Introducción
El objetivo de lograr que las universidades públicas mexicanas se coloquen en lugares de altos estándares internacionales ha tomado énfasis en las últimas dos décadas; prácticamente esto ha venido ocurriendo desde que México se incorporó el 18 de mayo de 1994 como el miembro permanente 25 en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).
No obstante, históricamente en México la educación universitaria pública no ha sido competitiva, como lo demandan las instituciones internacionales como la OCDE, porque su desarrollo ha estado anclado en las carencias de la educación básica y media superior. Este fracaso en México puede explicarse por múltiples factores, como el bajo desarrollo económico, para atender la cobertura educativa de la población. Pero creemos que, fundamentalmente, esto se ha debido a la carencia de sistemas de evaluación duraderos y apropiados, los cuales deberían resistir los cambios sociopolíticos que caracterizan al Estado mexicano. Esta carencia de un proceso efectivo de evaluación, a su vez, ha repercutido en no lograr una política educativa que posibilite orientar a la universidad pública dentro de un mercado internacional como se contextualiza en las directrices de la OCDE, y, como sabemos, dentro de un competitivo y dinámico mercado de bienes y servicios. En este ensayo se describen y se discuten estos dos problemas fundamentales de la universidad pública mexicana (la cobertura y la evaluación).
Para enmarcar el problema de la cobertura se describe cómo ha evolucionado el sistema educativo mexicano desde 1921 hasta el 2018; se identifica que durante este periodo el objetivo de lograr la cobertura de la educación básica y media superior en la población ha estado limitando la consolidación de la universidad pública mexicana de manera eficiente.
Por otro lado, para dirigir el análisis sobre la carencia de un sistema de evaluación efectivo, nos planteamos las siguientes interrogantes: ¿para qué y cómo evaluar a la universidad pública en el libre mercado? Se adelanta que en el presente análisis no se dará una respuesta final a este cuestionamiento. No obstante, se presenta como guía para articular ideas y debatir críticamente las implicaciones para la educación universitaria en el marco de libre mercado.
Se considera que el proceso de evaluación de la educación, y de la universitaria pública en particular, debe desprenderse del uso de algunos términos y de ideologías que no aportan claridad conceptual y metodológica en la mejora de los sistemas educativos (por ejemplo, calidad, cliente, “deber ser universitario”). En este sentido, también se propone que la noción de mejora continua, sin atribuciones de calidad, tiene parsimonia conceptual, la cual puede aportar a los investigadores la noción de que la evaluación es un proceso de prueba diferenciadora que puede ayudar a tomar mejores decisiones en pro de la educación pública universitaria.
Así pues, estamos convencidos de que se requiere concebir la evaluación como un proceso administrativo y gerencial para: a) ubicar los niveles y las condiciones en las que se enmarca el sistema educativo institucional, local, internacional; b) establecer los objetivos y/o metas que se persiguen a partir de la identificación del nivel prioritario y los elementos de partida de la evaluación (diagnóstico), tales como insumos, administración, personal, necesidades, insuficiencias, éxitos, fracasos, errores, entre otros; c) diseñar las directrices de acción humana y de tecnología que servirán para propiciar el cambio y fortalecer los factores implicados en la mejora de la educación pública universitaria; y d) medición del cambio y logros obtenidos a partir de las acciones humanas, administrativas, filosóficas y tecnológicas utilizadas.
Por último, es conveniente preguntarnos si ante las carencias que se arrastran en todo el sistema de educación pública nacional, las autoridades en México deben gestionar y dividir sus esfuerzos para proponerse como instituciones de educación superior de clase mundial (IESCM), y a la vez plantear convertirse en Instituciones de Educación Superior (IES) inclusivas y de cobertura, en el contexto de la alta demanda de espacios educativos.
El contexto político-social en el libre mercado del sistema educativo universitario mexicano
En un análisis, Rama (2006) señaló que las IES tradicionales —las cuales históricamente han estado enfocadas a la masificación de la educación— están cambiando aceleradamente desde una visión de Estado hacia una de especialización educativa, individualizada, con diversidad de saberes tecnológicos y de actualización permanente, con un referente de conocimiento transnacional. Esta dinámica se ha acrecentado desde la emergencia de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC). La educación tradicional de profesor experto ha requerido una reingeniería de cómo enseñar y cómo comunicarse para ofrecer los beneficios de la universidad como un espacio de aprendizaje sin límite de tiempo y lugar (Amador, 2006).
Por su parte, Arciga (2007) agrega que estas demandas formativas requieren a su vez que las IES moldeen la práctica tradicional docente hacia un ejercicio flexible y diversificado acorde a un ambiente saturado de cambios complejos; es decir, la docencia debe adaptarse conforme a la dimensión sociocultural que impone la modernidad y su dinamismo.
Bajo esta dinámica social y tecnológica, Martínez-González y Astorga (2019, p. 153) puntualizan que en la educación superior se deben considerar los siguientes rasgos formativos:
Permanente: formación continua a lo largo de la vida, lo cual supone un proceso constante de renovación del aprendizaje.
Personal: programas adaptados a las necesidades y los requerimientos individuales. Se trata de que el individuo seleccione su propio trayecto de formación.
Abierta: recursos abiertos, currículo abierto, que demanda flexibilidad y versatilidad en la oferta de formación.
Mixta: convergencia de modelos de educación formal e informal, presencial y virtual, con particular predominio de la educación a distancia y la convergencia de diferentes tecnologías.
Ubicua: educación en todo lugar, como resultado de la idea de que el conocimiento se encuentra diseminado en diferentes espacios, objetos, tiempos.
Social: aprendiendo con los otros, debido al desarrollo de las redes de conocimiento que posibilitan la interacción y la creación.
Como se puede identificar, en los apuntes de Amador (2006), Arciga (2007), Martínez-González y Astorga (2019) y Rama (2006), la adaptación a un mundo global se presenta como un reto para los países de Latinoamérica porque históricamente las prioridades han sido de cobertura y de acceso a la educación (Cornejo, 2006; Mella, 2003). Adjunto a estas necesidades, los problemas son de índole económica y de voluntades políticas para establecer programas educativos a mediano y largo plazo. Particularmente, en México las políticas de todo el sistema educativo público han estado al garete de los sexenios gubernamentales y de las deficiencias para someter a prueba la efectividad del sistema educativo bajo un proceso riguroso de evaluación. En este contexto de carencias, las pretensiones de contar con IESCM se presentan como lejanas y costosas para el sistema educativo superior mexicano (Hernández, 2020).
Así pues, la búsqueda de la educación competente universitaria, enmarcada en las tendencias globales de libre mercado —en la cual se ofrecen y demandan servicios en una competencia libre y de calidad—, se ha convertido en una utopía en las políticas de educación latinoamericana porque, prioritariamente a la atención de un mercado de competencia mundial, los países se enfrentan con sistemas educativos en crisis permanente (Carrión, 2003).
Recientemente, se le ha dado relevancia a la educación pública universitaria en el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador, elevándola a obligatoria en el Artículo 3° Constitucional, pero se alude a ella en términos de cobertura y no de mejoramiento, en el contexto de las IESCM; la meta de cobertura, se presenta hoy como utópica, incluso para el nivel medio superior, por los problemas económicos y de infraestructura que vive la economía del país. Para ofrecer educación superior a todos los estudiantes de bachillerato en 2024, tal como lo propone el presidente López Obrador, se requeriría abrir 1.912.982 espacios para ese año, o 300.000 cada año hasta cumplir la meta (Rodríguez & Maldonado, 2019). Es decir, no se puede dar cobertura a la educación básica y media superior, pero se está aspirando a dar cobertura a la educación superior. Así pues, tal como se encuentra el sistema educativo universitario en la actualidad, para que las IES mexicanas cumplan con los estándares de calidad que marcan los rankings para ser IESCM, es utopía (Hernández, 2020).
Obviamente, la cobertura y el mejoramiento de todo el sistema educativo nacional no se pueden hacer por decreto; se requieren inversiones extraordinarias. Por ejemplo, en el periodo 2019-1, la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) recibió 153.183 solicitudes de nuevo ingreso, pero solo tuvo la infraestructura y los recursos para aceptar a 15.449 alumnos, los cuales representan solo el 10% de aceptados (El Heraldo, 2019; Forbes, 2019). De manera similar, las demás instituciones públicas aceptan entre el 10% y el 40% de las solicitudes de aspirantes. En todo el país, las universidades públicas rechazan 420 mil aspirantes al año. La cifra es superior a los 300 mil jóvenes que recibirían las becas “Benito Juárez” que propone el gobierno del presidente López Obrador. Así también, se debe comprender que estas becas para estudiar son prácticamente simbólicas porque no cubren en su totalidad los gastos que un estudiante hará durante su estancia en una universidad (El Informador, 2018). Por otro lado, se propone que no haya exámenes de ingreso en las universidades públicas, y que todo joven en edad para estudiar la universidad obtenga el pase automático a la que desee. Esta propuesta es una lógica que va en contra de un mundo global y competitivo. Por esta razón, presionar hacia el desarrollo competitivo de la universidad pública mexicana, sin estrategia o evaluación alguna, no tiene sentido en este contexto adverso.
¿Cómo se ha visto el proceso de evaluación y competencia educativa en México?
Durante ya casi cien años, desde 1921, cuando se fundó la Secretaría de Educación Pública (SEP), hasta la actualidad, ha quedado de manifiesto que el sistema educativo se ha visto desvinculado de la evaluación como proceso para la mejora continua (se utiliza para enmarcar las ideologías de los sexenios gubernamentales en turno, no como referente de cambio o solución de problemas), ha carecido de reformas pedagógicas consistentes que mejoren los contenidos y/o el plan curricular, y sigue imperando una limitada cobertura a la población; los docentes en general no cuentan con un perfil profesional en docencia, la deserción escolar no se ha podido erradicar (Universia, 2013), la desnutrición y el trabajo estudiantil siguen siendo algunos de los problemas asociados al desempeño y permanencia de los estudiantes, así como la lejanía o el acceso a las instituciones educativas (Rueda, Schmelkes & Díaz-Barriga, 2014).
Las políticas educativas mexicanas de la universidad pública se han planteado desde las carencias históricas en la educación básica y media superior, de tal manera que la evaluación y mejora de la educación universitaria han sido de interés secundario, o consideradas como consecuentes de la educación básica y media superior. Esto ha ocurrido de tal manera que la educación pública universitaria se ha ajustado a la agenda de la educación básica y de la política gubernamental en turno (ver la tabla 1).
Tabla 1.
Años, gobierno y objetivo o prioridad que se estableció en el sistema educativo mexicano Fuente: elaboración propia.

Como se puede identificar en la tabla 1, históricamente, en las reformas educativas que ha tenido el sistema educativo mexicano se ha desatendido la educación pública universitaria. Esto ha permitido que la educación universitaria sea “un sistema educativo paralelo” al sistema educativo nacional; que no por ello deja de compartir los problemas de cobertura y acceso que contextualizan a la educación básica y media superior.
Las implicaciones y complicaciones de medir y auspiciar “la educación universitaria pública de calidad” en el libre mercado
Uno de los aspectos a los que se alude, y que se impulsa bajo el uso del término “calidad”, en el libre mercado es atender a la siguiente demanda: “lo que espera el mercado de las instituciones educativas”. Se han presentado múltiples análisis y críticas (Carrión, 2003; Galindo, 2009; Galindo, 2011; Naím, 2013; Rama, 2006; Santos, 1999; Tiana, 1999). Al respecto, en un ensayo sobre la reforma educativa básica en México, Velasco (2014) anticipó el fracaso de la reforma educativa básica mexicana y señaló que el uso del término “calidad” en educación es inadecuado, indicando que, cuando se utiliza en educación, se manifiesta como parte de una explicación circular, como un discurso carente de lógica, por ejemplo: “la reforma educativa eleva la calidad de la educación pública y respeta los derechos de los maestros” (Spot de Pacto por México, 2013, como se citó en Hernández, 2013). En esta expresión, Velasco (2014, p. 53) indica que:
En este enunciado se está dando un juicio de valor que implica incremento de algo que no tiene criterios de verdad, en este caso, la calidad. Y curiosamente, esto implica que, mediante una educación de calidad, se incrementará “la calidad”; esta explicación es retórica tautológica, una explicación falsa y circular que se quiere explicar consigo misma.
Las críticas que se han vertido al uso del término calidad en la educación pública universitaria son variadas: se ha señalado que su uso es polisémico y ambiguo (Galindo, 2011; Tiana, 1999), que implica una perspectiva utilitarista a partir de lo que establecen los organismos internacionales como OREALC/UNESCO (Gautier, 2007); que conlleva una inadecuada analogía de empresa-cliente con la que se enmarca la relación institucional entre universidad-alumno, universidad-empleador (Galindo, 2009); que solo se utiliza para “justificar” las prácticas de evaluación docente que son represoras y desarticuladas de los lineamientos pedagógicos (Moreno, 2011); y se ha dicho, también, que se concibe a la calidad como sinónimo de cumplir estándares productivos, tales como elevar la cantidad de artículos y libros producidos por docente (aun cuando estos no tengan perfil de investigador), aumentar la matricula estudiantil, retener a más alumnos, e implementación de mecanismos para garantizar la titulación de todos los egresados (Moreno, 2011; Velasco, 2014). Todos estos elementos, en su conjunto, apuntan a que la evaluación, bajo el discurso de calidad, no se considera como un proceso de prueba de funcionalidad para el cambio y la mejora de los sistemas educativos; más bien, se la utiliza como sinónimo de medición, categorización, administración, gerencia y cantidad de la productividad (Gautier, 2007). En la actualidad se identifican tres niveles de evaluación de calidad de las IES; estos no necesariamente se practican con sistematicidad en la universidad pública mexicana:
El primer nivel es sobre los indicadores internos: número de alumnos ingresados y egresados por cohorte, número de titulados, abatimiento de la deserción, número de egresados con empleo en su área de estudio, evaluación de los empleadores, etc. En los últimos treinta años se han incorporado otros “indicadores de calidad académica” como las acreditaciones de los programas educativos, el número de profesores de tiempo completo con los que cuenta la universidad, profesores de tiempo completo reconocidos en el Programa para el Desarrollo Profesional Docente (PRODEP), investigadores adscritos al Sistema Nacional de Investigadores (SNI) y cuerpos académicos registrados dedicados a la investigación. Los esfuerzos por mantener dichos indicadores de calidad en las IES mexicanas se deben a que el presupuesto extraordinario que reciben las universidades y los académicos depende de los buenos logros en estos rubros (Gil, 2010).
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Hay otro sistema de evaluación de la calidad de las universidades que no se realiza en la IES públicas mexicanas, particularmente sobre el impacto económico que estas tienen en la economía local y regional de manera directa e indirecta. El impacto económico local y regional de una universidad se define como el área geográfica de servicio que presta una universidad en la región. Se consideran dos rubros: a) Directos, son aquellos gastos que están relacionados con el desarrollo de la infraestructura de la institución, personal docente y de servicio, estudiantes y visitantes; b) Indirectos, son aquellos gastos, ingresos o inversiones multiplicadoras que están relacionados con la presencia de las universidades, tales como la industria, los servicios y el desarrollo tecnológico de la región (Elliott, Levin & Meisel, 1988).
Los referentes de la aplicación de estas métricas de impacto económico son europeos, asiáticos, y de Estados Unidos (Elliott, Levin & Meisel, 1988). La evaluación del impacto económico de las universidades públicas en la economía local y regional se vuelve problemática en países en desarrollo. Particularmente, el impacto económico indirecto de las universidades latinoamericanas es difícil de medir en los rubros de capital humano, desarrollo tecnológico y de vinculación con las instituciones productivas del país porque las IES son heterogéneas en sus objetivos y no tienen una tradición o vinculación con el sistema productivo (Valero & Van Reenen, 2019).
Un tercer sistema de evaluación de las IES públicas a nivel internacional, que se basa en rankings. En este sistema se valoran indicadores como donaciones económicas recibidas por institución, premios recibidos, prestigio de sus egresados —tales como el recibimiento de premios Nobel—, patentes, liderazgo; número de profesores con premios Nobel que imparten clase en la institución, número de publicaciones en revistas que se colocan en índices de calidad, número de citas de los investigadores. El sistema de evaluación de calidad internacional basada en rankings ha mostrado que las universidades públicas mexicanas no entran en la cohorte que las podría nominar como IESCM. Esta nominación internacional, como ya se señaló, implica tiempo para lograrlo e inversiones extraordinarias en recursos económicos y humanos. La UNAM ha destacado en los primeros 200 lugares de los rankings mundiales de calidad, pero esto ha ocurrido gracias a una sola disciplina científica, la física aplicada (Hernández, 2020). Este último autor señala que las políticas académicas de las IES públicas mexicanas deben ser orientadas a mejorar los indicadores internos y locales; y no pretender convertirse por decreto, sin invertir tiempo y recursos económicos considerables, en IESCM. Hernández (2020) agrega que estratégicamente se podrían focalizar las facultades o programas en aquellas IES que tienen excelencia internacional, como es el caso de la Facultad y los institutos de física que pertenecen a la UNAM.
La relación imputada entre medir y calidad
La búsqueda de la mejora de la educación pública mexicana en general, y en particular de la universidad, está encajada en concebir la evaluación como ligada al discurso de “medir para la calidad”; pero concebida así, no resuelve los problemas, solo los señala (Rueda et al., 2014). El error de creer que medir, como sinónimo de evaluar, y que por sí mismo mejorará la educación, se debe sobre todo a que epistemológicamente no se conocen y demarcan los alcances de las metodologías de evaluación utilizadas. Esto acontece de tal manera que “la evaluación” se realiza de forma sectaria o individual, midiendo separadamente la ejecución de alumnos, insumos, profesores, etc.
Es decir, no ocurre como un proceso de valoración integral, de la cual se sabe, desde el ámbito gerencial, que tendría que implicar como partes fundamentales los siguientes aspectos: a) Identificar: ¿qué tipo de IES pública somos?, ¿qué tipo de IES pública queremos ser?, ¿con robustos indicadores internos?, ¿con impacto regional?, ¿con impacto internacional? Una vez identificadas las metas, se debería considerar; b) el diagnóstico (identificar partes involucradas, medir, comparar, relacionar); c) tomar decisiones sobre la base del diagnóstico (qué hacer, cómo hacerlo, para qué hacerlo); d) aplicar acciones para el cambio (diseñadas a partir del diagnóstico y orientadas desde la toma de decisiones), y e) evaluar el efecto del cambio (medir el efecto de los cambios realizados, comparar, reflexionar, tomar decisiones, rediseñar acciones, etc.); y así sucesivamente, en relación con los planes de mejora que se tengan y persigan a través del programa de desarrollo institucional. Como se puede detectar, estos elementos que se señalan de la evaluación como proceso no son nuevos; cualquier ingeniero o evaluador de programas institucionales los conoce y debería considerar.
Es evidente, el problema de la educación pública mexicana es que se utiliza la evaluación bajo un modelo sectario, se da como una diversidad de prácticas de evaluación, donde por separado (sin integrar) se establecen metas múltiples y de diferente nivel (internas, regionales e internacionales); se evalúa de manera paralela la ejecución de alumnos, docentes y programas; y se instiga a todos los profesores, independientemente de si tienen o no formación en investigación (Velasco, 2014), a publicar con altos estándares internacionales. Un punto de partida en toda esta confusión es que frecuentemente no se establecen los límites, o bien, no se conocen por completo el proyecto institucional y pedagógico (Rueda et al., 2014), las condiciones del personal docente (Gil, 2010) y el contexto nacional e internacional en el cual se encuentran las IES públicas (Hernández, 2020).
¿Es útil evaluar los sistemas educativos en el libre mercado?
La evaluación es útil; nadie niega la importancia de la evaluación como un proceso de sometimiento a prueba, ya sea que ésta se aplique a un sistema, conocimiento o tecnología. La evaluación es un proceso importante para cualquier actividad o producto de diseño humano porque con ella se puede evaluar la probabilidad de éxito de algo o de un sistema, se detectan problemas y se toman decisiones para solucionarlos (Braslavsky & Cosse, 2006; Fernández-Ballesteros 2004). Por ejemplo, difícilmente alguien se sometería, si así lo requiriese, a una cirugía mayor, o utilizaría un avión, sin antes saber o conocer que la técnica, el personal o el aparato en cuestión tienen cierto grado de seguridad o profesionalismo; es decir, que ha tenido ciertos filtros de prueba de funcionalidad y de éxito. En este sentido, estamos describiendo la evaluación como proceso para validar la especialización o profesionalización de algo, que funcionaría, para hacer o lograr algo con cierto grado de certeza.
Como se puede identificar en los argumentos anteriores, es importante la evaluación como una herramienta de sometimiento a prueba; por ello, el carecer de un sistema de evaluación educativa es contraproducente (Braslavsky & Cosse, 2006). No tener un proceso de evaluación que se enfoque en la educación pública universitaria es una deficiencia que abona a la incertidumbre del desarrollo de la política educativa de un país; sin la evaluación, no se cuenta con una retroalimentación seria y rigurosa de los logros y fracasos que se obtienen (Braslavsky, 2006), y se tiene el riesgo de caer y practicar cambios a esta, bajo interpretaciones coloquiales e ideologías políticas de turno, tal como ha ocurrido en México con la universidad pública mexicana (Velasco, 2014).
Particularmente, cuando se trata de evaluar la educación, pareciese que estuviésemos considerando algo especial, algo invaluable e inescrutable, que tiene un sitio distinto a todo proceso o sistema sujeto a ser evaluado. Se cree, erróneamente, que cuando a la educación se la somete a evaluación, se deprecia su “misión” o “deber ser”. Esto, a nuestro juicio, se debe a dos fuentes de sesgo dentro del discurso educativo: a) el uso inapropiado e indiscriminado de términos mercantiles como “calidad”, “cliente”. Se ha señalado repetidamente que estas expresiones se presentan como inapropiadas y ambiguas cuando se aplican a los sistemas educativos (Galindo, 2011; Tiana, 1999; Velasco, 2014); y b) la influencia de ideologías progresistas y hegemónicas de la globalización, que se presentan desarticuladas de los aspectos regionales, pedagógicos y filosóficos de la educación. Estas ideologías, que se plantean como totalitarias para implementar en todo el mundo, no pueden conciliar las necesidades y oportunidades que cada región tiene y ofrece (Rueda et al., 2014). Lo cual ha generado desconfianza en creer que los problemas de la sociedad contemporánea deben ser abordados de manera global, hegemónica, y como si fuesen ejércitos, organizados desde una cúpula que toma decisiones (Scruton, 2010).
Así pues, no obstante que la visión gerencial de la evaluación es adecuada (cuando nos desprendemos de conceptos e ideologías mercantiles), en los sistemas educativos se deben identificar las jerarquías en las que se quiere intervenir y decidir para qué evaluar y cómo evaluar. Pero, finalmente, todos estos elementos en conjunto deben ser integrados para dar una explicación del estado en el que se encuentran los sistemas educativos, y la educación universitaria pública en particular.
Los encargos a la educación universitaria pública en México
Colateralmente a la desatención de la educación universitaria en México, ha habido una serie de encargos que se le han hecho a la educación universitaria pública en México. Esta creencia obedece a una antigua ideología que sugiere que las universidades públicas son y están destinadas a ser semilleros de revoluciones, no sólo científicas y tecnológicas, sino sociales, de índole diversa, que tienen “la obligación moral” o “el deber ser” de solucionar los problemas que aquejan a las sociedades. En este sentido, a la universidad pública mexicana se le ha fincado una obligación social, un deber ser con la sociedad y sus problemas. De ahí que se promuevan cursos de “responsabilidad social universitaria” dentro de la universidad pública mexicana, bien intencionados, pero espléndidamente desarticulados. Estos cursos por lo general abonan a los viejos y loables objetivos universitarios que apuntan a generar conocimiento y tecnologías que respondan a la solución de problemas en sociedad; pero también hay que decirlo, se presentan como mezclas ideológicas o prácticas que no ayudan a clarificar el rumbo que debe tomar la universidad pública mexicana. Por ejemplo, Vallaeys (2015, minuto 14:27 a 14:58) se cuestiona, entre múltiples y no claras opiniones sobre la “educación occidental” y la enseñanza de la medicina:
Por qué esa facultad de medicina enseña solamente medicina occidental si…, por ejemplo, estamos en un país como el Perú, donde… he trabajado bastante, hay medicinas populares, hay medicinas tradicionales, hay chamanismo, hay curanderismo, y eso… ¿no es medicina?, ¿no tiene valor?, ¿no debe estar en el currículo?, ¿acaso, eso no es conocimiento también?, ¿no?, ¿quién decide?, ¿no?, ¿y cómo se decide?, ¿te das cuenta?
Al parecer, en estos comentarios, para Vallaeys las universidades “socialmente responsables” deben de ser inclusivas de todos los saberes o conocimientos populares que se desarrollan en la sociedad.
Sabemos que la educación universitaria pública no tiene un único “deber ser”; como toda actividad humana, ha sido una construcción permanente, dialéctica y accidentada. Desde la fundación de la primera universidad en Bolonia (Italia), en 1088 —cuyo objetivo fue la escolástica— hasta la actualidad, las universidades han tenido misiones formativas diversas como el trabajo artesanal, ingenieril, cientificista, humanista y artístico. Es evidente que se requiere una definición medianamente acabada de los deberes de la universidad pública para que esta pueda ser evaluada de manera efectiva; empero, en este esfuerzo de delimitar sus quehaceres, se debe tener cuidado de no incluir a todas las posibles actividades que se desarrollan en sociedad, tal como lo aprueba Vallaeys (2015), en el marco de la “responsabilidad social universitaria”. Esta inclusión de “todo lo social” no tiene sentido dentro de la postura científica o administrativa al conducir una universidad; es por demás contraproducente porque abona a la ambigüedad y la inconmensurabilidad de la educación pública universitaria.
Por otro lado, y si bien es cierto que las condiciones sociales de los estudiantes y profesores repercuten en el desempeño en la escuela, eso ha originado una serie de confusiones y nuevos encargos que se le hacen a la educación pública, por ejemplo, el abordaje de la pobreza, la intolerancia, la violencia, el analfabetismo, el hambre, el deterioro del medioambiente, las enfermedades y los valores. Todos estos problemas implican a otros actores sociales; particularmente, el tema de los valores es un problema que preocupa e incide en el desarrollo social y en la educación, pero la universidad pública tiene limitaciones en los objetivos, metas e intereses cuando se la quiere atender desde las políticas educativas porque es un asunto de formación de la personalidad que se construye desde la familia y la vida, en espacios de la sociedad que son primigenios a la educación formal (Díaz-Barriga, 2006).
Entre otros encargos que se han hecho a la educación pública, están aspectos relacionados con la nutrición, educar para ser felices, educar para no ser violentos (bullying), educar para ser resilientes, etc. Esto ha propiciado que dentro de las instituciones, incluidas las universidades públicas mexicanas, se abran programas o “escuelas” para padres, de trayectorias escolares, atención psicológica, etc. Es decir, a la educación formal se le han impuesto encargos de dimensión social que sobrepasan las metas de obtención de conocimiento y de formación profesional (Velasco, 2014).
A nuestro parecer, por lo menos para fines analíticos y de evaluación de los sistemas educativos, y en particular de la educación universitaria pública, estos ámbitos deberían ser demarcados y abordados por diferentes frentes que trascienden a los sistemas educativos; es decir, las políticas de los sistemas educativos deberían aportar parte del soporte para contrarrestar los problemas sociales, pero estas deberían ser ancladas en políticas nacionales de Estado efectivas, tales como garantía de gratuidad de la educación, transparencia gubernamental, equidad, justicia social, alimentación, transporte y servicios de salud para los estudiantes.
Para demarcar los alcances y límites de la educación formal, es necesario diferenciar el orden en el que se encuentran los problemas que afectan a los sistemas educativos para que se pueda plantear cómo y quiénes los abordarían, porque, como se ha comentado, hay confusión, y, queramos o no, afecta el proceso de enseñanza-aprendizaje de los individuos, el desarrollo de la universidad pública y la sociedad en general.
Es posible que todos estos encargos que se le han hecho al sistema educativo, y que obnubilan la diferenciación de los alcances y limitaciones de cada sector involucrado, originen el encono que ha habido en México entre el magisterio y algunos sectores de la sociedad que se responsabilizan mutuamente del “fracaso de la educación pública mexicana” (Velasco, 2014).
Así pues, hay diversos factores que afectan los planes educativos y el proceso de enseñanzaaprendizaje de los sistemas educativos en el contexto de libre mercado.
Discusión y conclusiones
La economía y el intercambio de bienes y servicios en el libre mercado imponen a la universidad pública latinoamericana, y a la mexicana en particular, un cúmulo de elementos que se deben atender:
Formalizar un sistema de evaluación robusto institucional que no sea vulnerable a las dinámicas sociopolíticas vinculadas a la sucesión de gobiernos.
Generar planes de desarrollo específicos para la educación superior (nivel interno, regional y/o internacional).
Formar investigadores y educadores que dominen las metodologías de evaluación para que se puedan distinguir, analizar e integrar los múltiples niveles que inciden en la educación superior.
Cobertura y acceso a la educación superior mediante el aprovechamiento de las TIC para hacer accesible y ubicua la educación superior.
Subsanar los problemas de atraso, cobertura y acceso de la educación básica y media superior que compiten y afectan a la educación superior. La atención de esta problemática debe ocurrir de manera desligada entre los diferentes niveles educativos, es decir, se deben generar proyectos específicos y estructurados para cada nivel, sin que los problemas, pero sí las virtudes, se trasciendan entre los niveles educativos.
El mejoramiento de las IES, en un mundo global competitivo, debe basarse en un sistema de sometimiento a prueba (evaluación). En este sentido, la UNESCO ha recomendado que los sistemas educativos en Latinoamérica deben establecer una cultura de evaluación de las IES con técnicas apropiadas y emanadas desde los Estados-nación (Gautier, 2007), pero que estas medidas deben incluir la participación de todos los involucrados (alumnos, docentes, autoridades) mediante la autoevaluación, autorregulación y acreditación estatales. De tal manera que el mejoramiento debe partir del compromiso para que exista vinculación entre lo que la sociedad espera y lo que las instituciones de educación superior hacen; lo anterior requiere una reformulación política, ética y una mejora de la capacidad crítica y, al mismo tiempo, una mejor articulación con los problemas de la sociedad y del mundo del trabajo, tomando en cuenta las culturas y la protección del medioambiente (Bolseguí & Fuguet, 2006).
Es importante clarificar que los sistemas nacionales y regionales se deben ajustar a lineamientos generales de cada política de Estado, los cuales no deben implicar ideologías hegemónicas a ultranza de las necesidades de cada región o país, y de los niveles educativos que se deben atender o mejorar. En este sentido, la educación basada en una cultura “global” debe ser equilibrada con una visión regional y de país, debe buscar el desarrollo de las libertades, el capital social o capitalismo cognitivo de los ciudadanos. Esta postura se contrapone a las ideologías utilitaristas del progreso capitalista (el tener y poseer más materiales), y está en contra de la preparación educativa para “competir” en un mundo global, individualista y mercantil.
Otro aspecto que se debe considerar, bajo el supuesto de que la educación universitaria pública empodera, y que convierte a los individuos en ciudadanos funcionales, es que el problema de la educación en México no solo es de cobertura y acceso, sino también de oportunidades de empleo. Es paradójico que se aluda a que México requiere más profesionales de alto nivel, cuando la tasa de desempleo es de una a cinco veces más en profesionales altamente calificados que en el sector que cuenta con primaria; esto ha alentado la fuga de cerebros hacia el extranjero; se estima que el 20% de los doctores mexicanos reside en Estados Unidos (Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, 2016). Así pues, México tiene múltiples problemas y paradojas en el sistema educativo universitario; algunos son de cobertura y acceso a la educación y otros son de desaprovechamiento de los recursos profesionales ya formados.
Por todo lo comentado anteriormente, los problemas de las IES públicas mexicanas son complejos, pero todos ellos pertenecen al orden de evaluación local, regional y de país. En este contexto, preocuparnos al extremo de atender indiscriminadamente la “competencia internacional” es una quimera. Por último, enfatizamos que el objetivo de este ensayo fue exponer, fundamentalmente, que hay dos problemas que atrasan el desarrollo de las universidades públicas mexicanas: el rezago en la cobertura educativa y la carencia de sistemas de evaluación eficientes.