipa en los procesos de socialización con tales propósitos educativos. De hecho, las relaciones que la habitan, los discursos que la objetivan, los saberes que en ella circulan y la espacio-temporalidad que la pauta presuponen entender la educación como su eje central. Más allá de la transmisión mediata de saberes privilegiados en el canon de la modernidad, inmanentemente la escuela tiende puentes hacia la actualización corporeizada de modos específicos del ser social singular y colectivo, por lo cual se dirime entre la reproducción de las asimetrías sociales vigentes o la esperanza humanista que se afirma en la pedagogía crítica, su comprensión dialéctica acerca de la inconclusión ontológica y sus potencialidades de invitar a vivir de modo fraterno en perspectiva de desobediencia sentipensadamente esperanzada. En palabras de Freire, tal dicotomía exige romper la ingenuidad en cuanto a la neutralidad, puesto que:
No puedo ser profesor si no percibo cada vez mejor que mi práctica, al no poder ser neutra, exige de mí una definición. Una toma de posición. Decisión. Ruptura. Exige de mí escoger entre esto y aquello. No puedo ser profesor en favor de quienquiera y en favor de no importa qué. (Freire, 2006, pp. 98-99)
Lo que se disputa en la escuela es el sentido de la formación de la subjetividad política, aquello que no es, sino que se constituye heterogéneamente y sobre la base de la reflexión sobre sí mismo en el encuentro con los otros y con lo otro; en otras palabras:
[…] un proceso constitutivo de la subjetividad en el cual el sujeto reflexiona sobre su condición como integrante de una colectividad y los procesos de corresponsabilidad social que de ello se deriva y que se expresa en términos de lo político y la política. (Díaz Gómez, 2005, p. 7)
En Colombia, la escuela y otras instancias de socialización emplazan sus cotidianidades en el seno de ecologías violentas sustentadas en dinámicas de violencia política que, por efecto de imposición y naturalización, condicionan los rasgos y prefiguran sus alcances potenciales. Particularmente, las ecologías violentas se han nutrido de la dinámica del conflicto social y de su compleja multicausalidad. A decir de De Zubiría (2015), la historicidad de este conflicto registra tres momentos que hacen pivote con la dimensión cultural, política e ideológica, donde se soporta la negación radical de la alteridad, lo cual se patenta en la asunción del desarrollo capitalista como modo de pensamiento único (proyecto político hegemónico irrefutable); la consolidación de un Estado “particularista” o privatizado, incapaz de renunciar al uso sistemático de la violencia (como ejercicio de la política) contra los movimientos populares, y la penetración de la ideología contrainsurgente en el ethos del Estado, sus fuerzas armadas y policiales, así como su expansión en el corpus social.
Lo anterior, en conjunción con aspectos como los señalados por el Centro Nacional de Memoria Histórica (2013) –en cuanto al problema agrario, el miedo a la democracia, el narcotráfico, las influencias y presiones de las políticas internacionales, y la fragmentación del Estado, como elementos constantes y de ruptura–, permiten comprender la naturaleza, el devenir del conflicto y su materialización en ecologías violentas que operan como telón de fondo de los procesos de formación de la subjetividad política. Estos elementos se intersecan con estrategias de resistencia y sobrevivencia de la sociedad civil (Segura y Camacho, 2003) y con conflictos propios de cada contexto social local en el que se sitúa la escuela.
Con esto, se reconoce una intersección condensadora de conflictos locales propios de la convivencia, vecinal e intrafamilar, la corrupción, la delincuencia común, el crimen organizado y el narcotráfico con aspectos del conflicto social y político armado que ingresan a la escuela para imponer regímenes de silencio, agendas educativas, regular extra o para-institucionalmente los conflictos, construir legitimidad para controlar el territorio no solo a partir de estrategias de intimidación, sino de entretejido de relaciones de cooperación con expresiones ciudadanas y nexos de connivencia con algunas instituciones estatales.
En el marco de esta urdimbre ha tenido lugar la re-producción embrionaria de imaginarios negadores de la alteridad (como adversario, amenaza social o enemigo de la seguridad y del progreso), y con ello, la generación de un nosotros adyacente fundado en acuerdos de orden representacional que consolidan un modo de pensamiento único de sujeto y sociedad que también se hacen presentes en la escuela. En los pliegues de este proceso, lo urbano y lo rural no solamente han sido lugares estratégicos de aprovisionamiento de recursos materiales y económicos, sino que se han tornado en escenarios de construcción (impuesta o con acuerdos parciales) de un proyecto colectivo de nación desde la óptica de los actores armados, cuyos objetivos no se han restringido al triunfo militar, por cuanto han procurado imponerse ideológico-políticamente por vías de incrementar su legitimidad como recurso de poder.
Es así como la escuela deviene en espacialidad en la que se relocalizan diversas situaciones conflictivas asociadas a las ecologías violentas en los contextos más cercanos. No se trata de un traspaso lineal de situaciones del contexto nacional-local hacia la escuela, sino de un ingreso en el que estas, al tomar forma de relación y corporeidad concreto-inmediata en la espaciotemporalidad escolar, adquieren características particulares y niveles de autonomía relativa que parecieran abstraer las condiciones más remotas con las cuales guardan relaciones de contigüidad e interdependencia. Este pasaje toma la forma de mimesis: tales situaciones se absorben y expresan –de manera encubierta o sintomática– en otras que son presentadas en el discurso formal como “generalidades propias” de –o relativas a– la vida escolar.
Es así como, por ejemplo, la escuela colombiana ha sido invitada a responder a demandas sociales y de política pública en cuanto a mejoramiento de la calidad, reducción de la deserción escolar y del fenómeno extra-edad, incremento de la cobertura, fortalecimiento de educación inclusiva, formación para los derechos humanos, la convivencia escolar, la sexualidad y la prevención y mitigación de la violencia escolar (Ley 1620 de 2013), al margen de la enseñanza de la historia reciente (Ortega, Castro, Merchán y Vélez, 2015).
En este contexto, la formación ciudadana por competencias ha adquirido un papel protagónico como apuesta pedagógica para la materialización de los mandatos constitucionales de 1991, en cuanto a la obligatoriedad de desarrollar procesos de educación e instrucción cívica para el fomento del respeto a los derechos humanos, la construcción de paz y de democracia mediante el aprendizaje de principios, valores de la participación ciudadana y el ejercicio de prácticas de convivencia democrática en el escenario escolar; todo esto sobre la base de un conocimiento básico tributario de la legitimación del orden institucional (Herrera, Pinilla, Díaz, Infante, 2005).
Según Restrepo (2006), la formación ciudadana por competencias se rige pragmáticamente por una racionalidad instrumental, reducida a una dimensión operacional, mensurable en relación con funciones predeterminadas y estandarizadas que cada sujeto ha de aprender y reproducir esquemáticamente, a favor de las transformaciones introducidas por la Constitución Política nacional, y su acompasamiento a los imperativos educativos neoliberales. Consecuentemente:
La democracia que se busca instaurar desde un sujeto instaurado pedagógicamente e instaurador de órdenes, es el ciudadano que trabaja, se asocia y delibera racionalmente No sin razón, olvidando las contradicciones expuestas por el discurso que se enfrenta a la modernidad liberal, se ligan de manera perfecta las competencias ciudadanas con el campo empresarial o laboral y, se cae, de manera simple pero certera, en el espacio del hacer, de la fabricación, de la producción. (Restrepo, 2006, pp. 170-171)
Más aún, la propuesta pedagógica de formación ciudadana por competencias se viabiliza hacia su concreción a través de la aplicación de estándares para la enseñanza de ciencias sociales. Al respecto, Cristancho señala que estos tienen como objetivo el desarrollo de destrezas científicas propias de un sujeto competente en la realización práctica de un determinado trabajo. Por ello, concluye que:
[…] en virtud de este discurso pedagógico se pretenden configurar subjetividades que se identifican históricamente con el Estado, para comprender (asimilar, aceptar) lo que sucedió y lo que sucede como un potencial legado para aplicarlo con perspectiva económica y de desarrollo cultural y social, entendido esto desde el concepto de desarrollo sostenible en el marco de la globalización. (2012, pp. 9-10)
Puede afirmarse que la escuela en Colombia ha desarrollado una agenda educativa de formación ciudadana en la intersección de las dinámicas propias de ecologías violentas y de los dictámenes educativos neoliberales, recurriendo a la utilización de estándares para la formación por competencias, en ausencia de una aproximación decidida y explícita al pasado reciente que la atraviesa y que se cierne como amenaza constante. A esto se suman otros aspectos que complejizan y limitan seriamente el diseño y desarrollo de procesos de formación política mediados por la aproximación crítica al pasado reciente; por una parte, la persistencia de la enseñanza de la historia acrítica y celebrativa de la historia oficial como discurso episódico, moralizador y de formación de identidad nacional, sobre la base de la repetición de hechos político-militares y diplomáticos, asociados a la génesis del Estado-Nación colombiano, presentados como aparentemente inconexos desde una perspectiva de unicausalidad lineal, en la que se confiere mayor relevancia a la transmisión intergeneracional del código disciplinar subyacente a la práctica educativa (Betancourt, 1993; Vega, 1998; Álvarez Ríos, 2002; Martínez y Aponte, 2011).
Por otra, se integra a este panorama un aspecto no menos complejo: “la activación de un proceso político-jurídico de transición democrática en un escenario en el que el conflicto político armado aún se encuentra vigente, de modo que avanza en medio de confrontaciones armadas e ideológicas” (Ortega, Merchán y Vélez, 2014, p. 64). Este último aspecto introduce tensiones ético-políticas relativas a las formas y finalidades del quehacer legal de la educación (las medidas legales en materia de atención, asistencia y reparación integral), y el potencial de la aproximación pedagógica a las vivencias traumáticas de las dinámicas de violencia política inscritas en la historia reciente. En el centro de esta tensión se encuentran los usos del pasado en la formación de determinados horizontes de socialidad, subjetividad y eticidad correlativos a un determinado modo de cultura política, asunto este que convoca una reflexión sobre las políticas de la memoria en el marco normativo transicional colombiano.
BREVE APROXIMACIÓN A LAS POLÍTICAS DE LA MEMORIA EN COLOMBIA2
Según Aguilar (2008), las políticas de la memoria son el modo en el que, en tiempos de transicionalidad, agentes emisores de política (el Estado y las élites) operan vertical y retrospectivamente en función de hegemonizar/legitimar una interpretación y un uso del pasado determinados, mediante discursos, historias y políticas en los que se patenta su versión de la violencia política. Su materialización procede por vía de la activación de diversas medidas, entre ellas, los procesos de investigación para documentar-esclarecer la verdad histórica, la realización de conmemoraciones y rituales de memoria, la modificación y la construcción de lugares de memoria, entendidos como espacios públicos centrales en la socialización-legitimación política.
En este trabajo se ha optado por rastrear las políticas de la memoria a la luz del actual marco normativo de transicionalidad, en cuanto a verdad, justicia y reparación con garantías de no repetición y la paradójica visibilización de las posibilidades de abordar pedagógicamente el pasado en el escenario inaugurado por un decreto ley que emerge al margen de la normatividad atinente al contexto de transicionalidad: “la cátedra de paz”.
La Ley 1448 de 2011, Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, establece el marco normativo sobre medidas de atención, asistencia y reparación integral a las víctimas del conflicto político armado en Colombia, entre las cuales se registran algunas que vinculan al sistema educativo nacional con los imperativos de verdad, justicia y reparación, por medio de la realización de acciones en materia de memoria histórica. De acuerdo con el parágrafo 7 del artículo 145 de dicha ley:
El Ministerio de Educación Nacional, con el fin de garantizar una educación de calidad y pertinente para toda la población, en especial para poblaciones en condición de vulnerabilidad y afectadas por la violencia, fomentará desde un enfoque de derechos, diferencial, territorial y restitutivo, el desarrollo de programas y proyectos que promuevan la restitución y el ejercicio pleno de los derechos, desarrollen competencias ciudadanas y científico-sociales en los niños, niñas y adolescentes del país; y propendan a la reconciliación y la garantía de no repetición de hechos que atenten contra su integridad o violen sus derechos. (Ley 1448 de 2011, art. 145, parágrafo 7)
El artículo 149 de esta ley afirma que el Estado colombiano adoptará garantías de no repetición; entre estas se destaca “la creación de una pedagogía social que promueva los valores constitucionales que fundan la reconciliación, en relación con los hechos acaecidos en la verdad histórica” (Ley 1448 de 2011, art. 149). En efecto, las medidas de asistencia y reparación a las víctimas incorporan al sector educativo y al quehacer pedagógico en referencia a tres aspectos: 1) medidas en materia de educación relativas al acceso gratuito condicionado por la incapacidad de pago de la educación preescolar, básica primaria y media, 2) atención preferencial para las mujeres en los beneficios consagrados en la ley, y 3) acciones en memoria histórica.
De manera consecuente, en el Decreto 4800 de 2011, a la educación le es atribuida una doble funcionalidad, garantizada por medidas crediticias: satisfacción y prevención, protección y garantías de no repetición. Vale decir que las medidas crediticias son planteadas para garantizar la atención básica, el acceso a la educación, a través de gratuidad, subsidiaridad, permanencia en el sistema de educación preescolar, básica y media. La educación superior se tramitará a través de líneas de crédito o subsidios del Icetex (Decreto 4800 de 2011, art. 144), para lo cual, en 2014 se creó el Fondo de Reparación para el Acceso, Permanencia y Graduación en Educación Superior para la Población Víctima del Conflicto Armado.
En cuanto a la función de satisfacción, en el artículo 189 se alude a actividades de pedagogía vinculadas a la creación del Programa de Derechos Humanos y Memoria Histórica, direccionadas a “crear y cimentar una cultura de conocimiento y comprensión de la historia política y social de Colombia en el marco del conflicto armado interno” (art. 189, parágrafo 3). La función de prevención, protección y garantías de no repetición apunta a
[…] evitar la ocurrencia de violaciones de Derechos Humanos e infracciones al Derecho Internacional Humanitario, y a neutralizar o a superar las causas y circunstancias que generan riesgo en el marco del conflicto armado interno, y la generación de imaginarios sociales de solución pacífica de conflictos. (Decreto 4800 de 2011, art. 193)
Para ello, la educación adquiere una doble comprensión. Por una parte, es puesta al servicio de la capacitación de funcionarios públicos (ver el artículo 205, Decreto 4800 de 2011); por otra, se inscribe en la construcción de una pedagogía para la reconciliación y construcción de paz que será replicada en el territorio nacional, esto es:
[…] en los diferentes escenarios comunitarios con el apoyo de gobernaciones y alcaldías, así como en los centros comunitarios de rehabilitación y en los centros de encuentro y reconstrucción del tejido social, escuelas públicas y otros escenarios de relación entre las víctimas y el Estado. (Decreto 4800 de 2011, art. 210)
Conviene precisar que ambas funciones (de satisfacción y prevención, protección y garantías de no repetición) se plantean en concordancia con un enfoque diferencial y desde una mirada territorial de inclusión social y con perspectiva de derechos y de restitución que –al entroncar con los decretos reglamentarios 4633 (para población indígena), 4634 (para población rom) y 4635 (para población afrodescendiente), de 2011– reconoce las particularidades culturales de las víctimas pertenecientes a pueblos y comunidades étnicos en Colombia.
Si bien a la fecha en Colombia existen compromisos normativos en el ámbito educativo en cuanto a verdad, justicia y reparación con garantías de no repetición, estos son disposiciones normativas que preludian la creación de políticas públicas que activen en el terreno educativo las políticas de memoria a las que han de responder. Pareciera que en el actual contexto de transicionalidad no existen políticas de memoria que oficialicen explícitamente la capacidad del Gobierno nacional para mediar en la dialéctica memoria-olvido e incidir en la interpretación social de lo acontecido en la historia reciente (a propósito de la violencia política, ecologías violentas y las movilizaciones sociales), con apoyo del sistema educativo y del quehacer pedagógico. Empero, no puede afirmarse apresuradamente la inexistencia de políticas de memoria, dado que estas son emitidas y puestas en circulación a través de diferentes espacialidades, no necesariamente restringidas al marco jurídico-político transicional y los límites de la espacio-temporalidad del sistema educativo formal. Antes bien, estas son susceptibles de ser activadas en contextos de enunciación al margen del campo convencional del diseño de las políticas públicas.
APROXIMACIÓN ANALÍTICA A LAS POLÍTICAS DE LA MEMORIA
En la intersección de las prácticas de enseñanza de las ciencias sociales, los ordenamientos legales ordinarios del sistema educativo y aquellos emergentes en el contexto de transicionalidad se configuran los perfiles de una política de memoria alimentada por matices complementarios anudados sobre una misma imagen de futuro.
Por un lado, las prácticas de enseñanza de ciencias sociales e historia, y su propensión a la transmisión de un código disciplinar para la repetición memorística y acrítica, se pliegan a los estándares curriculares (“lo que deben saber y saber hacer los niños”, Ministerio de Educación Nacional, MEN, 2004), en la apuesta por formar subjetividades políticas que se identifiquen históricamente con el Estado y acepten la realidad histórica como un potencial para aplicarlo con perspectiva económica y de desarrollo sociocultural en tiempos de globalización. Por otro, el marco normativo que regula los procesos de transición pone el acento en el acceso al sistema educativo para ampliar las posibilidades de difusión de sus contenidos: una comprensión liberal de ciudadanía multicultural reconciliada e inserta en un escenario económico-político capitalista.
Estas tendencias son convergentes en la abstracción de: i) El conflicto interno armado colombiano, sus dinámicas, espacialidades, causalidades; ii) la experiencia concreta de los sujetos del proceso educativo, y iii) la preocupación ética por la aproximación pedagógica del pasado asociado a violencia política. Se trata pues de una política de la memoria consistente en la defensa legitimadora del Estado, desus aliados (nacionales e internacionales) y de proyectos hegemónicos de desarrollo. Sobre esta base, se correlacionan disposiciones macropolíticas educativas con la dimensión micropolítica de la enseñanza en torno al olvido de la realidad histórica reciente, conducentes a un mutismo educativo ante la violencia política y la afirmación del desarrollo económico como orientación teleológica de la formación política.
Mutismo educativo ante la violencia política
En la historia reciente se documenta una negación de la aproximación pedagógica, reflexiva y crítica a la violencia política, en favor de la enseñanza de la historia remota y de la instrucción cívico-moralizante. La expurgación de la violencia política de la topografía escolar no es un olvido, sino una apuesta deliberada y sostenida en el tiempo, con la pretensión de producirlo (inscribirlo en la memoria colectiva), y con ello, reproducir las condiciones asimétricas de poder que la sostienen e impulsan. Es, pues, una estrategia de ocultamiento –silenciamiento– que margina la realidad empírica para perfilar una memoria colectiva gracias a la eficacia simbólica de la educación. Al respecto, Ortega y otros señalan que:
[…] es evidente la ausencia de este tema en textos escolares, programas educativos, currículos y leyes de educación. Esto nos lleva a inferir que formalmente no se enseña, apenas se menciona el conflicto como el gran óbice para que la sociedad colombiana viva en paz. (2014, p. 62)
Puede afirmarse que el mutismo educativo al respecto es una forma de aislamiento ideológico. Consecuentemente, en las relaciones intergeneracionales que se sitúan dentro de escuela se urde un tipo de memoria en la que violencia política es algo no dicho, no comprendido ni explicado (por tanto, no ha de ser decible, comprensible ni explicable), algo distante (espacial y temporalmente), poco relevante y rechazable (moralmente) que sucede o sucedió más allá de los lindes de la institucionalidad pública que la escuela misma representa. Así, la violencia política deviene en una imagen borrosa de lo vivido por alguien como parte de su vida privada, no es un asunto común ni de interés público. El aislamiento ideológico se torna en una apuesta silenciosa por el alejamiento de la población ante su propia realidad, una neutralización consistente en la toma de distancia que es, a su vez, la formación de la indolencia legitimadora y una toma de partido en favor de la hegemonización del campo social.
Esta hegemonización torna a la escuela en una espacialidad despojada o empobrecida de experiencias e impone tecnocráticamente una concepción pragmatista de ciudadanía. En esta dirección, se afirma una concepción de los sujetos de la educación como tabula rasa, desprovistos de contexto y contenido histórico-cultural, sin experiencia, en disposición a ser llenados de información que los faculte para vivir y convivir eficiente y eficazmente en un mundo global de competitividad e informatización a la orden del lucro ambientalmente responsable. Con esto, se continúa renunciando a reconocer y abordar las relaciones entre ética y cultura, para evitar la repetición de la violencia política.
El desarrollo económico como orientación teleológica de la formación política
Una vez suprimida la enseñanza de la historia, y negadas las posibilidades de aproximación pedagógica a la historia reciente, se introducen agendas de formación política que redefinen el sentido del sistema educativo en un contexto histórico antecedido por la coexistencia de la formación bajo referentes religiosos, morales y cívicos.
El proceso de redefinición de la formación ciudadana, cuyo culmen operativo es la expedición de estándares curriculares de formación ciudadana por competencias y la aplicación de procesos de evaluación universalizados, descansa sobre –y se orienta a– una visión hegemónica de futuro nacional, presentada a manera de ideal social: una sociedad económicamente desarrollada bajo los parámetros de un mundo capitalista asumido de facto como condición ontológica y orientación teleológica de lo humano y su historia universal.
Sin mencionarse siquiera, se afirma el capitalismo como mundo social armonizable por vía del esfuerzo individual, en un mundo del trabajo abierto a las posibilidades de superación de la pobreza, donde el conflicto social y las transformaciones sociales fluyen al margen la política y lo público. De ahí que la formación política se vincule con la formación para el trabajo sin siquiera situar en este punto la cuestión de los derechos laborales.
De este modo, la formación política activada en el sistema educativo obvia el análisis crítico del capitalismo y de los procesos de resistencia, movilización social y lucha que se han activado en la historia con vocación de superarlo o ampliar los derechos de los sectores populares organizados. Esto es parte de lo que se silencia con el mutismo educativo sobre la violencia política. En lugar de recordar la violencia política, las políticas de la memoria proponen el recuerdo de un ideal económico connotado como desarrollo o progreso individual y nacional, lo cual es “garantizado” por la educación como dispositivo de movilidad social ascendente.
La visión ideal de una sociedad económicamente desarrollada es la espacialidad discursiva en la que actualmente se inserta y adquiere sentido la exaltación de la paz a la que alude la cátedra de paz ordenada por el Decreto 1038 de 2015. En este contexto, la paz no solo adquiere el sentido de reducción de los homicidios, la superación de los conflictos y sus manifestaciones violentas, desmovilización de los combatientes, el reconocimiento, respeto y defensa formal de los derechos humanos, sino que apunta a su vez a la reconstrucción de economías locales y regionales. Lo planteado en el Decreto 1038 de 2015 homologa la paz con el crecimiento económico impulsado por dinámicas de desarrollo, en un marco de relaciones ambientalmente sostenibles y socialmente respetuosas, resultado de una sumatoria de voluntades individuales modeladas por el discurso de las competencias ciudadanas y la capacidad de innovación.
Con esto, el Decreto 1038 de 2015 desconoce diversos actores, múltiples saberes y experiencias, y el papel de la verdad y la memoria histórica para hacer justicia como fundamento de la paz. Al ignorar actores y acciones civiles por la paz se niegan las posibilidades de hacer partícipe a la sociedad en sus reivindicaciones por la justicia, la verdad, la reparación y la existencia de condiciones para la no repetición de los hechos victimizantes. Entre dichos actores se encuentran:
i) del Movimiento Social por la Memoria, las Víctimas y los Derechos Humanos, ii) el Centro Nacional de Memoria Histórica, iii) la Universidad Pedagógica Nacional, formadora de maestros, iv) la Federación Colombiana de Educadores –FECODE–, v) los Centros y Grupos de Investigación que en el país trabajan con campos de estudio sobre paz, vi) las Organizaciones no Gubernamentales, vii) la Red de Universidades por la Paz, viii) las Iniciativas Territoriales y ix) las Prácticas Escolares y Comunitarias; entre otros. (Ortega, 2015)
Aunado a lo anterior, se afirma el desconocimiento de múltiples saberes y experiencias, entre estos, el saber pedagógico y el acumulado normativo que precede a la cátedra de paz. De hecho, con el Decreto 1038 de 2015 se reeditan aspectos legales (en cuanto a la pertinencia de educar en derechos humanos y para la paz) que son presentados como novedad, sin que lo sean, toda vez que:
Al respecto se identifican: i) los lineamientos constitucionales y legales explícitos en la Constitución de 1991, ii)la Ley General de Educación de 1994, iii) Disposiciones jurídicas sobre el Sistema Nacional de Convivencia Escolar para el ejercicio de los Derechos Humanos, la educación para la sexualidad y la prevención y mitificación de la violencia escolar [2013]; iv) el Programa de educación para el ejercicio de los Derechos Humanos [edu-derechos 2010]; v) Ley de justicia y paz [para atención de procesos de Desmovilización, Desarme y Reinserción, 2005]; vi) la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, [1448 de 2011]; vii) Marco jurídico para la paz […]. (Ortega, 2015)
En cuanto al desconocimiento del papel de la verdad y la memoria para hacer justicia, puede afirmarse que el Decreto 1038 de 2015 sujeta la formación para la paz a las competencias ciudadanas, de modo que homologa y estandariza sus contenidos. Con esto se indica que la paz reside en una reedición de las competencias ciudadanas, esto es, la materialización de habilidades para la resolución pacífica de conflictos, la identificación del sistema político colombiano y sus pautas de ordenamiento-funcionamiento. Lo anterior se adhiere a la a comprensión del desarrollo sostenible como único horizonte viable, esto es, la preparación para ser cívico, ecológicamente responsable y competente en el mercado laboral.
Ello converge con lo planteado por la Unesco cuando sostiene que a la educación en contextos de transicionalidad le asiste el compromiso de superar las dos principales causas (culturales y económicas) de los conflictos sociales a nivel mundial, para lo cual debe construir y desarrollar estrategias direccionadas a borrar las diferencias culturales y fortalecer dinámicas de desarrollo económico y social como vía regia para la reducción de la pobreza (Infante, 2014). Con esto disocia la construcción de paz de la comprensión crítica del pasado reciente desde la perspectiva de las víctimas, razón por la cual solo se menciona la memoria histórica como uno de los doce componentes electivos de la estructura de contenidos (Decreto 1038 de 2015, art. 4). Es así como se desaprovecha la posibilidad de interpelación ética al pasado, al presente, y de construcción de futuros. ¿Se trata de construir una paz sin memoria, sin verdad y sin la participación activa de las víctimas?, ¿se trata de ceder paso a la tentación de olvido como fundamento de la paz, donde se sustituyen los análisis históricos por los juicios morales en torno a la productividad nacional?
La cátedra de paz se asemeja a una política de olvido que no hace énfasis en las configuraciones vinculares como soporte para la constitución de nuevas generaciones de niños y jóvenes reflexivos, deliberantes y comprometidos con transformaciones sustantivas en sus espacios de experiencia vital y de actuación política. Dicho más puntualmente, en el Decreto 1038 de 2015 se renuncia a imperativos éticos acordes al ¡Nunca Más! y ¡Basta Ya! de violaciones a los derechos humanos, de violencia política y de vejámenes a la dignidad, razón por la que se prescinde del testimonio como expresión de la memoria que otorga voz y rostro a las víctimas y a los testimoniantes.
En síntesis, se desplaza la preocupación por la justicia y se revalida el silenciamiento como antesala de olvido, “para reconstruir, en condiciones precarias, un lazo social brutalmente destruido” (Ansaldi, 2002, p. 65), con lo que se acalla la demanda de justicia frente a las formas en que los derechos humanos fueron violados. Tal desplazamiento es un cierre al reconocimiento del lugar de las víctimas y al otorgamiento de visibilidad a las narrativas testimoniales, para comprender los problemas sociales y políticos del presente. Con ello, se posterga indefinidamente la invitación a que la sociedad asuma una condena moral ante los hechos que han victimizado a sus integrantes, esto es, la interpelación ética de la historia reciente y sus anudamientos con las relaciones intersubjetivas cotidianas situadas en contextos estratificados, donde acontecen los procesos de formación de la subjetividad política.
PEDAGOGÍA DE LA MEMORIA PARA LA FORMACIÓN DE SUJETOS POLÍTICOS
En dirección contraria a la demarcada por las tendencias de las políticas de la memoria, se apuesta aquí por asumir éticamente las memorias del pasado reciente como un cuestionamiento vigente –en y desde el presente vivo de la cultura– acerca del sujeto, la violencia política, las ecologías violentas y su temporalidad compleja, aquella polaridad en la que la memoria se mueve entre la fidelidad al espacio de experiencia (como registro del mal) y su utilidad en el presente como horizonte de espera y tentación del bien. Según Todorov, por ello la memoria es representada en la iconografía del renacimiento “como una mujer de dos rostros, vuelto uno hacia el pasado y otro hacia el presente; llevaba en la mano un libro (del que podía sacar sus informaciones) y una pluma en la otra (probablemente para poder escribir nuevos libros)” (2002, p. 237).
Desde esta comprensión de la memoria y del quehacer pedagógico hermanado con ella, no solo en torno al recuerdo, sino de cara al no-olvido3 y la superación del relativismo y el negacionismo,4 se tejen posibilidades para asumir deliberadamente la formación de sujetos políticos:
[…] agentes sociales que poseen conciencia de su densidad histórica y se autocalifican como tomadores de decisiones a futuro, y responsables de la dimensión política de sus acciones, aunque no puedan calcular ni controlar todas las consecuencias, resonancias o alcances de las mismas. (Kriger, 2010, p. 30)
Lo anterior adquiere especial relevancia, en consideración a que con la memoria inicia la justicia:
En ese nuevo tiempo que fue inaugurado por el fascismo y en el que cualquier barbarie es posible, el verdadero imperativo moral es el de la memoria: tomar conciencia crítica del pasado y sobre todo conceder justicia a sus víctimas. Es imposible construir un presente justo o esperar un futuro liberado de repeticiones del mal sin hacer justicia a quienes fueron víctimas en el pasado. (Tafalla, 2003, pp. 126-154)
En este complejo escenario es preciso comprender que la paz requiere cambios culturales profundos, en dirección de propiciar una cultura de los derechos humanos que fundamente y llene de sentido las aspiraciones y prácticas democráticas. Ello ha de rodearse de garantías para asumir la promoción y defensa pedagógicas de los derechos humanos en términos de una exigencia ética, un compromiso político y una apuesta pedagógica que retoma el imperativo ético de recordar, no olvidar, educar sobre el pasado y rechazar las negaciones de las atrocidades.
Para ello, es pertinente retomar lo planteado por las Naciones Unidas en cuanto a priorizar una educación permanente de todos los sectores de la sociedad, incluidos los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley, así como de las fuerzas armadas y de seguridad respecto de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario, lo cual es convergente con la creación de una infraestructura para la paz: “una red interdependiente de sistemas, instituciones, recursos, valores y habilidades, sostenida por el gobierno, la sociedad civil y las comunidades que promueve el diálogo y la consulta, previene los conflictos y facilita la mediación pacífica cuando la violencia ocurre en una sociedad” (Paladini, 2014).
En caso contrario, al renunciar a la experiencia histórica concreta se cierran las puertas a la comprensión histórico-culturalmente situada de las relaciones sociales y económicas que operan como fundamento del modelo económico y que amenazan con reproducir las ecologías violentas. Se reitera un gesto de banalización del mal (Arendt, 2003) que, en razón de la defensa de un individualismo metodológico, no cuestiona las huellas y presencias de la violencia política en el mundo de la vida cotidiana, que es la cultura como registro vivo de la barbarie, puesto que, según Benjamin, “no hay documento de la cultura que no sea a su vez un documento de la barbarie” (2013, p. 23).
Esta situación tiende a agravarse con el impulso permanente de la racionalidad tecnoinstrumental (conducente a una acción con arreglo a medios), que, a través de la formación por competencias ciudadanas, subordina ideológicamente la ética y la política a imperativos económicos defendidos tecnocráticamente en tiempos de realismo político. A esto se contrapone la pedagogía de la memoria, al afirmar la necesidad de comprender la escuela como una espacialidad de posibilidades de articulación entre lo nuevo y lo viejo, la renovación y la conservación: mirar el pasado y el futuro desde el presente de la experiencia narrada en escenarios de aprendizaje reflexivo éticamente preocupado por el acogimiento de la alteridad.